Sombras chinas

El Estornudo
3 min readAug 10, 2022
Cementerio chino de La Habana / Foto: Katherine Perzant

Por Katherine Perzant

«Arpa donde florecen tonadas de otros tiempos,

déjame pasar las manos por tus cuerdas». Marguerite Yourcenar. El último amor del príncipe Genghi

Las tumbas del cementerio chino de La Habana tienen esa quietud y estilo que acompaña a casi todo lo que proviene de China. No me refiero, por supuesto, a los productos seriales, hablo de ciertas porcelanas, bordados y pieles… Algo en esas tumbas, aunque ninguna podría catalogarse de suntuosa, recuerda a una flor bien pintada, perfectamente pintada.

De los árboles que inundan de hojarasca las callejuelas bajan gorriones y palomas que picotean los apellidos Tam, Le, Chang, Chiong. Por encima del muro que limita el cementerio, el horizonte de cláxones. La ciudad donde todavía se vive.

Cementerio chino de La Habana / Foto: Katherine Perzant

Sobre algunas tumbas hay rosas púrpuras y buganvilias dentro de floreros de barro, y también cabezas de dragones pintadas o esculpidas, grullas que giran sobre el mármol veteado…

Algunas tumbas están techadas con tejas españolas, y en su mayoría tienen el formato triangular de los aleros asiáticos, para que el agua de lluvia ruede y se escurra.

Nadie cuida el cementerio, o si alguien lo hace está escondido. Muy bien escondido. La reja enorme está abierta y en la hora que me toma deambular por el espacio, descubrirlo, solo entran dos mujeres jóvenes y un hombre que carga un ramo de espadas de Changó. Desaparecen los tres con sigilo ensayado detrás de los últimos árboles, que son unos ficus nudosos, centenarios.

Cementerio chino de La Habana / Foto: Katherine Perzant

Lo que te recibe al entrar al cementerio es una fila de botes de basura, unos cinco, donde deben ir a parar todas las flores y las hojas muertas pasados algunos días. Y frente a los botes, queda una pequeña caseta, oscurísima, donde hay unas inscripciones borrosas, ininteligibles y un par de celosías por donde entran, cayendo, tres líneas de sol.

Los libros de rezos sobre las tumbas contienen mensajes de amor y gratitud con la simpleza de un grano de arroz. No hay promesas desquiciadas, ni al parecer algún chino fue «el mejor padre del mundo o la bellísima esposa», no hay esa intensidad occidental.

Todo es leve.

Y blando.

Son palabras escogidas, como caricias.

Cementerio chino de La Habana / Foto: Katherine Perzant

La jardinería tiene un verdor insólito, casi de regocijo, que no es común en los cementerios, y las bases de ciertas tumbas están pintadas de un amarillo que recuerda al polen, al pan de oro.

Hace muchos años, cuando vivía en la Ciudad de Holguín, fui a comprar un pájaro a la casa de un vendedor chino. La casa del vendedor estaba repleta de jaulas de alambre y cedro que él mismo fabricaba. Unas cien jaulas, distribuidas por todas las paredes. Y adentro, los sinsontes y los bijiros y las viuditas cantaban. Era una casa desprovista de bienes, apenas una mesa, un televisor y algunas fotografías. Después que pagué por el pájaro, le pregunté al vendedor dónde había nacido y me respondió que en Beijing, hacía ya ochenta años. Había venido a Cuba con quince, y aquí se quedó, tuvo una esposa, sus hijos, aquellos pájaros que criaba y luego vendía para vivir en una isla del mar Caribe, a miles de kilómetros de su país ancestral. Tenía, mientras hablaba, el tono sereno de los inmigrantes que han domado la nostalgia.

Ese es quizá, el único chino radicado en Cuba que haya conocido. Era de apellido Li.

Solo recuerdo sus ojos, profundamente rasgados.

Cementerio chino de La Habana / Foto: Katherine Perzant

Publicado originalmente en El Estornudo.

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Revista independiente de periodismo narrativo, hecha desde dentro de Cuba, desde fuera de Cuba y, de paso, sobre Cuba.