Que el Yuma no gane nunca

El Estornudo
8 min readNov 23, 2021
I Campeonato Nacional de Fútbol Callejero en Cuba / Foto: Jit

Por Ricardo Acostarana

Cuando chama, armábamos torneos de fútbol entre los muchachos del barrio. El terreno era casi media cuadra de la calle 21 del Vedado. Convertíamos pedrucones en porterías de siete pasos que constantemente quitábamos y poníamos cuando pasaba algún auto pitando desde la esquina.

Cada capitán de equipo escogía un país para identificar su formación y lo escribía con tiza en la acera. También se anotaban los goles y partidos ganados. Preferíamos los países a los clubes. En aquellos años éramos más de Copas del Mundo que de Ligas. Se jugaba todo el fin de semana. Solo recesábamos para almorzar. Incluso se jugaba bajo lluvia, siempre y cuando no tronara o relampagueara.

Según una ley no escrita, había algo simbólicamente superior en el hecho de llamarse Italia, Alemania, Brasil, España o Cuba, y no Estados Unidos. Nadie quería participar bajo el nombre del imperialismo, del enemigo de la revolución, del país culpable de que jugáramos con una pelota remendada y zapatos despegados.

En mi casa ocurría algo similar. Mi abuelo, fanático del deporte, repetía, parafraseando al Che Guevara: «A la Yuma, ni un tantico así y menos en el deporte. A esos degenerados hay que dejarlos en ridículo siempre que se pueda». Y en la escuela del barrio, donde estudiábamos todos los muchachos devenidos futbolistas callejeros, nos repetían la misma cantaleta.

El profe de Historia, que en su juventud practicó marcha deportiva, nos evaluaba periódicamente. Una de las preguntas siempre iba dirigida, de alguna manera, a responder cómo el movimiento deportivo cubano — ni idea de qué cosa era eso — lograba evadir las maniobras genocidas del cruel bloqueo americano. A la cuarta prueba ya le teníamos cogida la vuelta y respondíamos con los únicos tres argumentos posibles, los que nos había enseñado: con convicción profunda, con fervor revolucionario y bajo las ideas de nuestro invencible Comandante en Jefe.

Estaba también el caso del profe de Educación Física, ex militar. Él nos llevaba de la mano y corriendo en las clases. Nos preparaba — decía — para la vida y para una posible agresión del ejército americano. «Si alguno de ustedes algún día llega a ser deportista, esa será también su trinchera de combate, la manera que tendrán de defender la revolución».

Terminar primero en la vuelta al parque, hacer más planchas que nadie, o convertirse en monitor de Educaciónón Física daba más puntos entre las noviecitas de la escuela. Lo otro, ganar un concurso provincial de Matemática o Español, o preguntarle al profe de Historia, sin pelos en la lengua, qué cosa era aquello de «fervor revolucionario» y cuáles eran esas ideas de Fidel a seguir, no tenía tanto swing. Era una forma «sana» de adoctrinar al fallido hombre nuevo. Tal vez ni los mismos profesores eran conscientes de semejante barbaridad.

Han pasado más de quince años desde que terminé la secundaria. De mi abuelo heredé la pasión por los deportes. Las noches de la Liga Mundial de Volibol eran nuestras. Cada uno en su sillón, sin mirarnos a la cara, sin pestañar. Cuando jugábamos contra Estados Unidos, cada punto suponía para él una nueva victoria en Playa Girón o un Primero de enero. Si perdíamos un set, la culpa bien podía ser del árbitro. «Era pro yanqui», decía mi abuelo cuando se encabronaba y le gritaba al televisor. Si perdíamos el partido había que echarle la culpa al equipo americano completo, porque sí. «¡Como si fueran los mejores del mundo en todo!» Me miraba por fin y me dejaba solo.

No obstante, si un equipo nos eliminaba y se enfrentaba al elenco norteño, así fuera Mozambique, Burundi o Sri Lanka, mi abuelo seguía el partido para agradecer cada acción ganada por estos elencos. Si ganaban, decía que era como si Cuba le hubiese ganado también. Yo respetaba mucho a mi abuelo, hacía punto en boca y lo observaba con atención. No era posible tanto ensimismamiento, tanta enajenación patriótica, tanta politización disfrazada de dorsales y alto rendimiento.

¿Acaso el Movimiento Deportivo Cubano ha sido un elemento distintivo de todo el carácter guerrerista y confrontacional entre el castrismo y las diferentes administraciones estadounidenses? Un botón de muestra. Los Cuban Sugar Kings, eran filial de los Cincinatti Reds, y sus partidos los disputaban en el actual estadio Latinoamericano. Se proclamaron campeones en 1959 de la Pequeña Serie Mundial, categoría Triple A, antesala de las Ligas Mayores. En la temporada de 1960, año en que el gobierno comenzó a nacionalizar todas las empresas yanquis, los directivos de la Liga anunciaron el traslado de la franquicia fuera de Cuba.

En 1962 el profesionalismo fue arrancado de raíz. La idea de que el deporte era un derecho y un deber de la sociedad entraría a formar parte, subrepticiamente, de la filosofía castrense de la guerra de todo el pueblo contra el enemigo común, algo que ya había anunciado el propio Fidel Castro en carta a Celia Sánchez Manduley, con fecha 5 junio de 1958.

En esa pequeña misiva dejaba bien clara su posición: «Al ver los cohetes que tiraron en casa de Mario, me he jurado que los americanos van a pagar bien caro lo que están haciendo. Cuando esta guerra se acabe, empezará para mí una guerra mucho más larga y grande: la guerra que voy a echar contra ellos. Me doy cuenta que ese va a ser mi destino verdadero».

Las discrepancias políticas entre ambas orillas se agudizaron aun más cuando fueron negadas las visas a la delegación cubana para asistir, en 1966, a los X Juegos Centroamericanos y del Caribe de San Juan, Puerto Rico. Finalmente los permisos se concedieron, pero los atletas no fueron autorizados a pisar suelo «estadounidense» en medios de transportes cubanos. Fidel Castró montó a la delegación en el buque Cerro Pelado y, a cinco millas de las costas puertorriqueñas, fueron transbordados en lanchas con bandera del país sede.

Luego vino Campeonato Mundial de Béisbol en 1969. Esa historia era una constante en muchas conversaciones con mi abuelo. Él estuvo esa noche en el estadio de Quisqueya, República Dominicana, ciudad en la que trabajó unos meses en el área de las telecomunicaciones. «La segunda gran derrota del Imperialismo en América Latina fue ese título mundial que le arrancamos a la Yuma. Imagínate», me decía. «Todavía era muy reciente la intervención militar allá y ganarles a ellos fue un gesto de solidaridad con los dominicanos».

En 1976 ocurrió el atentado contra el avión de Cubana que regresaba del Campeonato Centroamericano de esgrima. La CIA estaba detrás de todo. Fue un crimen definitivo, que selló muchas cosas. «Ellos no podían permitir que nuestros jóvenes esgrimistas regresaran a la patria con sus medallas», repetía el profe de Historia de la secundaria cuando llegaba la efeméride. «Pero luego tomamos venganza en cada competencia contra los americanos».

Mi abuelo hacía los cuentos de los topes de boxeo, y cómo el país se paralizaba con cada subida al ring de un púgil antillano. «Cuando había boxeo, no era tiempo de novelitas». Durante casi veinte años (entre 1977 y 1995, de manera regular) cada puñetazo de las 159 peleas ganadas por Cuba a lo largo de 17 topes confirmaba la superioridad comunista sobre el mercantilismo imperial. Años antes, en las Olimpiadas de Múnich, 1972, el mayor boxeador amateur de la historia, Teófilo Stevenson, derribaba al estadounidense Duane Bobick, conocido como «La Esperanza Blanca». RSC en el tercer asalto, locura total.

Los encuentros de béisbol entre el equipo Cuba y las selecciones nacionales universitarias de Estados Unidos se convirtieron en otro campo de batalla. Se jugaba siempre en el Latino, a estadio lleno. Al enemigo había que caerle a batazos y strikes. ¡Qué importaba si eran unos adolescentes que poco o nada tenían que ver con la política exterior de la bandera! Todo olor a Yuma estaba maldecido. Lo que proviniera del norte prefiguraba un atentado moral contra la soberanía del pueblo. La prioridad de todo deportista, cuando competía contra Estados Unidos, era la defensa de la dignidad de millones de cubanos.

Para rematar, Fidel Castro decidió no asistir a los Juegos Olímpicos de Los Ángeles, 1984, en apoyo a los países del campo socialista que no participaron. «Sería ridículo decir que por cuestiones de seguridad no fuimos a Los Ángeles: fue estrictamente por razones de solidaridad», dijo en un discurso. De igual manera, nos quedaríamos en casa cuatro años después, cuando se celebraron los Juegos en Seúl, Corea del Sur. En ese caso se trataba de principios.

Poco a nada importaba en esas décadas el embargo estadounidense y su impacto en el Movimiento Deportivo Cubano. El embargo no existía mientras la URSS mantuviera sus generosas subvenciones y nos comportáramos como punta de lanza del socialismo real en Occidente.

Uno de los golpes supremos llegó en los Juegos Panamericanos de La Habana, 1991, pero un año después, en las Olimpiadas de Barcelona, la Isla ocupó un impresionante quinto lugar por naciones. Se alcanzaron 14 títulos y, de los 192 participantes, 146 lograron ubicarse entre los ocho primeros del mundo en sus respectivas disciplinas. Fidel Castro lo tenía claro. El éxito en el deporte le lavaba la cara al régimen político y su pésima administración económica. Todos los triunfos y medallas iban dedicados a él.

Cuando desapareció el Campo Socialista, Cuba estableció el Período Especial en Tiempos de Paz. El país se hundía en la pobreza. Se le pedía a la gente resistencia y sacrificio. Todo cambió de la noche a la mañana, pero el culpable seguía siendo el mismo. El tema del embargo resurgió como el ave fénix, y trajo sanciones más duras y pérdidas cuantiosas. Al mismo tiempo, el embargo es la carta de la baraja que hasta el día de hoy maneja el régimen cubano para justificar su incapacidad e ineptitud.

El sistema culpa al sistema, y luego muchos cubanos como mi abuelo trasladan esa culpa a cada atleta estadounidense que se enfrenta no ya a su similar de la Isla, sino al Movimiento Deportivo Cubano en pleno, a cada víctima del criminal «bloqueo».

En los recién concluidos Juegos Olímpicos de Tokio, 22 atletas cubanos representaron a otros diez países, entre ellos Pedro Pablo Pichardo, quien obtuvo oro en triple salto compitiendo por Portugal. En Río de Janeiro, cuatro años antes, fueron18. ¿Son todas esas naciones filiales del sueño americano? ¿Tendremos que asestarles un duro golpe a sus atletas cada vez que compitan con los nuestros, porque en ello nos va la vergüenza de un país?

De los muchachos del barrio, con los que jugaba en la calle 21, solo yo quedo en Cuba. El profe de Historia desapareció en la selva del Darién hace dos años, cuando atravesaba Centroamérica para llegar a Estados Unidos. El profe de Educación Física, en cambio, continúa detenido en alguna prisión desde que salió a la calle a manifestarse pacíficamente el 11 de julio. Y mi abuelo murió hace seis años, sin saber la verdad de todo.

Publicado originalmente en El Estornudo.

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