Rebobinando las mangueras de oxígeno
Por Gean Moreno
Las imágenes del asalto al Capitolio el pasado 6 de enero son tan adecuadas para acabar con tantos mitos estadounidenses que el torrente de comentarios e indignación que ha venido después no debería sorprendernos. Pero, ¿qué estaba pasando detrás de esas imágenes, si podemos decirlo así, en el turbio telón de fondo de las relaciones de poder? Creo que, junto con la toma del Capitolio, lo que finalmente sucedió ese día fue la retirada del apoyo de la clase gobernante estadounidense al proyecto del trumpismo.
Comenzó con el retiro del apoyo militar, que se manifestó en la carta que diez exsecretarios de Defensa de los Estados Unidos firmaron y publicaron días antes de la certificación electoral en el Congreso. (Fue el gesto más que el contenido de la misiva lo que emitió las señales reales.) El retiro del apoyo político se evidenció en el distanciamiento del vicepresidente Mike Pence con respecto a las payasadas de la administración, mediante su propia carta abierta, y luego en el suave abandono por parte de los congresistas republicanos de alto rango de sus posiciones atrincheradas. El hecho de que la bolsa se haya despertado el jueves 7 de enero con una escalada enfática puede leerse como un signo de exclamación acerca del recién firmado divorcio entre el capital y el trumpismo, y como una señal de retiro del apoyo económico, junto con la más obvia negativa de las corporaciones a seguir financiando candidatos asociados con Trump.
Un golpe como el que fantasearon los partidarios de Trump necesita, para tener éxito, condiciones sociales específicas que por el momento no están presentes en Estados Unidos. Es en su incapacidad para entender las condiciones estructurales, tanto como en sus despreciables muestras de supremacismo blanco y en las conspiraciones de QAnon, donde brilla la pobreza analítica del trumpismo.
Un ingrediente útil para un golpe del tipo soñado es la presencia de disidencia interna en la clase dominante: un momento en que un sector de la misma debe movilizar nuevas fuerzas para adquirir poder sobre otro sector. No es un momento en que la sociedad sea puesta patas arriba, sino en que la clase dominante necesita reorganizarse ante nuevas condiciones históricas a fin de permanecer en su lugar, tal como ocurrió, por ejemplo, con el ascenso de la burguesía mercantil en Europa y sus esfuerzos para desplazar a la nobleza terrateniente en siglos pasados.
Entonces, esta no fue una guerra entre clases sino de una «guerra», librada en los órganos legislativos y en los medios de comunicación y en los campus universitarios en vez de los campos de batalla, entre una parte emergente de este estrato social que había adquirido riqueza y quería poder y otra parte que tenía poder pero que, en un paisaje tecnológico cambiante y ante nuevas relaciones sociales, estaba perdiendo su capacidad para perpetuar las condiciones a través de las cuales generaba la riqueza que sostenía su poder.
Es fácil concluir que el muy dinámico panorama estadounidense de la posguerra habría sido un escenario perfecto para la lucha al interior de las élites, con la aparición de un grupo de personas que descubrieron cómo extraer riqueza de la información y de las nuevas tecnologías de telecomunicación frente a una clase dominante cuyo poder se basaba en la vieja industrialización estadounidense y en la construcción del imperio. Sin embargo, parece que los conflictos que pudieron haber surgido en una situación tan volátil se vieron atenuados por las economías de financiarización que comenzaron en el decenio de 1980, y por la simultánea globalización que permitió el desplazamiento de las manufacturas a diversas partes del planeta sin que la clase de los propietarios sufriera las consecuencias.
Ambos lados del bloque gobernante, en un mundo de finanzas, extraen riqueza del capital en sí mismo, tanto como de los «medios de producción» que tienen a su disposición. Esta situación consolidó a la clase dominante estadounidense — compuesta por el poder corporativo (incluyendo a los titanes de las nuevas tecnologías), los capitalistas de riesgo, la riqueza heredada y el liderazgo militar — en un solo frente. Este frente, de manera experimental, respaldó el proyecto del trumpismo para ver qué restricciones podían debilitarse a fin de acelerar la reproducción de la riqueza. De ahí la desregulación desenfrenada, las exenciones fiscales para las corporaciones, las políticas de austeridad y los recortes a las salvaguardias sociales durante los últimos cuatro años. De ahí, también, la multiplicación masiva de la riqueza en los estratos más altos de la sociedad estadounidense desde 2016.
Pero la utilidad del trumpismo alcanzó su límite cuando el caos desatado amenazó con derrumbar el propio acuerdo político — con dos partidos siempre dispuestos a restringir cualquier cambio realmente progresista y un poder legislativo siempre deseoso de complacer los intereses correctos — que había sido tan bueno, en general, para la alta sociedad estadounidense durante el último siglo y medio.
Si el bloque gobernante estadounidense no hubiera constituido en este momento un frente unificado, si una parte del mismo hubiera estado luchando para elevarse por encima de otra y hubiera requerido las instituciones del Estado para ganar su partida, la movilización populista, como instrumento para un cambio de guardia al interior de la clase dominante, habría sido apoyada hasta el final. El asalto al Capitolio se habría convertido en un verdadero asalto al Palacio de Invierno, y no habría sido apenas ese enloquecedor pero, al final, triste e inútil espectáculo de unos cabezas de chorlito en disfraces de vikingo que ensayaban, en una involuntaria pieza paródica, la revuelta como cosplay y gritería adolescente, y que cobraban vergonzosamente cinco vidas.
*Traducción de Abel González Fernández.
Publicado originalmente en El Estornudo.