Nombres que matan
Por Juan Cárdenas
Llevo toda la semana hablando con amigos periodistas, nacionales y extranjeros, para tratar de explicarles por qué en estos momentos en Colombia es importante, crucial, diría yo, no colaborar con la narrativa del «vandalismo» y el «terrorismo urbano» que el gobierno ha puesto en marcha para justificar la represión. Y no porque no se hayan producido destrozos, no porque no haya habido saqueos, caos, confusión, incendios, grupitos de delincuentes que se apoderan de estaciones de gasolina y un largo etcétera. Todo eso está ocurriendo en las calles, por supuesto, pero, ¿por qué atribuirlo a «vándalos»? O mejor, ¿cuál es el efecto de explicar estos destrozos recurriendo a ese significante? ¿A qué realidad concreta responde? ¿Quiénes serían esos vándalos?
En primer lugar, observemos cuál es el efecto lingüístico y, por tanto, cognitivo: decimos «vándalos» e inmediatamente nos imaginamos a alguien sin rostro, preferiblemente joven, un agente del caos movido por apetitos irracionales que quiere pulverizar el orden y la normalidad, el buen funcionamiento de una sociedad donde la propiedad privada tiene un carácter casi sagrado. El vándalo es, en ese sentido, familiar cercano del iconoclasta religioso, el destructor de imágenes, alguien que comete un sacrilegio contra los bienes de los ciudadanos ubicados en el lado bueno de la fe (la mercancía, ya lo sabemos, reemplaza en nuestras sociedades a los objetos del culto). Y el vándalo es, por eso mismo, un avatar del terrorista que, como ha sido señalado por el pensamiento filosófico producido a comienzos de este siglo, fue el espantajo metafísico en el que se apoyaron todas las justificaciones de la Guerra contra el Terror, Guantánamo incluido. El terrorista, el iconoclasta y el vándalo son figuras que sirven para obturar cualquier posibilidad de que veamos a las personas de carne y hueso que hay detrás de la palabra, personas con una biografía y una historia colectiva. Son abstracciones que, al deshumanizar al objeto por ellas nominado, proporcionan una coartada moral a la posibilidad de su exterminio físico.
En el caso de Colombia esta deshumanización es, si cabe, más crítica y más peligrosa. Durante las últimas décadas, que coincidieron justamente con el inicio de la Guerra contra el Terror, aquí las políticas de seguridad se han basado en la fabricación de abstracciones para hacer digerible la idea de que ciertas personas merecen morir, de que hay, como dijo alguna vez el expresidente Uribe con su peculiar talento poético, buenos «muertos». Y es ese mismo proceso lingüístico el que debemos analizar si de verdad queremos entender los llamados falsos positivos y todas las otras formas de ejecución extrajudicial que la cultura paramilitar ayudó a normalizar en nuestra sociedad. El «vándalo» — como en su momento ocurrió con el «guerrillero narcoterrorista» — es presentado entonces como una amenaza a todo nuestro orden jurídico, alguien que ha cruzado una frontera por fuera de la ciudadanía, la humanidad y el civismo y es, en ese sentido, irrecuperable, esto es, susceptible de ser aniquilado. Y pese a no contemplar la pena de muerte legalmente, ya hemos comprobado que en Colombia ese orden jurídico sí está dispuesto a admitir el punto ciego de la aniquilación de ese otro radical como un mal necesario para su supuesta conservación.
Por eso, cada vez que, siguiendo un impulso ideológico o por simple pereza mental, un periodista bienintencionado repite la narrativa de los «vándalos» como responsables de los destrozos, está participando activamente en ese esquema necropolítico y está siendo funcional a la estrategia bélica que a esta hora llena nuestras calles de muertos y heridos. Que la policía esté ofreciendo recompensas millonarias por la captura de cada «vándalo» es ilustrativa de esta producción lingüística del cuerpo sacrificable.
Yo, amigos periodistas, colegas trabajadores de la palabra, no veo «vándalos» por ninguna parte. A lo sumo veo gente desesperada, gente hambrienta, veo muchachos que, sin ninguna otra oportunidad, se unieron a un combo de ladrones y ahora pescan en el río revuelto de las protestas y la permisividad de las fuerzas estatales, veo personas a las que se les ha negado cualquier otra forma de vida desde su infancia, sin acceso a los derechos más elementales en uno de los países más desiguales del planeta, sistemáticamente excluidos de cualquier beneficio estatal, acostumbrados a vivir al margen de eso que nosotros, desde el bando correcto de la mercancía, llamamos un estado social de derecho. Y sobre todo, veo policías infiltrados vestidos de civil, montones y montones de agentes de seguridad poniéndose el disfraz de manifestante con intenciones «vandálicas» como lo atestiguan los cientos de videos que circulan por las redes.
Parece mentira que tengamos que repetirlo, pero las palabras que usamos tienen efectos materiales sobre la realidad. Y es fundamental en estos instantes de máximo peligro, mientras el estado asesina indiscriminadamente a sus ciudadanos, encontrar la manera justa de decir y de narrar. Quienes trabajamos contando el mundo por escrito tenemos ese deber ético. Los nombres nos ayudan a organizar el caos de la vida, es cierto, pero un nombre mal puesto puede matar.
Publicado originalmente en El Estornudo.