Soldado de bata blanca (I)
Por Radamés Martínez Puig
–Mucha suerte –se despide el taxista luego de cobrar y desaparece en su auto por la carretera.
Elsa, algo agobiada por el viaje, le pide entonces a Ernesto, su esposo, unos segundos de descanso para que ella y su madre puedan echarle un último vistazo a Venezuela antes de abandonarla para siempre. Él acepta, pero no vuelve la cabeza, sino que mantiene la mirada fija en ese horizonte interrumpido por lo que parecen pequeñas construcciones bien dispuestas al otro lado del río Arauca y la frondosidad de la llanura colombiana que se levanta más allá, hasta perderse en un infinito de arbustos. Mirar hacia atrás, piensa Ernesto, da mala suerte, más cuando queda tanto camino por delante; mucho más cuando lo que se quiere es escapar. A su espalda no queda nada para él, o sí, pero ya tan lejos que ni siquiera vale la pena voltearse.
Luego de la pequeña pausa, la familia emprende la marcha y abandona la carretera. El tramo que lleva a la orilla del río es bastante corto, pero se les hace pesado, sobre todo a Ernesto, quien arrastra una maleta de 35 kilogramos y también carga un maletín. El equipaje va compuesto, principalmente, por botellones de agua, toallas húmedas y mucha ropa. Según sus planes, el resto de las cosas que necesiten a lo largo de la travesía hasta Lima, donde vive el padre de Elsa, las comprarán por el camino con el poco dinero que llevan encima, siempre buscando los precios más bajos. Los demás gastos del viaje serán costeados con los dólares que prometió enviarles un primo de Ernesto radicado en Miami, Florida, y otros más que les mandará su tío, quien también vive allá. No obstante, para recibir el dinero, primero hay que llegar a Bogotá lo antes posible.
En teoría, esta zona fluvial debiera estar poco poblada. Sin embargo, los tres advierten con facilidad varias postas de la Guardia Nacional Bolivariana indistintamente situadas en varios puntos cercanos a la orilla.
–Si los ven, no les tengan miedo. Ellos no se meten con los que cruzan. Si están ahí es porque del otro lado andan las guerrillas colombianas, las del ELN– les había dicho el taxista de camino entre el puente internacional José Antonio Páez y este rincón fronterizo del estado de Apure.
Casi 300 kilómetros de río son el límite natural entre el sur del estado venezolano de Apure y el departamento colombiano de Arauca, mientras que el resto del cauce se extiende hasta el Orinoco, donde desemboca. Durante los últimos años, buena parte de los millones de venezolanos que todavía huyen de la grave crisis general que atraviesa el país han usado esta vía de escape. Las noticias, en cambio, prefieren concentrarse en la ruta que lleva a la ciudad de Cúcuta, espacio de continuo enfrentamiento entre las fuerzas chavistas y la oposición. Ahí, casi a diario, infinidad de personas cruzan el puente fronterizo o se escabullen por las trochas aledañas. La ruta hacia Cúcuta no solo condensa el panorama político de la nación bolivariana, sino que dibuja el retrato descarnado y perfecto de la ola migratoria más grande de la historia reciente de la región. Sin embargo, en Arauca, el ecosistema del cruce resulta algo más complejo, pues, además de los emigrantes, están los apureños que van a Colombia para recibir, digamos, tratamiento médico, o para trasladar mercancías para los negocios de venta callejera, y también los miembros de las guerrillas del Ejército de Liberación Nacional (ELN) que, según denuncias del gobierno colombiano, atraviesan el río para escapar de las redadas del ejército.
Finalmente, Ernesto, Elsa y su madre llegan a los márgenes del río, donde descansa una pequeña fila de botes artesanales con viejos motores incorporados. Los dueños esperan a los viajeros que buscan cruzar. Ernesto es el primero en bajar la traicionera pendiente de rocas y barro que dejó la última crecida del río. Lo hace con lentitud, intentando que el equipaje no ruede cuesta abajo y sirva de apoyo a Elsa, mucho más precavida en el andar. Hace cuatro meses un médico le confirmó que estaba embarazada. Por último, baja la suegra de Ernesto. Una vez en la orilla cenagosa, la familia desembolsa 150 mil bolívares, actualmente unos 1.30 USD, y suben a una lancha con forma de canoa comandada por uno de los habitantes de la zona. En pocos minutos recorren el ancho del Arauca, de unos 150 o 200 metros, según cálculos de Ernesto. Más que navegar, parecieran ir a saltos sobre la superficie del río. Quien maneja el motor les dice, sonriente, que estén tranquilos, que la lancha es segura; pero la inestabilidad los obliga a agarrarse de las tablas para no caer en las aguas carmelitas que arrastran el lodo de las orillas y, eventualmente, los residuos escapados de oleoductos defectuosos o saboteados.
–¿Y para dónde ahora? –pregunta la madre de Elsa.
–No estamos perdidos –dice Ernesto, y echa mano a su móvil para consultar su ubicación en Google Maps–. Este es el Malecón de Arauca y tenemos que llegar al centro de la ciudad. Pero bueno, ya estamos en Colombia, ¿no? Ya no nos puede pasar nada.
Atravesar el río, en verdad, representaba un cambio de planes en la ruta que los tres habían trazado unos días atrás. No era un gran cambio, pero se habrían ahorrado unos pocos kilómetros si esa mañana no hubiesen tenido que tomar un taxi y abandonar como fugitivos el paso fronterizo del puente internacional José Antonio Páez. Allí, cuando Ernesto mostró su pasaporte y otros papeles, el funcionario de migración le dijo:
–Usted no está autorizado a salir de Venezuela.
–¿Cómo que no estoy autorizado? Mire, si aquí tengo mi pasaporte, todos mis papeles…
–Doctor, usted es cubano, y no está permitido que los dejemos salir. El gobierno tiene establecido que no dejemos cruzar a ningún desertor.
***
Excepto por el lejano día invernal en que nació su hija, Ernesto David Rodríguez jamás fue tan feliz como cierta tarde de abril de 2019, cuando le comunicaron por teléfono que en una semana iría a Venezuela en calidad de voluntario de la misión médica cubana en ese país. La próxima gran alegría, imaginaba, iba a llegar en 2022, una vez terminara la misión y volviese a casa junto a sus padres, sus hermanos, su abuela y su niña pequeña. La niña entonces tendría once años, edad suficiente para comprender que su papá se marchó solo porque allá, en los cerros venezolanos, ganaría en tres años lo que en el policlínico donde trabajaba tardaría veinticuatro.
En realidad, la idea de irse a una misión médica en otro país venía rondándole en la cabeza desde el 2017, cuando se ofreció de voluntario para viajar a Brasil como «cooperante internacionalista», que es el término que más gusta en Cuba para nombrar a los profesiones de la salud que son enviados a tales misiones. Entonces era un médico de veintinueve años y con poca experiencia como especialista en Medicina General Integral, que trabajaba en el Cuerpo de Guardia del policlínico «José Martí», en Santiago de Cuba.
En aquella ocasión también le habían llamado por teléfono, casi de sorpresa, para decirle que en dos días debía presentarse en una residencia en el municipio Cotorro, en La Habana, donde pasaría algunas capacitaciones, incluido un modulillo de portugués básico. Solo después de aprobar, su nombre integraría la enorme lista de aspirantes que, una vez de vuelta a sus provincias, irían escogiendo gradualmente para partir al extranjero.
Ernesto, que es del tipo de personas dada a los buenos tratos y la confianza, hizo muchos amigos en el mes que pasó en la residencia, a quienes, ya de vuelta en Santiago, despidió cuando los enviaron a Brasil. En La Habana, dormía junto a los demás aspirantes en pequeños cubículos abarrotados de literas, y con ellos compartía también un mismo baño y las horas libres que empleaban en pasear por la capital y jugar fútbol. En Santiago, muchas veces se reunieron para hablar, principalmente de quienes habían sido seleccionados. Aunque estaban reincorporados a sus rutinas laborales en distintos centros de salud, todos recibían cada mañana con la ansiedad temerosa propia de los soldados acuartelados que esperan la orden de combate. Ernesto sabía que, si lo llamaban, le esperaban tres años de trabajo lejos de su familia, tal vez en una posta médica de paredes de tablas viejas emplazada en alguna aldea perdida de la Amazonía. Imaginar la soledad que probablemente le aguardaba le hizo dudar más de una vez sobre su decisión, si era correcta o no, pero luego pensaba en el dinero que ganaría y los remordimientos se disolvían de golpe.
La misión médica cubana en Brasil, organizada por ambos países en coordinación con la Organización Panamericana de la Salud, contaba con mayor presupuesto que los demás acuerdos comerciales de cooperación sanitaria realizados por la isla, a excepción, quizás, del venezolano. El acuerdo, en verdad, establecía que el salario pagado por el Estado brasileño a cada uno de los médicos cubanos promediaba unos 4 000 USD, dato que no se les revelaba a los galenos en el contrato. El gobierno de Cuba, por su parte, legalmente se tomaba la atribución de quedarse con alrededor del 75% de este monto y entregar a sus profesionales el resto, siempre y cuando estos completasen los tres años de misión y regresaran a sus antiguos puestos laborales. Los casi 3 000 USD depositados en las arcas de La Habana por cada uno de los 20 000 cooperantes que fueron enviados durante cinco años a Brasil, unido al pago de las otras 66 misiones en el extranjero, sumaban para la pequeña y devastada economía nacional una cifra extraordinaria que, según afirmaban las autoridades gubernamentales, era invertida exclusivamente en el Sistema Nacional de Salud y Seguridad Social. De tal forma, salvar vidas en otros países parecía la única manera de salvar vidas en Cuba.
La televisión nacional no escatimaba elogios para con los cooperantes cubanos ni esfuerzos para disimular el carácter comercial de sus servicios. «Orgullos de la Patria», «ejemplos de desinterés», «paladines del internacionalismo y la solidaridad», son solo algunos de los epítetos más repetidos por el discurso oficial de los medios. Sin embargo, a Ernesto poco le importaba el aura heroica que pretendían pintarle a él y a sus compañeros. Nunca se vio como un héroe. Tampoco le inquietaba, como sí a muchos, esa parte del dinero de la cual se apropiaba el gobierno y que, junto a otros pagos por servicio de salud, resultaba en las estadísticas anuales la principal fuente de ingreso de divisas al país, muy superior a cualquier otro rubro exportable cubano y el doble de rentable que el sector turístico. Sus preocupaciones eran otras, como arreglar su casa, comprarle ropas y juguetes a su hija y darle a su abuela, de unos deteriorados ochenta y tres años, la vejez que merecía.
A pesar del evidente carácter comercial de las misiones médicas, existen algunas pocas, como en Haití y ciertas naciones africanas, prácticamente libres de pago, o eso afirman las autoridades cubanas, quienes no ofrecen datos sobre el dinero que reciben por cada acuerdo de cooperación. También las dos primeras misiones del período revolucionario, enviadas a Chile y Argelia a inicios de la década de los 60´, fueron gratuitas; aunque tal vez la segunda se tratase de una especie de favor de Fidel Castro al líder argelino Ahmed Ben Bella por hacer éste de mensajero en las conversaciones secretas entre La Habana y Washington en busca de entendimientos diplomáticos. Fue también Fidel quien en 2005 bautizó a sus médicos como un «ejército de batas blancas», cuando preparó el envío de un destacamento (conocido como Brigadas Henry Reeve, en honor a un soldado norteamericano que murió en las guerras independentistas cubanas) al sur estadounidense afectado por el huracán Katrina. George W. Bush rechazó finalmente la ayuda, consciente de que la solidaridad de los galenos cubanos era el as bajo la manga de Fidel Castro ante la comunidad internacional que le acusaba de violar derechos humanos en la isla, y también el argumento predilecto en su retórica de enfrentamiento a los Estados Unidos. En Cuba, las «políticas de salud» siempre se han entendido en términos de «salud para hacer política».
Conforme pasaban los días, la posibilidad de irse a Brasil se hacía cada vez más lejana para Ernesto. Lo habló con varios de sus viejos amigos de la residencia que quedaban y todos pensaban igual: jamás los llamarían. Mientras tanto, desesperanzadoras noticias llegaban a Cuba desde Brasilia. Las fuerzas conservadoras se reordenaban en el poder, luego del impeachment al que fue sometida la expresidenta Dilma Rousseff. Michel Temer, quien asumió la presidencia interina, encauzaba en aquel momento un proceso penal por corrupción contra el líder del Partido de los Trabajadores, Luiz Inácio Lula da Silva, lo cual allanaba el camino para una rotunda victoria electoral de la ultraderecha. De tal forma, las principales figuras brasileñas aliadas a Cuba quedaron atadas de manos para defender el programa de cooperación sanitaria en su país, llamado Mais Médicos (Más Médicos, en portugués).
En Santiago de Cuba, Ernesto alternaba los horarios laborales y el tiempo que le dedicaba a su familia con la lectura medianamente exhaustiva de cuanto publicaba la prensa sobre los acontecimientos que sucedían en Brasil. Así supo que, tal como se esperaba, el exmilitar conservador Jair Bolsonaro asumía como nuevo presidente del país. Estuvo también al tanto del discurso en el que Bolsonaro, ya investido, expresó que los médicos cubanos estaban en su país para «formar núcleos de guerrillas», así como de la vez en que condicionó la continuación del programa Mais Médicos a 1) la aplicación de pruebas de suficiencia profesional a los cooperantes, 2) al pago íntegro de sus salarios y 3) a la libertad de poder llevar a sus respectivas familias a la misión. El gobierno cubano, luego de catalogar tales condiciones como «hostiles, irrespetuosas, ofensivas e inaceptables», retiró a su personal sanitario de Brasil. De los más de 8 000 cooperantes que se encontraban allá en noviembre del 2018, cerca de 1 800 decidieron no volver, aunque meses más tarde les fue extendido el privilegio excepcional de poder regresar a la isla. En su revisión diaria de la prensa, Ernesto apenas reparó en los artículos que solían tildar a los renegados de traidores y desertores. Estaba todavía muy lejos de imaginar que en solo doce meses se convertiría en uno de ellos.
En los últimos días de abril de 2019, de vuelta en la capital, Ernesto subió las escaleras de la nueva residencia donde, según le dijeron, pasaría un tiempo corto antes de irse a la ansiada misión en Venezuela. Llevaba una bata blanca de doctor y una maleta en cada mano con sus pertenencias. El edificio quedaba emplazado entre los toscos bloques de hormigón de la Universidad Tecnológica de La Habana «José Antonio Echeverría» (CUJAE). Ernesto destilaba optimismo, lo embargaba la corazonada de que esta vez sí viajaría. Un año después, alguien le preguntaría si se arrepentía de haber deseado tanto aquella misión, a lo que contestó que en realidad no sabía y que, como fuere, no era su culpa.
–Ningún médico debería sentir esa obsesión por marcharse a otro país solo porque en el suyo el sueldo no le alcanza para comprarle zapatos a su hija. De hecho, nadie debería sentir eso –dice mientras camina, pegado a su celular, desde la relativa soledad de una tierra que no conoce.
***
Lo último que hizo Ernesto antes de subirse al avión que lo llevaría de La Habana a Caracas fue comprar desodorante y encontrarle un espacio en sus abultadas maletas. También cargar –incluso más que ropa– jabón, champú y varias libras de arroz, frijoles, azúcar y pastas. Nunca creyó que necesitara llevar consigo comida o algo tan insignificante como desodorante o algún otro artículo de aseo personal, pues suponía que en Venezuela le garantizarían un pequeño módulo de estos productos o, al menos, el dinero necesario para acceder a ellos. Sin embargo, pocos días atrás, uno de sus compañeros de la residencia había recomendado a los demás agenciarse todo lo posible antes de llegar al aeropuerto.
–Dicen que en Venezuela, fuera de una crisis tremenda, no hay nada más. Yo pienso llevar hasta varios tubos de desodorante y comida; y si fuera ustedes, también lo haría –había dicho su compañero una tarde en la que todos descansaban en sus cubículos de la CUJAE.
La mayor parte de los cooperantes de la residencia eran jóvenes bastante alegres, variopintos, muy dados a la camaradería. Había médicos, estomatólogos, enfermeros, técnicos y hasta choferes y contadores. En los ratos libres entablaban largas conversaciones y debates de los que Ernesto concluyó que todos, de una u otra forma, estaban allí por las mismas razones que él. Esa tarde, la plática fue especialmente interesante y distendida. Algunos decían que a principios de los 2000, cuando Fidel Castro y Hugo Chávez iniciaron el programa de cooperación sanitaria entre ambos países, a los médicos cubanos les albergaban en cómodos apartamentos y les entregaban cuotas mensuales de alimentos, las cuales incluían aceite, huevos, carnes, queso, frutas y leche. Por entonces, continuaron, la izquierda latinoamericana gozaba de buena salud y vivía sus mejores tiempos, su época dorada. El sur del continente era regentado por gobiernos progresistas que ganaban fuerza al amparo del petróleo venezolano, encarecido a sobremanera por esos años. La oferta cubana consistía en personal de salud a cambio de abundantes dólares y barriles de crudo. Luego Chávez murió, y, con él, el sueño de lograr la integración económica de la región.
Hasta cierto punto, la conversación entre colegas le resultó incómoda a Ernesto. Después de intentar durante años enrolarse de voluntario en una misión, no iba a dejar que ningún cuchicheo de pasillos le convenciera de desistir. Tal vez fue por eso que estampó de inmediato, su firma en la hoja del contrato que días más tarde le presentaron los directivos de la residencia.
La estructura del sistema de mando de los organizadores de la misión es extensa y compleja, sobre todo si se cuentan, además de los funcionarios del Ministerio de Salud Pública (MINSAP), los gerifaltes involucrados del Ministerio de Comercio Exterior y la Inversión Extranjera (MINCEX). No obstante, Ernesto solo tenía acceso a la persona encargada de la misión para Venezuela que atendía a los colaboradores de Santiago de Cuba. Esta mujer les ordenó una mañana pasar a una de las aulas vacías de la CUJAE, luego le entregó a cada uno un bolígrafo y un par de hojas con sus contratos impresos y, tras leer en voz alta, les dictó a los colaboradores lo que debían escribir en los espacios blancos.
En el contrato se establecían las irrevocables normas a las que Ernesto se sometería como cooperante, entre ellas, total subordinación a las autoridades cubanas en Venezuela, la obligación de cumplir con los tres años pactados de misión, regresar a Cuba, acatar el Reglamento Disciplinario (que conocería una vez llegase a Caracas) y el compromiso, so pena de ser sancionado por las leyes cubanas, de no prestar servicios fuera de su labor médica y mucho menos cobrar por ello. El sistema de pago, continuaba el documento, establecía que mensualmente recibiría un estipendio en bolívares para sus gastos personales. El salario, en cambio, sería de 450 USD, los cuales se guardarían en dos cuentas bancarias en Cuba: una mitad se acumulaba en una cuenta a la cual solo accedería tras completar la misión, y la otra, en un depósito del que podía extraer dinero libremente en los períodos de vacaciones que tendría en la isla cada once meses, o, si quería, al culminar los tres años. En cualquier caso, un familiar previamente autorizado tenía derecho a disponer de esta última. Aunque era consciente de la imposibilidad de dar vuelta atrás, Ernesto salió de aquel lugar convencido de haber hecho el trato de su vida.
II
Por la zona colombiana inmediata al río abundan los pequeños negocios, casi todos carritos de comida, puestos de ventas ambulantes y barberías callejeras. Ernesto entiende que los comerciantes son venezolanos que muchas veces trasladan la mercancía por las aguas fronterizas sin control aduanero de ningún tipo. Solo en este departamento viven alrededor de 43 000 venezolanos de los más de 1 500 000 radicados en Colombia. El Malecón de Arauca parece, de alguna forma, una curiosa extensión de Venezuela.
La ciudad, piensa Ernesto, no sería mal lugar para vivir, excepto por la cantidad enorme de policías que percibe en las esquinas y su estatus de migrante indocumentado. En un parque, Elsa le pregunta a un desconocido con aires de compatriota por alguna casa de cambio cercana para convertir los bolívares ahorrados en pesos colombianos.
Cerca de la Terminal de Transporte de Arauca, la familia se detiene en un centro comunitario auspiciado por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR). Toman una ducha en los baños públicos del centro, beben agua y reciben comida enlatada. Junto a ellos, decenas de refugiados venezolanos disfrutan de una cena ligera mientras conversan entre sí. Unos piensan avanzar hacia países del sur, como Chile, o ir más al norte, quizás hasta Ecuador, Panamá o Costa Rica. Otros, en cambio, están decididos a quedarse y formar parte de los casi 900 000 venezolanos que habitan Colombia sin estatus legal alguno, según cifras del propio ACNUR. Ya en la Terminal, Ernesto se mantiene atento mientras su esposa y su suegra duermen. Casi cuatro horas después, llega el bus.
–Esta es la ciudad más linda que he visto. ¡Qué desarrollo! Parece de ensueño. Aquí sí me gustaría vivir –le dice Ernesto a Elsa y a su suegra.
Durante el viaje, Ernesto apenas despega su cara de la ventanilla del bus. Es de noche, muy cerca la madrugada, y las luces de Bogotá parecen hipnotizarlo. La Terminal de la ciudad también le sorprende, sobre todo por sus dimensiones, las cuales, calcula, son incluso mayores que las de cualquiera de las terminales del aeropuerto internacional de La Habana. Hace algo de frío, así que los tres se enfundan los abrigos que trajeron en las maletas, luego compran los pasajes hacia Ruminchaca, en la frontera con Ecuador, y salen a recorrer los centros comerciales y las cafeterías del lugar. No consumen nada, solo observan e imaginan el día en que ir a un sitio como este sea cosa de rutina para hacer las compras de la semana. En la Venezuela que dejaron atrás era muy difícil conseguir comida, y más difícil todavía, el dinero para adquirirla. Aun así, la familia nunca estuvo entre las más desfavorecidas. Hasta cierto punto, y entre los límites de lo que esto significa en Venezuela, podría decirse que «vivían bien».
El bus a Ruminchaca, según les dicen, tardará unas cinco horas. De una oficina de Western Union (WU) saca los 300 dólares que le envió su familia de Miami, lo justo para llegar a Lima.
–A partir de ahora –dice él, muy serio– tenemos que andarnos con cuidado y no gastar en nada. ¡Pero en nada! Si pasa algo, lo más mínimo, vamos a terminar varados en Dios sabe dónde.
***
Ernesto partió a la misión los primeros días de mayo. Luego de una apresurada selfie desde su asiento en el avión que lo llevó a Caracas, su familia no supo más de él hasta la siguiente foto en San Juan de los Morros, municipio capital del estado de Guárico. La foto, hecha desde cierta altura, mostraba entre el espesor de una niebla lejana dos solitarios morros, elevaciones estrechas y alargadas que rodean la provincia y sirven de puerta de entrada a los Llanos Centrales de Venezuela. Durante los siguientes meses, Ernesto subiría cada cierto tiempo a los tejados y a las lomas solo para contemplar esas colinas que tanto le recordaban las serranías circundantes de su ciudad natal.
Después de la llegada mandó otra foto a su madre, esta vez desde el recibidor de la sede de la misión médica cubana, cerca de la alcaldía del municipio. En la imagen Ernesto no era Ernesto, sino el Dr. Rodríguez, con la bata blanca desabotonada y la expresión desafiante, de espaldas a un mapa de Guárico, entre las banderas de Cuba y Venezuela. Desde Santiago, sus familiares no paraban de decirle cuán orgullosos los hacía sentir. Su primera tarde en Guárico tuvo descubrimientos felices, como el descubrimiento del supermercado.
–Me habían dicho que en Venezuela no había comida. Jajajaja. Toda la que quieras, solo tienes que comprarla –le escribió enseguida a su familia, aliviado por descubrir que los temores de aquel médico de la residencia de la CUJAE, y los suyos propios, eran totalmente infundados.
Al mensaje, que luego publicó en Facebook, le adjuntó varias fotografías de congeladores abarrotados de embutidos y quesos, y de frutas y verduras que desbordaban la capacidad de los estantes. En una de ellas, al fondo, se puede leer el precio de algunos productos. El kilogramo de lo que parecen tomates, por ejemplo, costaba 19 900 bolívares (0.30 USD entonces), casi la quinta parte del estipendio mensual con el cual aprendería a sobrevivir.
Al principio, Ernesto pensó que su labor sería igual a la que hacía en el policlínico de Santiago de Cuba. Sin embargo, en San Juan de los Morros lo nombraron cuadro directivo. Su curso buscaba prepararlo para dirigir el Centro de Diagnóstico Integral (CDI) quirúrgico del municipio Julián Mellado, también en Guárico. Quizás, dedujo, lo habían hecho coordinador de un CDI por ser de los pocos profesionales en su vuelo que contaba con una especialidad en Medicina General Integral. El resto eran técnicos, enfermeros, médicos diplomantes o especialistas en materias muy específicas como anestesiología o ciertos tipos de cirugías.
En el curso, que no duró más de una semana, explicaron brevemente la estructura de la cadena de mando en la misión, cuya cúspide, al menos en Guárico, la formaba media docena de directivos con más talento para la burocracia que para la medicina. Algunos ni siquiera eran médicos, como cierto funcionario llamado Robin, un tipo en apariencia muy amigable, encargado de asesorar legalmente a los otros directivos.
Durante los siguientes tres años, según le dijeron, los funcionarios decidirían sobre la vida de Ernesto de la misma manera en que él decidiría sobre sus subordinados del CDI. Los funcionarios de la misión en el estado de Guárico también tendrían la potestad para interpretar las regulaciones del Reglamento Disciplinario de la misión, incluyendo lo concerniente a los vínculos entre los médicos y los venezolanos, algo que en dicho documento aparece como «relaciones con nacionales». Lo ideal, continuaron, era que cada cooperante evitara adentrarse en la realidad de sus pacientes y mantuviese una distancia prudencial con estos, siempre limitada al espacio de la consulta, de manera que no se involucraran afectivamente.
En el CDI quirúrgico de Julián Mellado, Ernesto fungiría como mandamás y canal de enlace entre los directivos de la misión en Guárico y los trabajadores del hospital. Su nuevo estatus le permitía controlar el suministro de alimentos que la dirección nacional del programa de cooperación médica vendía a sus subordinados. Recibía, además, un estipendio de 105 000 bolívares (1.57 USD), cifra que le pareció importante hasta que conoció la crisis inflacionaria del país, y dirigía la docencia, las labores asistenciales, el manejo de las estadísticas y hasta el combustible destinado al centro.
Después del curso le asignaron la casa: bastante cómoda, y lo suficientemente amplia como para que cada miembro del Consejo de Dirección del municipio tuviese su propio cuarto. El cuarto de Ernesto, por ejemplo, tenía aire acondicionado y una nevera. Junto a él vivía la Administradora, la encargada de Farmacia y la de Estadística.
Acomodado a su nueva vida, la cual le parecía perfecta, Ernesto debía dedicarse entonces a conocer a sus subordinados. Una vez ante ellos, pensaba, se comportaría de manera amistosa y trataría de ganar su confianza, pues un jefe con malas pulgas o en extremo inflexible solo puede generar un ambiente de trabajo problemático. Entusiasmado, caminó rumbo a los bloques de apartamentos donde sus médicos pasaban las noches. Una vez allí, encontró que el sitio estaba en pésimas condiciones, como si en varios años no hubiese recibido ni la más mínima atención.
–Estos edificios los mandó hacer Chávez por el 2004, al inicio de las misiones, y estaban pensados al estilo del médico de familia en Cuba: un médico y un enfermero o un técnico por apartamento. Pero desde entonces no los han reparado, ni con una mano de pintura, vaya –le dijeron sus subordinados.
Los trabajadores del CDI, con una sonrisa de resignación dibujada en los labios, le contaron sus penurias del mismo modo que se le cuenta algo a un novato inexperto e idealista a quien quiere despojársele de toda ilusión. Incluso, parecían divertirse con sus expresiones de asombro e incredulidad cuando escuchaba la triste realidad de sus vidas fuera del hospital.
–Es del carajo, pero nos hemos ido adaptando para sobrevivir –decían, mientras Ernesto solo pensaba en lo afortunado que había sido.
Los apartamentos de sus subordinados contaban con dos habitaciones, cada una con dos inquilinos (en otros lugares, había cuatro por habitación). Por lo general, no poseían siquiera un ventilador para espantar el calor y los molestos insectos de las noches guariqueñas. Entre las camas tenían una taquilla para guardar sus pertenencias y afuera, entre los cubículos, un viejo televisor donde solo se sintonizaban canales cubanos. En un rincón, una hornilla eléctrica oxidada y una cafetera. También había un baño minúsculo.
Los problemas se acumulaban: escasez de comida, apagones frecuentes. A veces en la madrugada se escuchaban disparos en la calle, y la falta de agua los obligaba a reunir dinero para pagar camiones que suministrasen el líquido mediante mangueras. Para enfrentar la situación, los colaboradores convertían sus charlas en alegres fabulaciones de todo lo bueno que les esperaba en Cuba al regreso. Era, decían, la única manera de no perder el sueño.
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En abril de 2019, había cierta incomodidad y preocupación entre los cooperantes cubanos en Venezuela. Esto se reflejaba con total desenvoltura en sus perfiles de Facebook. Hasta el momento, ninguno había pensado seriamente en los peligros que corrían, pese a los disparos que escuchaban a veces en la madrugada y los reportes de tiroteos de los que hablaba la gente en las mañanas. La noticia de la desaparición de dos colegas que se encontraban de misión en Kenia, sin embargo, parecía haberlos sacudido. Las publicaciones en redes sociales, al final, solo mostraban mensajes de solidaridad con los desaparecidos y sus familias, pero, por cuestiones que nadie supo entender, la directiva de la misión médica en Venezuela prohibió publicar cualquier contenido al respecto, bajo pena de sanción, mediante una circular difundida en el sitio oficial del programa de cooperación. La norma era el silencio, y silencio se hizo.
Realmente, después de lo que sucedió aquel 12 de abril en los páramos cercanos a la frontera entre Kenia y Somalia, nadie más supo del doctor Assel Herrera ni del cirujano Landy Rodríguez. Ese día, el polvoriento vehículo en que los dos médicos iban hacia el hospital de Mandera fue detenido a tiros por miembros de al-Shabab, un grupo islámico fundamentalista que desde hacía tiempo sembraba el terror por esas zonas para después ocultarse en sus bases secretas somalíes. Al llegar hasta el vehículo abandonado en medio de la nada, las autoridades kenianas y los directivos cubanos del programa de cooperación sanitaria en ese país especularon que quizá los galenos estuviesen en alguna de estas bases secretas. Se habló entonces de secuestros, de rescates jamás pagados, de negociaciones sin tiempo definido y de la intervención diplomática de los respetados ancianos de las tribus cercanas. Todos suponían que Assel y Landy estuviesen aún con vida.
Apenas un mes más tarde, el asunto de los desaparecidos parecía diluirse en el océano de buenas noticias que llegaban desde la televisión cubana. Otros miles de médicos no habían corrido con tan mala suerte. En un momento, Ernesto sintió escalofríos. Los disparos y la intimidante presencia de policías armados aumentaban en las calles guariqueñas. La violencia se esparcía por Venezuela como un tumor maligno, pero a Ernesto le preocupaba menos convertirse en una víctima más que caer después en el olvido en el que ya habitaban Assel Herrera y Landy Rodríguez.
A las seis de la tarde comenzaba en Venezuela el toque de queda para los médicos cubanos, instaurado a manera de disposición por los directivos de la misión. La orden no solo prohibía salir de los apartamentos, sino, también, asomarse a la puerta o a la ventana, por temor a que cualquiera de los cooperantes fuese alcanzado por una bala perdida. Como coordinador, Ernesto controlaba que sus subordinados, dispuestos en ocho casas, cumplieran con la norma. Para ello, cada jefe de casa debía pasarle un parte diario mediante un mensaje de texto donde daba cuenta de quién había incumplido el toque de queda. Posteriormente, Ernesto elaboraba un resumen y lo enviaba a la directiva del estado.
Ningún médico se atrevía a salir a la oscuridad traicionera de las zonas marginales, donde los robos y los asesinatos sucedían en relativo silencio hasta que, a la mañana siguiente, la gente comenzaba a hablar de ellos. Las seis de la tarde, decían los propios venezolanos, marcaba el inicio del reinado nocturno de los malandros.
Los malandros operan, sobre todo, en regiones pobres. Entre la laberíntica estructura de los cerros venezolanos, que conocen como las palmas de sus manos, les resulta más fácil escapar de las continuas redadas policiales o de malandros de otros barrios que llegan a ajustar cuentas. Por lo general, comienzan sus carreras criminales de niños, y luego, cuando crecen, se asocian a pandillas armadas para traficar drogas, atracar, robar o extorsionar. Sin contar con el nivel de organización de otras pandillas latinoamericanas como la mara salvatrucha salvadoreña, las olas de muertes desatadas por los malandros hicieron de Venezuela el país más violento de la región en el 2018, con 81.4 homicidios por cada 100 000 habitantes. Ese mismo año, el estado de Guárico se encontraba en la octava plaza de la lista de entidades federativas venezolanas más violentas. Según el Observatorio Venezolano de Violencia (OVV), varios grupos armados controlaban las rentas que proporciona la extorsión a productores ganaderos y comerciantes, así como el control de las largas carreteras que atraviesan la zona y conectan los estados de Apure y Bolívar con ciudades y puertos del centro del país. Sin embargo, con el agravamiento de la crisis financiera, y la consecuente migración masiva de venezolanos hacia otros países del continente, ocurrió una redistribución territorial del poder que llevó a nuevas disputas por los dominios de las grandes bandas criminales desintegradas. Como consecuencia, en solo un año Guárico ascendió al quinto lugar entre las regiones con más homicidios de la nación.
En cuestión de meses, los robos y las extorsiones ya no se consideraban primicia. Aunque Ernesto escuchaba a los pacientes del CDI decir que los malandros asesinaban menos que antes, las cifras de homicidios continuaban en aumento. Para entonces, los disparos en la madrugada no salían tanto de las pistolas de los pandilleros, sino de los fusiles de asalto de la policía.
En 2019, según datos de la OVV, murieron unas catorce personas cada día a manos de las fuerzas de seguridad del gobierno. En sus expedientes, como causa de deceso común, figura «Resistencia a la autoridad». Los victimarios, generalmente, eran miembros de las Fuerzas de Acción Especial de la Policía Nacional Bolivariana (FAES), el escuadrón de élite más peligroso y mejor armado de Venezuela que, según dijera en su acto de fundación Nicolás Maduro, «serviría para combatir el crimen y el terrorismo».
Las FAES suelen operar en las zonas más vulnerables, donde los malandros comparten espacios con quienes apenas sobreviven con el sueldo mínimo venezolano, unos 250 000 bolívares (3.71 USD en aquel momento). Ambos, malandros y pobres, casi siempre son los mismos. Las tropas élites de Maduro, vestidas de negro y con los rostros cubiertos, desatan allí su furia hasta convertir las calles en un campo de batalla. Aunque a veces no son tal. En el informe de 2019 elaborado por la Oficina de la Alta Comisionada de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, destaca varias investigaciones sobre ejecuciones extrajudiciales a manos de las FAES, a veces disimuladas con el montaje de enfrentamientos armados para justificar la violencia ejercida.
–Yo recuerdo –dirá Ernesto– que la gente vivía en Venezuela en un estado de alarma que no puede compararse con el de Cuba. En Cuba no hay garantías ni derechos, y puede que la policía cubana, si eres opositor al régimen, te ponga una multa, te dé cuatro palos y te mande unos días al calabozo. Pero en Guárico oí varias veces que a mucha gente le inventaban acusaciones por narcotráfico y después los mataban. Daban miedo esos tiroteos. Siempre quedaba el temor de quedar atrapado en uno o de recibir una bala perdida.
Ernesto, al menos mientras fue un cooperante internacionalista, jamás vio las noches guariqueñas desde sus calles.
Publicado originalmente en El Estornudo