Rialta en el pórtico de una biblioteca saqueada. Entrevista con el editor Carlos Aníbal Alonso

El Estornudo
18 min readOct 29, 2020

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Carlos Aníbal Alonso / Foto: Cortesía del entrevistado

Por Jesús Adonis Martínez

Hace pocos años comenzábamos a leer con cautela los ensayos literarios y las reseñas críticas publicadas en un espacio más bien secreto pero con nombre afable y transparente: Rialta Magazine. Pronto fuimos descubriendo — a medida que el Proyecto Rialta se descubría a sí mismo — una empresa editorial cada vez más ambiciosa y poliédrica. Decididamente honesta e independiente. Cubana y posnacional. Comprometida, diversa, beligerante. Agonista en el presente, y en la dilatada arena de la tradición.

Lo que antes pareció solo una pequeña consecuencia más (¡otra revista armada con prisa por jóvenes entre la isla y el exilio!) de aquellas carambolas históricas que nos ocupaban a mediados de la última década, quizá otro defectuoso efecto de unas circunstancias inflamadas, un brote breve no más en medio de un páramo que, pese a todo, persistiría en su aridez, cuatro años después continúa ahí… Rialta es a fines de 2020 una editorial prometedora, un magazine literario que debes leer, una dinámica web de noticias, un repositorio inteligente, y en expansión, de publicaciones y documentos fundamentales para la historia cultural cubana y latinoamericana.

Una vez más con cautela, diríamos que la plataforma intensamente creativa, y por tanto radicalmente subversiva, que es Rialta ha pasado ya, gracias al acarreo de sus realizadores, de pura consecuencia a gesto generativo que en alguna medida anuncia — o yo quisiera que así fuera — la próxima era de nuestra imaginación.

Carlos Aníbal Alonso, editor, investigador literario y fundador de Rialta, conversa con El Estornudo. Como ciertos entrevistados proverbiales, responde con puntualidad cada una de las interrogantes para decir no otra cosa que lo que desde siempre venía a decir… Algo que, por supuesto, agradecemos.

JAM: ¿Cuáles fueron las motivaciones intelectuales y/o existenciales que condujeron a la idea de Rialta e impulsaron luego la realización del proyecto?

CAA: La idea de Rialta surge de una carencia. Una carencia que es un abismo. Y que pudiera sintetizarse en la indigencia imaginativa que alcanza todos los órdenes de la vida en la isla. La disposición totalitaria que regula y ordena la sociedad cubana permea la administración de la cultura, del arte, del pensamiento, en una opereta que confunde metódicamente el rol del militante y el de servidor público, que no discrimina entre ideología e institucionalidad, entre Estado y nación.

El Estado mantiene el monopolio de la prensa y la industria editorial, vigila y modela celosa, paranoicamente, el contenido de los medios artísticos e intelectuales, administra a su antojo el patrimonio cultural y el capital simbólico de la nación, amparado en una política cultural sometida a los criterios de inclusión y exclusión de la vida pública instituidos por Fidel Castro, una política excluyente, opresiva, vulgar. Profundamente vulgar. Y violenta.

Cuando el viceministro de Cultura, un viceministro asiduamente envanecido, reta en Twitter a los usuarios díscolos a pelear a golpes en la vía pública, cuando el airado señor director del Centro de Comunicación del Ministerio de Cultura se refiere públicamente a un músico como «plasta de mierda», cuando los altos funcionarios y figuras respetadas (cualquier cosa que eso signifique) de la Cultura — escritores, historiadores, músicos, intelectuales — respaldan plácidamente la ejecución de tres jóvenes condenados a la manera de Minority Report, por lo que pudo haber sucedido y no por lo que efectivamente sucedió, uno termina de convencerse de que ese país es un manicomio, una máquina de triturar voluntades, talentos, vidas.

La idea de Rialta surge del deseo de apartarse de todo eso, de no ser devorados por unas cautelas y unos métodos dogmáticos e involutivos. Y, sobre todo, por los deseos de hacer en un contexto donde está todo por hacer.

Pretendíamos dedicarnos a lo que sabíamos (o creíamos saber) y anhelábamos: editar libros y dialogar con autores que nos interesaban: queríamos editar, intercambiar, tener de interlocutores a Antonio José Ponte, a Rafael Rojas, a Alessandra Molina, a Gerardo Fernández Fe, a José Kozer, a Néstor Díaz de Villegas, a Carlos A. Aguilera… Queríamos salirnos de la asfixia cubana, evitar la castración, no ser como nuestros padres. Queríamos, como todos, trabajar por placer, libremente. Afirmarnos.

En el momento en que salgo de Cuba, ya no existía la revista Encuentro — que leía, aunque clandestinamente, con asiduidad y fervor — , las revistas cubanas menos insulsas padecían de una artritis que no ha hecho otra cosa que agravarse desde entonces (dejo fuera de esta consideración revistas como La Noria, que han sabido esplender sobre el polvo), y a nosotros, que veníamos de trabajar en editoriales, revistas y centros de investigación en Cuba, no nos pareció descabellado comenzar un proyecto a la medida de la idea de la literatura (Rialta surgió como un proyecto eminentemente literario) que nos interesaba. En principio, insisto, por ocupar un territorio que nos parecía estéril. Y por paliar el tedio.

Pero, digamos, ¿qué azares concurrentes (variables biográficas, afinidades personales o estéticas…) estuvieron en el principio de Rialta? Y, ¿por qué «Rialta»?

La historia del nacimiento de Rialta es, por fuerza, una historia personal: la mía y la de todos los involucrados en el origen. Yo salí de Cuba en enero de 2015 con una beca del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología de México para cursar una maestría de literatura en la Universidad de Querétaro, donde reside parte de mi familia más cercana; una beca que ha beneficiado a cientos de cubanos de mi generación, por cierto. En Querétaro, entonces, tenía una beca, que suponía un ingreso que para mí era de lujo (unos 650 dólares al mes), tenía a mi familia, y tenía, sobre todo, Internet y mucho tiempo libre. Y una sensación de extrañeza, de quien se monta en un tren que no es el suyo, que todavía hoy no se me pasa del todo. Mantenía comunicación con mis amigos Ibrahim Hernández, Roberto Rodríguez y Juan Manuel Tabío, que seguían en Cuba, y con ellos empecé a concebir la idea de armar una editorial y una revista. Y así surgió Rialta. El primer libro (Los dioses de Pegana, de Lord Dunsany) lo publicamos en diciembre de 2016 y el primer número de la revista lo sacamos en marzo de 2017. Como no podíamos pagar un profesional, aprendimos y diseñamos el sitio web; como no podíamos pagar un abogado, hicimos los trámites legales por cuenta propia; como no podíamos pagar un contador, nos apañamos con los trámites en Hacienda. Así la fuimos armando. Muy pronto se acercó a la órbita de Rialta gente muy talentosa, gente a la que quiero y admiro profundamente. Al día de hoy, son cerca de 15 personas las que trabajan más o menos sistemáticamente en el proyecto.

Ibrahim Hernández, Juan Manuel Tabío, Carlos Aníbal Alonso, Roberto Rodríguez y Ubaldo León Barreto (izq. a der.). La Habana, enero de 2015 / Foto: Cortesía del entrevistado

Ahora, ¿por qué Rialta? Diría que por la arbitrariedad y el capricho propio de todo acto de nombrar. De todos los nombres que consideramos en su momento (de los cuales no recuerdo ahora ningún otro), Rialta nos pareció el más despojado, el menos insulso, el más cercano. Más por eufonía que por resonancias eruditas. Rialta nos pareció un nombre lo suficientemente extraño y hermoso. Y eso no lleva mayor justificación.

¿Cuál sería la forma — según la idea de Roberto Calasso de que «un editor escribe con los libros que publica» — que preside, o que persigue…, el catálogo de una editorial tan joven como Rialta?

Asumir la edición como un género literario, la posibilidad de que todos los libros publicados por cierto editor podrían ser vistos como eslabones de una misma cadena, como si fueran los capítulos de un único libro, es una idea fascinante. Tal vez sea esta la meta más ambiciosa de un editor. O de cierto tipo de editor. Pero considero que es una meta imposible en la situación actual de la cultura cubana.

No es un secreto que una editorial es un mal negocio; entrar en la industria editorial ha sido tradicionalmente una manera muy efectiva de dilapidar fortunas. Y si uno es un pobre diablo y no posee nobles orígenes, y no ha heredado mayor patrimonio que el desarraigo, si no hay fortuna para despilfarrar, montar una editorial es, si atendemos a los imperativos de la rentabilidad, un gesto suicida.

Por lo demás, lo que pudiéramos llamar el sistema tradicional de legitimidad cultural ha mutado en el último medio siglo en un mecanismo que ha dejado de ser armónico, que funciona hoy en un campo de lucha donde se enfrentan multiplicidad de posiciones, intereses y tendencias, sometidas a una constante presión política, económica y social. Una presión que nos ha arrastrado a lo que Saer ha llamado «una inercia fantasmática generalizante», constituida por el afán tecnocrático de un sabor totalizador sobre el hombre, por criterios extraculturales de mercado y de rentabilidad por parte del sector industrial y por la petrificación en estereotipos de sentido impuestos al vacío teórico y estético del consumidor.

Cediendo por un momento a cierta ilusión vanidosa, diría que nuestra pretensión en Rialta consiste en desempotrar esos estereotipos de sentido. No tanto revelar nuevos autores o hacer insólitos descubrimientos de obras, sino crear el lector futuro, organizar su biblioteca. Habrá que ver cómo serán acatados esos pronósticos.

En la lógica de Calasso, un editor rechazaría un nuevo libro, por ejemplo, porque se da cuenta de que publicarlo sería como introducir un personaje equivocado en una novela. Pues bien, la forma de novela que estamos armando en Rialta seguiría el arquetipo de Los años de Orígenesantes que el de El Siglo de las Luces. Una novela fragmentada, que tolera, y reclama, interpretaciones alternativas. Un libro obsesivo y delirante, con múltiples entradas. Y sin moraleja.

Un ejemplar de Los años de Orígenes, en la Librería del FCE Querétaro
Un ejemplar de El libro perdido de los origenistas, en la Librería del FCE Querétaro

Desde el inicio Rialta reivindicó para sí un meridiano que cruzaba esencialmente latitudes estéticas: zonas diversas de lo literario. Se enunciaba: «no está vinculado ni representa ningún tipo de organización política o religiosa». Sin embargo, uno sospecha que lo político es una enfermedad viral implacable que se filtra y que fluye siempre entre los intersticios de cualquier empresa intelectual colectiva. ¿En qué medida Rialta es un acontecimiento (a)político?

Rialta, en efecto, no está vinculada ni representa ningún tipo de organización política. Lo que no implica en ningún caso que sea un fenómeno apolítico.

Dice Borges que el gran descubrimiento de Hitler, el gran descubrimiento de los políticos, en contra de lo que trató de probar Dostoievski, es que la gente no tiene vida privada: «Los hombres no tienen queridas, ni se quedan a leer un libro, ni quieren tener un rato para echar la siesta: están siempre listos para las ceremonias, las concentraciones, los desfiles». Y eso lo dice Borges sin haber conocido las redes sociales, sin haber habitado Facebook, ese territorio inverosímil que nos ha hecho desconocer las diferencias de conducta entre la vida pública y la privada, donde todo gesto termina por cuajar en una forma de militancia.

Aunque no te hayas planteado la política como problema, aunque la política no esté en el centro de tu interés, de tus inquietudes intelectuales o como prefieras llamarle, hay un momento en que tu trabajo empieza a impactar en el espacio público y eso supone una responsabilidad. Cuando te sales del ámbito privado, la política te alcanza. Y eso no lo digo como un lamento.

En todo caso, el hecho estético no está fijado en ningún lugar como una esencia. Es más bien un efecto. O una serie de efectos. Comparto la idea de Ricardo Piglia de que literatura es un espacio fracturado, donde circulan distintas voces, que son sociales. Lo que no significa acoplar la literatura a esa fantasía moral que tiende a deducir una dependencia jerárquica (y excluyente) entre verdad y ficción, entre política y estética. El interés en la literatura no surge de un deseo de esquivar, por indolencia, los rigores de lo que pudiéramos llamar una ética de la verdad, sino por el contrario surge del deseo de ir al encuentro de verdades menos rudimentarias, de eludir la paranoia interpretativa que descubre significados ideológicos en todos los discursos y acontecimientos, de evitar el impulso empobrecedor de fabricar moralejas. De ahí, tal vez, la frase de Saer según la cual la praxis poética consiste en demoler las apariencias ideológicas para instaurar la verdad pulsional, tratando de mostrar que esa dimensión pulsional no puede ser instrumentada con fines pragmáticos por ninguna ideología.

Rialta se ha declarado como un empeño de índole trasnacional, e incluso posnacional; sin embargo, es evidente que hay una tensión particular y un vínculo enfático con la tradición y el campo artístico-literario cubanos. ¿Cómo se escapa del cerco más estrecho de lo nacional cuando suele prevalecer, a priori, una tupida malla de relaciones prácticas (personales e institucionales), influencias y ansiedades estéticas compartidas por las cabezas del proyecto y sus colaboradores, nociones como la de «lector natural», incluso las ideas de «exilio» y «diáspora» que atraen, paradójicamente, hacia el centro imaginario de la isla? Y en un sentido paralelo, ¿qué aporta esa ancla echada en «tierra firme», en una ciudad mexicana de provincias?

Te respondo, en parte, con un ejemplo: estamos a punto de publicar un cuaderno, que compila una serie de obras e instalaciones del artista Hamlet Lavastida. El libro forma parte de una colección que coordina Carlos Alberto Aguilera desde Praga; viene con un prólogo del investigador Gerardo Muñoz, que vive en Nueva York. El propio Hamlet está ahora mismo en una residencia en Berlín, nuestra diseñadora trabaja desde La Habana, y nosotros llevamos el proceso editorial desde Querétaro, donde radica la sede legal y fiscal de Rialta… El libro, cuando se termine, se imprimirá en Milton Keynes.

La visión de los cubanos de dentro y los cubanos de fuera es una falacia. Era una falacia en los setenta, y es una falacia hoy de un modo más irrefutable, con un flujo migratorio asiduo, exorbitante, de cubanos huyendo de la tramoya castrista, con un acceso cada vez mayor de los ciudadanos a fuentes de información distintas a las operadas por el aparato estatal, con una sociedad civil pujando por ganar espacios de autonomía, con una multiplicidad de proyectos (intelectuales, informativos, comerciales, políticos, culturales) con incidencia en la isla y gestionados desde un exilio cada vez más poblado y variopinto. El Partido Comunista controla los cuerpos, la movilidad, los órganos represivos — y con estos, el miedo — , pero no la fábula. La fábula cubana está en otro lugar.

Cuba, antes que aquella comarca envilecida, cebada de consignas, arbitrariedades y veleidades nacionalistas, es un lugar de enunciación, y es también — si nos ponemos exultantes — una inscripción, con sus mitologías, estigmas y supersticiones, desde donde imaginar y tratar de leer el mundo.

Presentación en la Librería del Fondo de Cultura Económica en Querétaro, 2017 / Foto: Cortesía del entrevistado

México me ha aportado una distancia terapéutica, por decirlo de algún modo, me ha dado la posibilidad de hablar de Cuba, de los cubanos, en cierto sentido, como extranjeros. Eso higieniza. Purifica. Si algo ha conseguido el castrismo, es reducir la historia, la filosofía, el pensamiento a un extravagante museo de supersticiones que quedó a la intemperie; achatar las ideas, la historia, con referencias caseras a un pueril nacionalismo. Y ahí triunfa. En la indigencia imaginativa. He llegado a pensar en el castrismo como un niño disfrazado de hombre de guerra para el carnaval… Ahora bien, vivir en Querétaro, a siete horas del mar, en un estado profundamente conservador, donde el nombre de Fidel Castro pertenece a un pasado tan anacrónico como el arado tirado por bueyes (a diferencia de la Ciudad de México, por ejemplo, donde acaban de derribar una estatua de Colón, por «justicia histórica», al tiempo que erigen una de Fidel Castro junto a Ernesto Guevara, un monumento que eterniza su nefasta complicidad), un estado manejado por tecnócratas, cuya gente sale de sus condominios a manifestarse no para exigir libertades, sino para protestar en contra del matrimonio igualitario… vivir en Querétaro, decía, me ha sacado del aturdimiento cubano, me ha acercado a nuevos ensalmos y a otras miserias. En eso, supongo, mi exilio queretano es muy diferente al exilio miamense de tantos otros. Aquí no resuena la vitrola castrista. En lugar de carnaval, hay feria ganadera y centros comerciales donde cae nieve artificial en Navidad.

Una de sus principales líneas de trabajo se articula en torno al Archivo Rialta: ¿Qué tipo de documentos les interesa rescatar y poner al alcance de los lectores? ¿Hay algún plan maestro o se trata de un arcón donde cabe todo, una colección que van armando el azar y las tecnologías informáticas de hoy?

Cuando trabajaba en mi tesis de licenciatura en Letras, visitaba a menudo la hemeroteca de la Biblioteca Nacional tratando de localizar los textos críticos de Virgilio Piñera publicados en revistas como Prometeo y Carteles. Luego de pasar horas hojeando ejemplares de revistas que anunciaban en sus páginas vestidos de novia y avisos de la Cía. Cubana de Electricidad, donde se seducía a los lectores con mensajes del tipo «Viva mejor… con electricidad», me encontré en varias ocasiones con que las páginas donde debían aparecer los textos de Piñera no estaban. Habían sido arrancadas. Un lector radical que había llegado antes que yo pudo haber considerado que el lugar de un escritor desplazado, ilegítimo, como Piñera, no era el de esa biblioteca, y había decidido robar esas páginas, conservarlas bajo su custodia. La imagen de ese lector ejecutando un plan para usurpar de la biblioteca esos retazos sin ser detectado me parece una metáfora sugestiva del acceso a la cultura en Cuba, del carácter clandestino, delictivo, de ese acceso.

La memoria en la isla ocupa el recinto de una biblioteca que ha sido saqueada, donde el lugar de los libros que pudieran darnos pistas para orientarnos en el páramo de lo indistinto está secuestrado por legajos como los de El socialismo y el hombre en Cuba. El guardián de esa biblioteca ha debido razonar como el califa Umar ibn al-Jattab en el pórtico de la biblioteca de Alejandría. Si no contiene más que lo que hay en los legajos del Comandante Guevara, entonces es inútil y es preciso darle fuego; si, por el contrario, contiene algo más, es perjudicial y también tiene que arder. Eso explica, por ejemplo, que ni Severo Sarduy ni Guillermo Cabrera Infante ni Lorenzo García Vega ni Gastón Baquero ni Nivaria Tejera ni Lino Novás Calvo ni Calvert Casey figuren en el Diccionario de la Literatura Cubana, que circula desde los años ochenta, y en su lugar aparezcan los nombres de Luis Pavón Tamayo, Mirta Aguirre, Luis Suardíaz, Mario Martínez Sobrino, José H. Barbán y el propio Guevara (cuya entrada en el diccionario supera, en extensión, las de Lezama y Piñera, sumadas).

Entonces, por un lado está la voluntad del Partido Comunista de convertirnos en una hueste de duplicados de Yusuam Palacios, a fuerza de aleccionarnos con manuales de Historia que ni siquiera valen como exposición de informaciones, pero por el otro, creo reconocer un fenómeno igualmente empobrecedor: la desidia actual de un costado de la esfera pública cubana, que ha empezado a acoplar sus estaciones a la temporalidad de Facebook. De donde emerge una siempre renovada visión adánica, de quien tiene toda la historia de la humanidad por delante, pero, eso sí, colmada de buenas intenciones, esforzada en dirimir causas mínimas con consecuencias desmesuradas. No coman esas manzanas o condenarán al género humano. Recojamos firmas y caerá el régimen.

Con el Archivo Rialta, tratamos de emancipar aquella biblioteca, y tratamos también de oponernos a este adanismo, que no por desinformado es menos beligerante, y empieza a tomar una orientación anti-intelectual cada vez más desacomplejada. Tratamos de pensar la cultura, de pensar un país, de reescribir un relato nacional maniatado a fuerza de exclusiones, omisiones y falacias.

Carlos Aníbal Alonso, Juan Manuel Tabío y Enrique Saínz. Homenaje a Lorenzo García Vega. La Habana, julio de 2019 / Foto: Cortesía del entrevistado

En principio, tomamos como modelo la iniciativa Memoria Chilena de la Biblioteca Nacional de Chile. Los chilenos, aleccionados por casi dos décadas de experiencia autoritaria, han emprendido un trabajo notable de recuperación y conservación del patrimonio cultural. Nosotros (salvando las distancias: materiales, operativas, financieras, técnicas, etcétera) intentamos algo parecido con este archivo: recuperar la memoria histórica cubana, pero no solamente acopiando documentos, sino estructurando los contenidos en función de un proceso investigativo, en una unidad que denominamos «expediente». Cada expediente aborda distintos aspectos de obras, acontecimientos, o procesos relevantes de la cultura nacional y se configura con una presentación, una selección de documentos digitales, un índice y una bibliografía especializada. Estamos enfocados ahora en rescatar revistas culturales (hemos preparado expedientes de las revistas escandalar, Mariel y Orígenes, entre otras, y estamos próximos a publicar las colecciones de Ciclón y revista de avance) y en recuperar polémicas culturales y acontecimientos, que nos parecen de una vigencia absoluta en el contexto actual.

Otra de las iniciativas del proyecto Rialta es un blog de noticias que se ocupa del acontecer artístico y literario en la isla, y también más allá… ¿Crees que ha habido un vacío en tal sentido en la esfera pública cubana de estos días? ¿Cómo ves lo que se ha llamado el «periodismo independiente cubano»?

En los últimos cinco o seis años el territorio de los así llamados «medios independientes» en Cuba se ha diversificado notablemente: la esfera pública se ha poblado de voces, espacios, blogs, revistas, podcast, opinadores, influencers, youtubers… Gente quizás más informada y con toda seguridad más optimista que yo habla del nacimiento de un nuevo lenguaje capaz de poner voz a una realidad de nuevo signo. De un pluralismo del criterio. De un mayor dinamismo en el proceso de formación de la opinión pública. Hace tres años yo habría suscrito esos razonamientos. Con reservas, pero los habría suscrito. Ahí estaba el trabajo de El Estornudo y Periodismo de Barrio, por ejemplo, que instauraron métodos de trabajo sólidos, conquistaron algo parecido a un estilo, configuraron debates, armaron historias y con ellas una comunidad de lectores considerable dentro de la isla. Sacaron al periodismo independiente cubano (por independiente me refiero aquí a un modelo de gestión no vinculado con el entramado estatal ni sus criterios de exclusión) del pantano de amnesia, disimulo y naderías al que lo había empujado, no sin contorsiones, gente como Hugo Cancio y sus cautelas.

Pero en el año 2018, sospecho, actualizaron el manual de la Seguridad del Estado, en el sentido de recrudecer sus métodos: encarcelaron y torturaron de nueva cuenta al político opositor José Daniel Ferrer, comenzaron las detenciones sucesivas del artista Luis Manuel Otero Alcántara, quien estaba bajo asedio desde 2016 pero no le habían mostrado el calabozo hasta septiembre de 2018, cortaron el acceso a la página web de El Estornudo desde Cuba, clausuraron el centro cultural La Madriguera en La Habana, mientras el recién estrenado Presidente de la Repúblicamachacaba la tumbadora en Nueva York a ritmo de timbatón y, desde el 9/11 Memorial, justificaba el terrorismo por «el afán expansionista del capitalismo que crea tantos rencores y odios». Por esos días, además, el fenómeno Otaola prendía, se inflamaba, con su discurso apelativo y belicoso, con sus descalificaciones incendiarias, atizaba e inoculaba carácter político a figuras públicas tradicionalmente apolíticas. (Si en algo ha sido eficaz Otaola ha sido en politizar todas las tramas y personajes del folletín cubano). Espoleados entre la brutalidad extremada de los órganos represivos del Partido Comunista, el efectismo megalómano de Otaola, las alucinaciones pusilánimes de OnCuba y, concedamos, el azar en su forma más pura, los nuevos medios han sido arrastrados a un lugar muy precario, en un proceso que la pandemia no ha hecho más que acentuar hasta extremos estrafalarios.

En estos meses he visto a Anamely Ramos, una intelectual tan lúcida como apacible, ser arrastrada y golpeada por la policía política cubana, he visto al rapero Maykel Castillo coserse la boca a sangre fría, he visto a medios que hacían periodismo ciudadano convertidos al evangelio de cierta prensa enfática y militante, falaz, he visto a la esfera intelectual cubana desatada, mostrando su costado más sórdido, que por un exceso de autoafirmación ha llegado a asimilar la lógica del debate a la procacidad del chanchullo, he visto a una académica liberal, lesbiana y entusiasta de lo politically correct, fanfarronear con chistes homofóbicos y violencia indisimulada, he visto poetas reciclados en comediantes, artistas reciclados en periodistas y periodistas reciclados en agitadores, he visto a los gestores de ese think tank bananero que es La Joven Cuba juguetear con la idea de fusilamientos futuros, he visto un comunicador de El Toque acosar públicamente a los editores del Proyecto Inventario a golpe de tweets, he visto a la periodista Milena Recio, siempre propensa a ensayar oposiciones simétricas y falsas equivalencias, difundir una petición dirigida al candidato demócrata a la Presidencia de Estados Unidos para que «establezca políticas compasivas y humanas hacia Cuba», atribuyendo la falta de «alimentos y medicinas en ese pequeño y empobrecido país» a la gestión de Trump, por los mismos días en que el periodista independiente Abraham Jiménez Enoa, cofundador de El Estornudo y columnista en The Washington Post, era detenido, interrogado y amenazado por la Seguridad del Estado, ese mismo Estado que, por omisión, Milena victimiza y exime de responsabilidad y que recién acaba de negociar exitosamente un asiento en el Consejo de Derechos Humanos de la Organización de Naciones Unidas.

Este coctel, compuesto por la crecida de la represión (que en su desbordamiento está alcanzando incluso ámbitos sin traza política), el efecto Otaola (que ha provocado que varios medios comiencen a asimilar sus maneras) y la huella de la pandemia (que nos ha envenenado en todos los órdenes), ha restringido las condiciones de posibilidad del periodismo independiente cubano y sus agendas informativas. Como corolario de todo eso, triunfa el parasitismo de la opinión sobre el pensamiento. El pensamiento acepta moverse en el terreno de la violencia social, que es también el terreno de la violencia de la opinión. El cumplimiento de lo que Roberto Calasso ha llamado la fórmula paralizante del álgebra post-histórica, la exposición permanente de la historia prefigurada en la inmensa feria especulativa.

Publicado originalmente en El Estornudo.

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