Una leve presión en la baja espalda
Por Juan Carlos Cremata
Cercana a la cintura. Como quien convida, con cierto empuje extra, a avanzar confiado y sin sombra de problemas, antes de lanzarse a un obligado abismo. Ese fue el último contacto físico que tuve con la oficialidad en Cuba. La desagradable y amarga sensación de un «Vete, aquí no te queremos».
«No los necesitamos», había decretado, en una de sus habituales peroratas histéricas e históricas, quien se erigió dueño de la vida de todos los cubanos durante más de medio siglo, desde 1959.
Con camuflado cinismo (quizás haya sido idea mía, pero, en un país donde se cultiva la desconfianza, nadie conoce la verdadera intención detrás de los hechos o de las más simples y comunes actitudes), el joven oficial de la Aduana avanzó rápido hacia mí al ver que me colocaba de último en la fila de personas. Con la pistola a un lado de una cadera, y el walkie-talkie en la otra, rápido, seguro y decidido, me interpeló:
— ¿El señor va a viajar? — como si uno fuera al aeropuerto a comprar viandas — . Venga, venga, pase por aquí.
Por suerte, no me llamó «compañero», esa hermosa palabra convertida en eslogan comunista caribeño, en lugar de «camarada», eslava-bola y fuera de lugar. Cagándose en todos los que estaban delante de mí, el oficial me ofreció pasar por una caseta totalmente desierta para chequear mi pasaporte. Era mi última salida de Cuba. Ahí recurrió a esa pequeña caricia forzada.
Sé de quienes han recibido mucho más, sin dudas. Y verdaderos maltratos. Patadas, golpes, prisiones, disparos, huevos, pedradas, repudios, gritos, ignominias, vejaciones y hasta escupidas solo por pensar distinto o por ansiar vivir en un lugar diferente.
Muchas veces había entrado y salido de mi país y ningún oficial se había acercado para facilitarme algún escape, huida o viaje alguno. Incluso, solo un mes antes había representado a Cuba en los que son catalogados como el equivalente a los premios Oscar en China, y nadie me tendió una mano. Ni siquiera el ICAIC, organismo al que pertenecía (aunque mi único organismo es mi propio cuerpo) y por el cual había sido invitado, en tanto mi película fue en parte realizada con producción de ellos.
Muy poca gente conocía mi decisión de irme. Contados con los dedos de una mano. Pero la información, de alguna manera, se filtró y llegó a malsanos oídos ajenos. ¡Es tan difícil mantener un secreto en esa isla!
Viaja aún conmigo una copia del acta que me hizo firmar un abogado del Ministerio de Cultura en la que se decretó que, «de por vida», no podía volver a dirigir teatro en mi país. Y, por consiguiente, tampoco hacer cine.
De hecho, pude filmar a duras penas, y hasta medio clandestino, un corto — el cuarto y, hasta ahora, el último de mis Crematorios — y la base de un largometraje titulado Semen que aún no he podido ni sé si podré finalizar algún día. A escondidas, sin permisos. Con ojos indagatorios encima de mí todo el tiempo y un pie más allá de esa inicua «legalidad» impuesta, a base de desafueros, por disposiciones tiránicas y mentiras a diario repetidas.
Se me condenó al ostracismo, al silencio y a la muerte en vida, sin que mediase una orden concreta, emitida por alguien en particular. O, al menos, jamás persona alguna dio la cara. Vilipendiado y enterrado hasta el cuello, con solo la cabeza afuera. Por «órdenes de arriba».
Entonces, a través de las habituales campañas de descrédito contra todo el que disiente, sacaron a la luz pública, como si yo lo hubiera ocultado, mi condición de enfermo seropositivo y, debido a ello, mi profunda ingratitud y egoísmo con «la revolución que me había forjado». Hasta me acusaron de trabajar para la embajada norteamericana o como agente de la CIA.
Con la versión cubanizada de un clásico del teatro del absurdo, El rey se muere, de Eugene Ionesco, le había faltado el respeto al Máximo Líder, al Mao caribeño, al Kim Il-Sung del marabú y la mentira globalizada.
Me colgaron el cartelito de «traidor», y todavía no sé a qué, pues, aunque nací allí y continuamente se encargaron de adoctrinarme, nunca comulgué con sus arbitrariedades y absurdos, sencillamente porque no son racionales ni justas. Pasé a ser rastro, piltrafa, apestado, persona non grata, nada confiable, y hasta evitable por muchos que antes del «escándalo» me colmaban de elogios y buscaban favores.
«¡Vete de aquí!», me gritó un periodista borracho en la puerta del teatro Mella. «¡La cultura es para los revolucionarios!», desgañitaba con aliento a cerveza vieja de perga de la ya extinta Piragua.
La burda censura — que no deja de perseguirme hoy día, pues con frecuencia pierdo la voz misma — me lanzaba al ruedo de incriminaciones, sospechas y resquemores, ungidos por quienes creen que «lo tienen todo claro» en sus mentes oscuras, cheas, maniqueas.
Atrás lo dejé todo. Como tantos.
Años de educación y carrera, éxitos, entregas desmedidas, lugares entrañables, amores siempre vivos, libros imprescindibles, música, colecciones de arte, artesanía, fotografías e íconos de varias partes del mundo, recuerdos de viaje, aires compartidos, colores locales, amigos inolvidables.
Una hija, por la que sufro y respiro. Y mi madre, mi sostén, a la que sabía me arriesgaba no ver físicamente otra vez, pero gracias a quien subsisto aún, sabiéndome protegido bajo el manto de su inextinguible amparo y anegado en su consuetudinario recuerdo.
La historia de todo exiliado.
Pero no del que sale a perseguir un sueño, sino del que escapa de una añeja, enraizada, enmarañada y estancada pesadilla de más de 60 años. De los cuales tuve que tragarme mis más de 56 abriles.
Jamás pensé irme de Cuba. Antes, jamás.
Habiendo tenido la posibilidad, habiendo vivido muchos años fuera de ella, siempre volví. A dar lo mejor de mí.
Hasta que me negaron el derecho a crear, que es la única manera que conozco de respirar. Y a cualquiera que le falte el aire sale a buscarlo. Yo aprendí, además, de muy chico, a nadar, lo hago perfecto. De haber seguido allí, me hubiese ahogado, sin siquiera ahorcarme.
No me sienta, ni viste, ni alienta, la voluntad de mártir. No es mi oficio, ni mi estilo.
Como tampoco soporto esa cantaleta patriotera, pletórica de burocráticos héroes nacionales, desparramando aniversarios luctuosos que conviven con pachangas machistas más machorras, despilfarradoras de chusmería, en bandeja y desfalcos institucionales.
Nada de eso me da de comer, o siquiera me interesa. Lo tuve en exceso, por todos lados. Harto, escapé de tanta apariencia disfrazada de verdad histórica.
Emigré ya mayor, es verdad. Cuando faltan las fuerzas, las ganas y los bríos de antaño. Eso es una desventaja. Pero tengo claro que no vine al exilio a hacer carrera, sino a intentar vivir lo que me queda sin ocultar quién soy, ni tener que dar razones por lo que pienso o hago.
Cuando el avión alzó el vuelo quedaron atrás, también, los infundios, la indolencia al garete y el castrante atropello. Frente a mí se abrió otra vida. Comenzó otra película. Por muy mal que pueda estar fuera de Cuba, siempre siento que, de estar allá, sería el espanto.
Me lo dicta el enorme miedo que me produce solo pensar en volver. Algo que no debería sentir si viviésemos en un país normal. Perdón, debí escribir «si tuviésemos un país».
Anhelo volver un día, ojalá sea cuanto antes, a despedir las cenizas de mi madre. Y a darle, por lo menos, el más sentido de los abrazos y los besos a mi idolatrada hija.
Pero… temo. Temo mucho. Me da terror volver. Allá no existen garantías de nada de lo que pueda acontecer. ¡Qué dolor tan intenso e inexplicable es esta mezcla de orgullo por haber creado una película llamada Viva Cuba y sentirme proscrito de mi país!
Llevo tatuada ya para siempre, cual hierro candente sobre el ganado, esa leve presión en la baja espalda, que me lo recuerda. Aunque de mejores lugares me han echado. ¡Y he vuelto!
Publicado originalmente en El Estornudo.