Tres niñas cubanas
Caen las murallas y los techos dejando ver pueblos enteros desnudos en diversas actitudes, las más de las veces implorando misericordia. Asoman brazos y piernas entre escombros. Hubo también un derrumbe en el cielo.
Vicente Huidobro
La niña Lisnavy discutía con el señor del helado en la calle ruidosa del parque del barrio. Su frozen chorreaba y quería que se lo cambiaran. Es difícil que alguien pueda tomarse en La Habana un helado con consistencia, pero a los 11 años uno todavía lo cree posible.
Su madre, sentada al otro extremo del parque, cerca de las dos casetas de correo ubicadas en la esquina de Vives y Águila, «acababa de darle un menudo para que fuera a comprar platanitos y tomates para la comida», dice a duras penas la abuela Margarita Rodríguez, quien también merodeaba por la cuadra en ese momento.
Lisnavy no llegó a comprar nada. Sus amigas de aula, Rocío y María Karla, la llamaron antes desde la acera del frente, quién sabe para qué. Era casi las cinco de la tarde cuando el balcón sin apuntalar de la casa 102, esquina Vives y Revillagigedo, se vino abajo. El barrio pobre de Jesús María –la desoladora postal de guerra de un conflicto bélico que nunca sucedió– enfrenta el mayor déficit habitacional y deterioro de viviendas del municipio de La Habana Vieja. Este, a su vez, es uno de los municipios más densamente poblados de la ciudad.
Las tres niñas, de 10 y 11 años, quedaron sepultadas bajo una maleza de muerte. Rejas, cosas contundentes, escombro, trozos letales. Una piedra, que eran dos vigas de hierro en cuyo medio se funde la losa, deshizo el cuerpo de María Karla.
«La piedra que yo cargué no sé ni cómo la cargué, no me cabe en la cabeza cómo pude quitar eso», dice Sergio Gutiérrez, vecino de la casa 104 y custodio de la escuela Quintín Banderas, donde estudiaban las niñas. «Más o menos tendría sesenta centímetros por sesenta, y diez centímetros de grosor. Pesaba».
Sergio llegó desde la otra esquina –Revillagigedo y Esperanza– porque pensó que se trataba de una pelea en los bajos de su casa, donde vive con su madre, su hijo y la novia de su hijo. Temió por ellos. Todo el mundo cree que un estruendo así le habla directamente a uno. Minutos después corría en dirección al derrumbe una madre que Sergio conoce. «Oye, tranquila, que no es la tuya», le dijo él. «Lo sé, lo sé», contestó ella, «pero igual déjame verlas».
La maestra Ramona, una señora respetada en la escuela y el barrio, bajó por la calle Vives en puntas de pies, y más tarde subió a su casa «hecha una bola de nervios, pero una bola», dice Jorge Ortega, un hombre flaco y locuaz. Días más tarde, la maestra Ramona sigue en ese estado de estupefacción.
La escena es fragmentada; el horror lo es. «¡Lisnavy!», gritó su madre Magdaly, desde la otra esquina del parque. Fue ella quien sacó a su hija de los escombros y la acostó en la acera del frente. «La única que salió con vida, mi nieta», dice Margarita. Se detuvieron carros en la calle, cargaron los cuerpos inertes de las niñas y arrancaron con la puerta abierta. Alguien recuerda haber visto cómo acomodaban en el asiento trasero un pie colgante, un pie pequeño.
Mujeres y hombres empezaron a gemir. Preguntas al aire, celulares encendidos. ¿Quiénes son? Madres descontroladas, algunos que filmaron y tomaron fotos. Chillidos, ¿quiénes son? Llantos, sus nombres, ¿qué niñas son? Voces, más madres. El barrio entero desembocando en las afueras de la casa 102 como una legión movida de igual manera por el espanto y el morbo, chupados por el tragante de la tragedia. ¿Quiénes son, quiénes eran? La gente hablando de ellas ya en pasado, haciendo en directo el cambio de una dramática conjugación verbal. «Todo rápido», lo define alguien, «una cosa muy rápida», y aún los presentes sin saber, puesto que poco aún se definía.
«Entre el polvo, cuando uno se fijaba, ya se veía una niña desmembrada», dice Sergio. «El cráneo abierto, el cuerpo molido, muy maltratada, como si la hubieran machacado. Estaban destrozadas, llenas de polvo, caras desfiguradas. Eran piedras muy grandes».
A esa zona entra el rescatista, pero no su cabeza. El pensamiento se interrumpe en el socorro justo para que el socorro sea posible. Luego el pensamiento, acumulado, se derrama. Sergio ha intentado taponearlo e igual se le desborda. «No he soñado porque yo no soy de soñar, pero sí me viene la imagen a la mente en cualquier momento, cuando estoy conversando, cuando miro para ahí, cuando estoy solo». Lo que se le aparece de golpe, eso que Sergio llama «la imagen», esa especificidad, ¿qué es? «Prefiero no pensar», añade, «porque todo el que estuvo ahí está medio jodido de la cabeza con eso».
Son hombres de más de cuarenta y menos de sesenta de edad. «Con 57 años que tengo, yo he visto lo que es y lo que no es», dice Jorge, «y este caso me sacó las lágrimas». Hace una pausa. «A mí sacarme las lágrimas no es fácil, y me las sacó». Tiene un rostro arrugado y seco como una semilla gris. ¿Cuándo fue la última vez que Jorge lloró? «Baf, ¿quién se acuerda de eso? La última vez fue en 2010, cuando enterré a mi madre, a una tía y a mi padre con 37 días de diferencia. Podrás imaginarte. Obligado había que llorar».
Parado en el límite del llanto, turbado, Dayán Poutú habla con silencios, y sus palabras son apenas el matiz agudo de una consternación que en él se expresa con más fuerza y pesar que en ningún otro. De su cara sin vigas, a punto de desprenderse, penden unos ojos arrasados, dos bulbos de tristeza.
También custodio en la escuela Quintín Banderas, Dayán se encontraba de guardia donde siempre suele estar, sentado en el quicio de la puerta de fondo que da a la calle Águila, cuando sintió el estruendo al doblar y pensó en su hija de 15 años. Llegó enseguida, la gente levantaba bloques. Ya Lisnavy estaba en la acera, Rocío también. Sergio cargó la losa y Dayán sacó a María Karla.
Hace un gesto de desgajamiento, las manos endebles, como si María Karla se le escurriera entre los dedos. «Tú me ves así conversando, pero yo no puedo dormir», dice. «Lo mismo me despierto a las dos que me despierto a la una». Dayán repite cada pregunta que se le hace. «¿Cómo se siente? En ese momento no se siente pesado ni se siente nada. Ese cuerpo es para salvar la vida, eso no es como si fuera un deporte. Cógelo y que se te caiga en tus manos. Eso es un salvamento y rescate, y yo no soy bombero».
Rocío y María Karla murieron al instante. Todavía en el hospital Calixto García, a unos tres kilómetros y medio de allí, Lisnavy peleaba sus últimos sorbos de aire, como si no supiera ya hacerlo, desaprendiendo, entrando en la apnea definitiva.
Vestía su uniforme de primaria, la blusa blanca, la saya y la pañoleta rojas. Era 27 de enero, vísperas del natalicio de José Martí, y Lisnavy acababa de ensayar en el parque el acto conmemorativo de los pioneros para el día siguiente, lo que llaman la parada martiana.
Enseguida llegó la policía al lugar, oficiales del Ministerio del Interior (Minint), y no se marcharían hasta mucho después. Según la gente, era ya algo tarde para la redención que el gobierno quería ensayar. Si no vas, eres indolente. Si vas, eres oportunista. «Vinieron una pelota de descarados con carros cómicos todos», dice Jorge. «No vi a ninguno en un Lada o en un jeep Uaz. Los vi a todos en carros cómicos». La plana mayor de eso que Jorge define con inmejorable precisión como «una pelota de descarados» estaba compuesta por el Primer Secretario del Partido y el gobernador de La Habana, Luis Antonio Torres Iríbar y Reynaldo García Zapata, respectivamente.
Delante de ellos, Dayán se desató. «Me puse a gritar allí en la esquina que mis hijos estaban en la calle, que miren lo que había pasado, que por culpa de esto». «Y había coroneles y generales de la policía», apunta Jorge, para resaltar el valor de los gritos de su amigo.
«Ah, y a mí no se me puede tocar», les dijo Dayán. «No se me puede tocar». «No, estos no son momentos de eso», dice que le dijeron.
El balcón desplomado en la casa 102 daba a la calle Vives, pero aún quedaba otro hacia Revillagigedo en estado similar. Esa misma noche una brigada de la constructora Secons apuntaló el balcón y recogió los escombros del otro, mientras los vecinos organizaban una vigilia por las niñas. Hubo velas, coronas de flores, cartas de amigos de la escuela, osos y otros animales de peluche, un unicornio inflable.
En la casa que había en los altos del número 102, ahora un hueco, vivió Dayán por casi veinte años, justo antes de que Secons comenzara la demolición del inmueble hacia noviembre de 2019. Ahí vivían 11 personas, casi todos niños. Según las últimas cifras oficiales, publicadas en 2017, en Cuba había un déficit de 883 mil viviendas y casi un cuarto de ellas se encontraban en La Habana, donde, para 2016, unas 34 mil 400 personas vivían en hogares en los que sus vidas peligraban. Desde entonces estos números han aumentado.
Primero cayó una viga de la parte delantera de la casa, y la familia de Dayán se arrinconó en el fondo, hasta que tuvieron que dispersarse. Algunos pararon en albergues, otros bajo el techo de otros familiares, y así. Ahora Dayán vive, o más bien duerme, en Nuevo Vedado con dos de sus hijos.
«El contrapeso es la estructura interior que calza la viga y no deja que se desprenda y se caiga. Al quitar toda la pared de arriba, la viga quedó en el aire», dice Jorge, refiriéndose a la viga que sostiene los balcones y que solo se adentra un tramo en la estructura interior. «La mañana siguiente yo estaba en el bar de la esquina», cuenta. «Había un compañero del Minint, y vi cómo movieron una de las vigas del balcón que quedaba y la sacaron con la mano. La tiraron al medio de la calle y le tomaron todas las fotos habidas y por haber. Ese era, coincidentemente, el tramo que se cayó y mató a las niñas». Los balcones estaban sueltos.
Una nota publicada en un medio de propaganda oficial poco después del accidente pone en boca de un entrevistado cierta versión que atenúa la responsabilidad del Estado y culpa directamente a los paseantes. «Venían un día, tumbaban tres ladrillos y se iban. Después colocaban la cinta amarilla para que las personas no pasaran. Pero la gente es negligente, las cortaban, incluso los choferes, para no dar una vuelta de más, pasaban por encima. Después no quedaba nada que señalara el riesgo», dice el testimonio.
La experiencia, en cambio, dicta que no parece haber gente menos negligente con las señales de derrumbe, ni que conozca más del asunto, que quienes saben que el derrumbe puede en cualquier momento caerles encima. Una enfermera, de pie en la acera bajo un balcón de Águila y Misión, brinca a la calle en un rapto y se dice en voz alta que cómo se le ha olvidado, que ahí no puede pararse. Otro, un policía amigo de Sergio, cuenta que por Monte unos carros le pitaron y le dijeron: «Oficial, coja la acera», pero que él no coge la acera para nadie. El susto cuelga sobre las cabezas desprotegidas. «Por aquí vas a tener dos o tres derrumbes en estos días. Creo que por allá alante había uno hoy», dice Sergio al cabo, con cierto desdén, acostumbrado. Tanto riesgo potencial destroza la idea ligera de que hechos de este tipo son solo resultado del azar.
La versión oficial de la demolición en la casa 102 no le gustó nada a los residentes de Jesús María. «Ahí nunca hubo apuntalamiento, jamás», se exalta Alberto Naranjo, cocinero de la escuela Quintín Banderas y vecino de la calle Águila. «Vino la gente de la brigada y nunca puso nada ahí. Jamás se puso una tira amarilla de esas que dicen ellos. Los trabajadores nunca tuvieron cascos, y esa noche les pusieron cascos para que apuntalaran el otro balcón. Tuvo que pasar todo eso para hacer lo que hicieron ahí. Hubo que esperar la muerte de las tres niñas para poner… en fin, una cosa increíble».
La última vez que Alberto vio a Rocío, la niña estaba sentada en los bajos de su casa con su larga saya negra, a punto de salir para sus clases de baile español.
«Las tres eran lindas, las tres eran lindas, las tres eran lindas», repite Dayán, y se pasa la mano por la cara como si se quitara una suciedad. «Sexto grado, las tres de la misma aula».
El duelo
Días después las gentes se paseaban mirando las ruinas. No quedó una sonrisa en pie. Pasaban los fantasmas con los ojos cubiertos aullando, y un hombre enloquecido saltaba de cabeza con el puñal en la mano buscando a un Dios culpable.
Vicente Huidobro
Las niñas vivían casi equidistantes del lugar de sus muertes, un punto central a menos de 200 metros de cada una de sus casas. Rocío, en la calle Esperanza; Lisnavy, en Águila; María Karla, en Vives y Factoría.
Cerca de la casa 102 hay en una ventana varios racimos de plátanos colgados de una reja abierta. También hay lechugas de un color anémico y guayabas maduras y verdes amontonadas dentro de unas caretas de ventiladores devenidas cestas metálicas.
Una rara quietud sobrevuela Jesús María. En el parque hay tres, cuatro ceibas, y la estatua de un tal Manuel Jesús Doval, «eximio orador y sabio maestro de la juventud habanera». La escuela tiene un campanario de iglesia. Paredes amarillas, techo de tejas, cúpula marrón. Los charcos de agua insalubre en la calle Vives, con pésimo sistema de alcantarillado, reflejan como un espejo turbio ese paisaje que parece de otro tiempo, pero que es de este, rematado por un cielo solemne y plomizo.
Pareciera que le fue sacado el sonido al lugar, manteniendo, sin embargo, la gestualidad estridente. Es la cinta muda de un carnaval de tristeza. Dos adolescentes pasan por el parque y no parecen escuchar nada, o lo escuchan solo para ellos, pero se mueven como avezados bailarines de «reparto», la versión más radical del reguetón cubano; un estilo desaliñado, descaradamente ruidoso y con una base rítmica muy identificable que ha surgido en barrios habaneros pobres como este.
La cultura oficial odia el «reparto», quiere esconderlo, así como la política oficial quiere esconder Jesús María, esa postal incómoda de miseria y vicisitudes evitables. «No se admite música», dice Sergio, «el barrio se paró, y este barrio es el día entero con una bocina puesta afuera. Aquí la bulla es algo serio. Ensayos de rumba, un culto con sus cantos religiosos».
Los vecinos pensaron diseñar una tarja y ponerla en el lugar del accidente, pero la idea se diluyó. El domingo siguiente al derrumbe, la Iglesia de las Mercedes ofreció una misa a las niñas; se escucharon canciones infantiles. Dayán asistió, como también asistió al velorio y al entierro. Sobre esos eventos dice unas palabras cargadas inconscientemente de una ironía feroz, palabras de dos verdades: «El gobierno atendió muy bien en la funeraria. No hay queja del gobierno ahí. Lo que fue la funeraria, el cementerio… el gobierno se comportó muy bien con la familia y con los que estaban. Esa parte sí no nos podemos quejar». Sergio, en cambio, decidió no ir a nada. Dayán visita todos los días a las familias. Sergio no sabe cómo mirarles las caras.
De manera paralela, el Minint había comenzado sus investigaciones para encontrar un responsable. También se hablaba de un celular y una cadena supuestamente perdidos tras el accidente. Los rescatistas no vieron nada. «Eso seguro se fue cuando recogieron los escombros», dice Sergio. «¿Quién va a ponerse a robar algo a esa hora?» A él ya lo habían citado para una conversación en la estación de Picota. Todavía faltaba Dayán. Lo buscaron en su horario de guardia, pero Dayán logró posponer el encuentro.
«Esa gente viene a buscarme a mí, para hacerme las preguntas que me van a hacer. Yo no sé por qué, si yo lo que hice fue recoger a una niña que se me caía de las manos», dice. «A ver, ¿explícame tú? ¿Qué preguntas me van a hacer?» «No tengas miedo», le dijeron los oficiales. «Miedo ninguno», contestó él.
El martes 4 de febrero, par de días después de la misa, se organizó espontáneamente un acto de homenaje en el parque del barrio. Iban a leerse algunos poemas, y un joven reguetonero, un repartero vecino, iba a cantar el tema que les compuso a las niñas y que ya los muchachos de la zona y también varios adultos se pasaban de celular en celular. El sitio se repletó.
«Este es un barrio que, cuando lo miras a la primera, tú piensas que es un barrio marginal», explica Jorge, «un barrio donde cada quien vive su mundo. No. Cada quien vive su mundo hoy. Pero si existe un problema de esa índole, es un solo barrio, es un solo mundo y es una sola persona. Un marco muy unido, demostrado estuvo ahí. Demostrado más que demostrado».
La policía movió el homenaje de las dos de la tarde para las cuatro, luego de las cuatro para las seis, y finalmente lo suspendió. «Dijeron que porque estaban las Damas de Blanco aquí, escondidas. Y aquí no había nadie. Eso era mentira. La policía estuvo hasta las doce menos diez de la noche y nadie se apareció», dice Alberto, el cocinero. ¿Entonces no vino ninguna Dama de Blanco? «Yo no vi ni blanca ni negra», suelta Dayán, todavía ofuscado. «Lo que había era cinco patrulleros en el parque», aclara Jorge.
Las Damas de Blanco son uno de los principales grupos de la disidencia política en el país. Invocar sus probables presencias le funciona al gobierno para suspender el acto organizado de manera colectiva porque ningún vecino quiere politizar las muertes, es decir, diluir en consignas la experiencia concreta.
Si bien eventos así en Cuba siempre traen una relativización de la tragedia en la pugna ideológica convencional, donde las víctimas pasan a un segundo plano y se instrumentalizan de modo grosero en función de defender al gobierno o de atacarlo con el lenguaje inflamado de costumbre, estas muertes sí tienen una carga política, en el sentido primero de que detrás de ellas hay una responsabilidad pública. No asumir eso supone un sesgo de tintes únicamente melodramáticos que, al despojar las muertes de su contexto puntual (niñas negras, clase baja, barrios cuasi abandonados), rebaja la magnitud y desvirtúa las causas de la tragedia, da rienda suelta a la impunidad y maneja una idea abstracta del dolor.
«Que me citen delante de Díaz-Canel. Él ahí y yo aquí, para que después me manden a dar un tiro en el cielo de la boca», dice Jorge. «Porque juzgo mi pellejo por el ajeno. Pudo haber sido la nieta mía, un hijo mío, la mujer mía. Pude haber sido yo».
En un celular modesto que le cabe en el hueco de la mano, Jorge pasa unas fotos difusas, diapositivas granulosas de varias de las fachadas y edificios de la zona con peligro de derrumbe que él ha ido pacientemente registrando en los últimos meses; una suerte de conciencia popular, de memoria cívica que nadie escucha. «Yo le dije al jefe de sector: «¿Tú eres jefe de sector? Entonces ocúpate de esto, de esto y de esto»», y señala las imágenes.
Acto seguido, como un cicerone de las ruinas, Jorge recorre algunos de los lugares del barrio que ha documentado. Columnas caídas de un almacén de la policía, balcones cuarteados, edificios inhabitables y siniestros como bocas de muertos en los que de noche se meten a dormir, junto a las ratas, emigrantes del oriente del país que no tienen un techo y mantienen un estatus ilegal en La Habana; también un inmueble ubicado en Cárdenas y Gloria cuya pared dice: «¡Viva el 26 de Julio!», un cartel que según Jorge habría que sustituir por otro que diga: «¡Ojalá llegue al 26!» De todos esos lugares, ninguno le importa más a Jorge que el frente, verdaderamente tenebroso, de la bodega ubicada en la esquina de Vives y Florida.
Una grieta profunda recorre la pared de arriba abajo, y de los ventanales superiores apenas cuelgan unos pocos cristales dispersos. «Yo ya estoy cansado de hablar con Pedro, el jefe de Atención a la Población en el Gobierno, y estoy cansado de hablar con Marlén, la encargada de Construcción», dice. «Ahí hay también un almacén de la ANAP [Asociación Nacional de Agricultores Pequeños] y, según tengo entendido, el administrador o el director del almacén fue a Vivienda, y de ahí lo mandaron para Planificación Física, y de ahí para Vivienda, y de ahí para Planificación Física. Lo pelotearon, y se trata de un señor mayor que no puede darse el lujo de corretear La Habana».
A Jorge le molesta de modo particular que uno de estos días, después del derrumbe del balcón de la casa 102, un camión de la empresa eléctrica con una grúa Tadano demolió dos columnas de una casa ubicada justo frente a la bodega, y luego no trabajaron más. Él protestó. «Marlén me dijo, vía telefónica, que se estaba haciendo el estudio, porque para demoler el bodegón hay que apuntalarlo. Mi santa, yo no te digo que no lo apuntales, lo que no puede ser en 2022. Tiene que ser la semana que viene». Toma aire y vuelve: «Seguimos con la indolencia de decir que el bodegón no se ha demolido porque hay que hacer no sé qué documento y tiene que autorizarlo no sé quién. Los clientes de la bodega y la carnicería van a ser cadáveres de la estructura del edificio. Porque algún día se tiene que caer, no hay fallo. En un final, no hay respuesta. Ya no hay forma, no hay adónde ir».
No se trata de una perversidad gratuita, sino de la maldad de la ineficiencia.
De puertas para adentro, las situaciones no son muy distintas. Alberto, el cocinero, vive en los altos de Águila 918, entre Misión y Esperanza. Hay que subir unas escaleras angostas, y luego pasar una serie de espacios abiertos, entre ellos un puente estrecho de vértigo y cemento, para llegar a su vivienda derruida. Derrumbaron al lado de su casa y a él lo dejaron sin techo y sin pared lateral.
Alberto culpa al gobierno y se queja de una serie de funcionarios municipales y provinciales que no lo escucharon nunca y le sugirieron que se olvidase del asunto. Su casa, ese día, estaba inundada de un agua infecta que él sacaba con palas y botaba al patio para que escurriera. Había ido a todas partes, hasta al Consejo de Estado, y había pernoctado afuera de cada una de las instituciones –Partido, Gobierno, Atención a la Población. Largas esperas de sesenta días, luego de tres meses. Su expediente de albergue lo habían botado, pero, según él, «si llevo los 200 dólares, me lo dan». Es el cocinero de la escuela, y duerme a la intemperie, con unas mal puestas planchas de zinc encima.
La religión yoruba tampoco parece haberlo ayudado mucho, pero es una especie de refugio. Su padrino, el babalawo Angelito, es justo el padrastro de la niña Rocío, a quien adoptó desde que ella tenía dos años. Como buen ahijado, Alberto pasa cada vez que puede por la casa de la calle Esperanza y cruza palabras con Angelito. Por ahora la familia no quiere hablar con nadie más. Desde el cuarto de arriba, solo se escuchan los gritos de Gloria, la madre, una mujer de 35 años. En un ambiente de duelo generalizado, las madres son el estado último del lenguaje, ahí donde la palabra se deshace y todo queda dicho.
Esa seguramente sea la razón por la que ahora la casa de María Karla está cerrada. Sus familiares volvieron, por lo pronto, al lugar del que salieron antes de mudarse a La Habana hace unos pocos meses. La niña llevaba en la escuela apenas desde septiembre.
A su vez, Magdaly, la madre de Lisnavy, se fue a dormir a la casa de su marido, porque acostumbraba dormir en el cuarto con su hija y ahora no puede permanecer ahí. Ella le entregó a la maestra de Lisnavy los libros de texto de la escuela para que otro alumno pudiera aprovecharlos el curso entrante. También botó las libretas a medio terminar de su hija. Páginas en blanco, ejercicios abruptamente interrumpidos, lecciones que ya nadie iba a escribir.
En el tercer piso de un edificio al fondo de la escuela Quintín Banderas, la familia había improvisado en la sala, al lado de una mesa de mantel blanco, un altar íntimo, modesto, austero en su representación del sufrimiento. Se veía una foto de Lisnavy en un marco rosado, una piedra severa y encima una copa de agua con una cruz dentro. Había un búcaro con girasoles y margaritas. El retrato y la piedra se apoyaban sobre una edición verde chillona con letras rosadas de Alicia en el País de las Maravillas, quizá un libro que a Lisnavy le gustaba.
«Es mentira eso que se comenta, que nos dieron dinero», dice Margarita desde su sofá, compungida, la voz raspada. «No nos han dado un peso, pero el Estado se portó muy bien con nosotros». La acompañaban otra hija, una nieta y otro familiar. Todos serios, medio desfallecidos. Unos minutos después, Margarita volvió sobre el mismo punto: «El Estado nos dio de todo. Hubo buenas atenciones». ¿Qué cosa era buenas atenciones? «Nos llevó y nos trajo del velorio y del cementerio. Nos puso carros, nos puso café, nos puso meriendas».
Justo cuando Margarita contaba que había vivido sus 65 años en Jesús María, Magdaly entró por la puerta como un aluvión de rabia que barrió con todo. Mulata, no muy alta, ojos verdes, el pelo corto pintado de amarillo. Gritó que no quería a nadie allí. Gritó más cosas, muchas. Un grito ahogaba al otro en su garganta y a veces dos gritos se mezclaban y una serie de sonidos atarugados le salía a trompicones desde las entrañas, la lengua de la furia batiéndose sola en un remolino de improperios. Cuando respiraba parecía tragarse todo el aire de Jesús María. Hasta que gastaba esa reserva y se apagaba, y de nuevo volvía.
Pero ese mismo viernes, un poco más tarde, en una casa de Vives entre Florida y Alambique, algunos ya empezaron a escuchar el irresistible himno del «reparto» llamado Normalmente, un tema interpretado por el reguetonero Wildey y el dúo de Yomil y el Dany. Nadie mandó a quitar la música ni dijo nada. En el umbral de la noche, hundidos en la luz opaca de un garaje de puerta verde, niños y niñas del barrio bajaban hasta el suelo y bailaban sonrientes. Estaban vivos, llenos de energía. Era una fiesta pequeña entre globos amarillos y coches de bebés.
Habían pasado 11 días. Algo empezaba a quedar atrás.
Publicado originalmente en El Estornudo.