Trofeo de caza

El Estornudo
11 min readFeb 23, 2021
Mural en Downtown

Por Lianet Fleites

La temporada de caza en el estado de Georgia se extiende desde inicios de septiembre hasta febrero. Varía el período, según el animal y el arma. Al arco, por ejemplo, se le permite un rango mayor de tiempo que al arma de fuego.

A pesar de que en Jekyll Island, al este del condado de Glynn, las autoridades prohíben la caza mayor con armas de fuego, el hombre carga una shotgun .357 Magnum. Es febrero 23 y no hay viento sesgado que delate al cazador. El hombre se ha detenido en los límites sensoriales de la presa.

El revólver .357 Magnum posee un alto poder de parada y derriba criaturas superiores al cazador en tamaño y peso. Frente a un rifle .280 Remington ­–el arma más popular para abatir un ciervo–, el .357 Magnum es la moneda que un mago desliza entre sus nudillos.

El período de brama recién empieza. El hombre y su hijo van de rececho. El prestigio en la caza de ciervos depende del trofeo, y el trofeo, de la cornamenta. No debe dispararse a ciervos jóvenes, pero el hombre y el hijo no andan con exquisiteces.

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Helen / Foto: Robbie Caponetto

El invierno llegaba en una semana. Lo habían anunciado. El invierno, como el resto de las estaciones, tenía fecha y hora oficiales de arribo. De ahí que apresurásemos el viaje a Helen.

Hay una especie de estatuto tácito que te condenaría si dejaras pasar los rituales que arrastra cada estación: el mejor de los otoños se da en Maine, ¡lleva a tus hijos a recoger fresas desde abril hasta julio! Hiking, running, biking, climbing, kayak en parques naturales, picnic y grill. Palabras, frases enteras que no solo cambian formalmente sino que se resemantizan y no hay equivalencias ­–aunque las haya– en ese otro idioma donde eres alguien, algo. No procurábamos ninguno de esos ritos, pero jamás se nos ocurrió resistirnos.

Estábamos profundamente solos en una ciudad blindada, a la que no accedíamos aunque viviéramos en su núcleo. El blindaje se daba en otro dominio, como si asistiéramos a un desfile e intentáramos penetrar aquel evento raro, pero no se trataba en verdad de desfile alguno, sino de un bloque de gente yendo a un sitio meta, a un lugar vibrante del cual mi familia y yo no teníamos noción. La apariencia de desfile era solo el durante o el mediante, un proceso, un tránsito. Vivíamos dentro de un tránsito.

Éramos tres e íbamos a todas partes juntos, por si ocurría en algún punto un desastre nuclear o caía sobre Atlanta un fragmento de roca del espacio. Para ver en los ojos del otro el desastre y compartir un mismo pavor en tres pedazos.

Fuimos a Helen por lo del otoño.

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Mural en Downtown

Un hilo rojo parte en dos a Atlanta: North Avenue. Vivo en su intersección con Peachtree Street Northeast. Debajo se levantan barrios negros como Downtown, Adair Park Sweet Auburn u Old Fourth Ward, donde nació y se formó Martin Luther King Jr. Hacia arriba, el diagrama urbano: retículas de calles que se tuercen en noventa grados, la vida maciza, las vidrieras altas, la esterilla de yoga, la estudiante de negocios de Georgia Tech que trota a lo largo del beltline, el mismo hombre blanco que pasea moébicamente a un perro labrador, la furia corporativa de Buckhead, lo uniforme, lo aséptico, lo estéril.

Los vecindarios de afroamericanos se despliegan a lo ancho del sur y suben por el perímetro de los barrios blancos, los contienen como se contiene el agua si hiciéramos una cuenca con las manos. Al norte y al noreste de la ciudad se encuentra casi toda la población blanca, que representa el 38.4 por ciento del total (contra un 54 por ciento de afroamericanos), según el último censo en el país. Atlanta es negra pero Georgia es blanca. Vivo dentro de un lunar –o una llaga que aún no sana– sobre la epidermis conservadora del sur americano.

Los barrios negros han quedado en el mapa de la ciudad como herencia de un redlining que aún en 2013 azotaba algunas zonas dentro del estado de Nueva York. En este sentido, Atlanta es, probablemente, el paisaje estadounidense tipo, si consideramos la narrativa geográfica racializada de la pobreza y los privilegios.

La gentrificación –un redlining remozado– ha hecho de la mugre, en los edificios industriales de Cabbagetown, una opción extravagante y colorida para cualquiera con suficiente extravagancia, color, y dinero. De ahí que una unidad con apenas un cuarto cueste, en lo que fuera una antigua fábrica de algodón, mucho más de medio millón de dólares.

Cabbagetown es la vidriera a través de la cual el forastero puede romantizar la black working-class en las urbes del sur, como una especie de deuda histórica que quieren saldar algunos privilegiados. Revivir las cámaras oscuras con poleas y telares operados por mujeres y hombres negros, y con ello tener, o forzarse a tener, una especie de conocimiento responsable sobre su realidad, digamos que conciencia. O tal vez los residentes sólo persiguen la inercia de lo cool –porque otros, anteriores, se encargaron de exotizar un trauma– y más nada.

Mural en Downtown

La arquitectura de los barrios gentrificados está intacta. Parte de la esencia de estos procesos de desplazamiento radica en espectacularizar la pobreza o monetizar escenarios en los que resilientemente un grupo se fortaleció, se singularizó. Por esa razón –y por alguna otra de naturaleza patrimonial, sospecho– se preservan las fachadas originales de ladrillo o madera, torres roídas y tanques oxidados sobre largas extremidades de acero que se elevan más allá de nuestra impudicia.

No todas las comunidades negras están siendo echadas grosera o elegantemente. Existen vecindarios en estado larval como English Avenue o Vine City, donde dioses pertrechados con sneakers Air Jordan, una bandana de terciopelo sobre la cabeza y la idea delirante de disparar sus rimas en los estudios de LaFace Records, merodean junto a espectros desdentados por la metanfetamina. Atmósferas erigidas sobre el resentimiento al blanco pero sin victimizar a los suyos, con las tasas más altas de pobreza y crimen. Los que a nadie se le ocurre edulcorar: los hijos y nietos de Jim Crow.

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Todos nos recomendaban ir a Helen: una pequeña villa alemana en medio del bosque Chattahoochee. «Creerás que estás en Alemania», «para un impacto total, visítala durante el Oktoberfest».

Habíamos estado en Alemania en ocasiones diferentes. Nunca coincidimos ni en Berlín, ni en Hamburgo, ni en Múnich: las únicas ciudades alemanas que conocemos. Hacíamos videollamadas todo el rato. Berlín era el primer destino que visitaba fuera de Cuba en toda mi vida. Él iba trazándome rutas, porque estuvo antes. Yo jugaba a ser una proyección suya. Desde su pantalla me veía escribir ridiculeces sobre los restos del Muro, en un esfuerzo infantil por desmarcarme de la tiesura que acompaña a los monumentos. Habíamos estado y no estado en Alemania, si es que por 15 días se consigue estar en otra parte más allá de tu lugar mental, del sitio en que eres. No penetramos Baviera, ni la capital del Reino de Prusia, ni la del Tercer Reich, ni la de la República Democrática Alemana, porque el turismo no penetra nada, se mueve en una dimensión plana, sin profundidad: la apariencia de desfile.

¿Cómo un pueblo de la América confederada sería capaz de remitirnos a ninguna parte? ¿Qué significa estar en Alemania o en Burundi? ¡Si ni siquiera a la altura de un año podía dimensionar qué significaba estar en Estados Unidos o, con menos ambición, Georgia, incluso Atlanta! ¿El «estar» lo otorgaba acaso la arquitectura? ¿Las «atmósferas» de una ciudad? ¿Las interacciones con su gente, con el espacio físico? ¿La comida? ¿La apropiación constante que hace el turista de lo folclórico, o de la candonga en que deriva lo popular? ¿Quién ha logrado, en verdad, abandonar ese sitio mental donde cobra sentido y sobre el cual se ha erigido, para integrarse de un modo creíble en el nuevo territorio? Y me refiero a formar parte de un espacio, no a acomodar ese espacio –o lo que en tu imaginario crees que es ese espacio– a lo que eres tú. Porque no se habrá viajado ahí.

Ser turista, o vivir en un nuevo territorio bajo la condición de un permanente turista, impondrá siempre la noción de un retorno. Se viajará o vivirá para y por el retorno. ¿Quién es ese viajero que, en un sentido estricto, jamás regresa al hogar mental? Debe existir alguien que haya conseguido perderse en la hondura de un nuevo paisaje, sin cartografías ni brújulas. Alguien que reivindique el extravío sobre la reafirmación del yo que termina siendo el turismo una vez que se retorna. ¿En qué punto de todas esas cuestiones me encontraba –o se encontraba una exiliada sin posibilidad de retorno físico a su región lingüística, cultural o afectiva–, cuando iba a Helen como van las sombras de los autos sobre el asfalto?

Tomamos una interestatal y varias autopistas ribeteadas por el otoño. Leí incontables vallas anunciando a un Cristo caucásico que emergía desde un difuminado del Photoshop. Después de algún timonazo la carretera se estrechó bajo una vegetación indiferente al camino y a los autos y al hombre. Los mensajes evangélicos eran entonces rotulados por manos imprecisas, sobre cualquier superficie que se sostuviera por sí misma. Abundaban más que las señales de tránsito. Enumeré las iglesias. Una por cada milla, pudiera decir. A veces la apariencia pertenecía más a un almacén que a un templo. Naves blancas sin ventanas, techo a dos aguas y una cruz donde pudo estar el nombre de una granja, o de una pequeña y antigua estación de trenes. Cada elemento de aquel paisaje encerraba un mismo y constante grito que yo era capaz de escuchar pero no de traducir.

Una tienda promovía la rebaja al cincuenta por ciento de sus únicas mercancías: armas y botas. Al lado, un sitio para comer chuletas de cerdo asado. El animal en el mismo orden de lo utilitario en que está un zapato o un revólver. El zapato: fabricado con la piel desollada de un animal. El revólver o el rifle o la ametralladora automática: el parpadeo antes del cual eres, después del cual no. Antes del cual eres un cerdo o un ciervo o una res o un humano, después del cual eres un mismo bulto inerte. El animal incorporado a ese otro animal que es el hombre, pero de un modo diferente al de una gacela cuando se incorpora al estómago del león. En medio de aquel relato de incorporaciones: uno, nosotros, el hombre. La criatura antropocéntrica en pleno alarde, todopoderosa, dadora de sentido, dueña de la vida, de la muerte y de lo que está después: un par de botas.

Pensé en el lugar que ocuparía el supremacismo blanco dentro del centro que ocupa el ser humano en relación al mundo. El supremacista blanco sería un dios que precede a los dioses que ya son los hombres. Me estremecí en el asiento del auto. Estaba yendo a Alemania, en pleno Oktoberfest, «para un impacto total».

Helen resultó ser cuatro cuadras con callejuelas perpendiculares a la arteria principal. Una maqueta. Más que mi paso por Berlín o Hamburgo, recordé las últimas obras del Ministerio de Turismo en Villa Clara, mi provincia: pequeños pueblos adoquinados, recreando la atmósfera colonial cubana, un detalle del parque de Remedios aquí y otro del de Trinidad allá, un barco pirata al lado de un tinajón y un campanario sin iglesia. Todo lo anterior flotando sobre un cayo que flota sobre el océano, coexistiendo con hordas de extranjeros y nacionales vendedores de collares, cuadros de Chevrolets y de Compay Segundo.

Había un hotel. Nos pareció desconcertante que alguien se atreviera a pasar la noche en un lugar-cartel, en una valla publicitaria. De pronto a cada huésped se le averió el carro, o iban de paso, porque sus verdaderos destinos estaban muy distantes de allí, pero debían comer y dormir, dije. La música llegaba desde una casona azul con varias terrazas: el núcleo y la periferia del Oktoberfest, porque no había espacio para más.

En la esquina de un puente una abuela negra parecía que cruzaba con su nieta negra. Pero en realidad solo insinuaban el acto. No recuerdo de qué parte de la maqueta salieron o a dónde se dirigieron. Más bien era una secuencia en bucle. Dos pasos y la niña se agachaba a recoger algo. Fueron las únicas personas negras que vi.

Antes de partir, cuando aún nos quedaban resquicios de duda sobre lo inquietante de aquel sitio, leímos los siguientes dos carteles en una tienda de sombreros de mapache y trofeos de caza:

1- This is America, love it or leave it.

2- We don’t call 911, we… (dibujo de una ametralladora).

***

«Durante el tiempo en que los machos no tienen cornamenta se sienten más vulnerables», según los tratados sobre ciervos que alguien ha de haber escrito y alguna biblioteca guarda.

«Por esa razón suelen buscar refugio entre la maleza y son más difíciles de observar».

Los científicos que documentan los ciclos de los ciervos observan. Sin embargo, el hombre y el hijo no son justamente científicos. Ellos han tomado su camioneta y han iniciado la montería.

«Si el macho es muy joven sólo tendrá unas astas sin puntas», lo cual lo convierte en un trofeo menor, aunque hay cazadores que no se andan con exquisiteces.

«Los venados pierden su cornamenta al final del invierno. El proceso se llama desmongue».

La presa no sabe que es presa, pero le ha salido una cuerna generosa. La cuerna de un venado es una gran cruz de hueso que carga el animal, de ahí que parezca abocado irremediablemente al desmongue.

Los ciervos son callados, como lo son los libros que en alguna biblioteca han de decir, sobre ellos, esto mismo.

El profeta Samuel cuenta en su libro del Antiguo Testamento cómo Dios le hizo pies de ciervo para que se sintiese más firme. Un venado se sostiene sobre cuatro agujas, como un bailarín grácil lo hace sobre dos. La presa está corriendo. El hombre y su hijo no han sido bendecidos con agujas gráciles. Persiguen al ciervo sobre cuatro neumáticos plásticos.

La presa entra y sale de una casa en construcción. Se ve a sí misma en el ojo de una cámara y vuelve a emprender su marcha. Alguien la detecta desde la distancia y comienza a grabarla mientras es animal, mientras es presa sin saberlo. También captura en la imagen al hombre y al hijo.

Dos autos contra una zancada animal. Los cazadores consiguen bloquearlo lateralmente contra una orilla. El ciervo se zafa y avanza. El segundo carro lo embosca. Descienden el padre y el hijo con sus armas cargadas. Insinúan. La presa ataca e intenta un escape, pero pronto se acabará el invierno y llegará el desmongue, entonces no habrá trofeo para nadie.

Un hombre negro llamado Ahmaud Arbery fue baleado tres veces por un hombre blanco el domingo 23 de febrero de 2020, mientras corría por Satilla Shores, Georgia.

Alguien documentó la cacería desde su celular.

Publicado originalmente en El Estornudo.

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