No podemos creerle al Poder
Por Anamely Ramos
El barrio de San Isidro está más tranquilo que de costumbre. No fueron pocas las veces que vine acá a lo largo de estos meses, cuando me sentía triste o cansada de todo. Enseguida me contagiaba de la alegría circundante y de la buena energía que Luis Manuel [Otero] había generado con los vecinos. A él acudían lo mismo para hacer una llamada que para recibir consejos sobre qué hacer con los hijos adolescentes descarriados. De tanto venir acá, yo también comencé a involucrame, tanto que conozco más a estos vecinos que a los de mi edificio.
La relación del barrio con nosotros fue cambiando, de sospecha a curiosidad, después cariño y finalmente empatía, no exenta de ese escozor que da no entender plenamente lo que sucede en la cabeza de unos muchachos que se empeñan en luchar contra lo que no se puede luchar; porque si alguna idea tenemos los cubanos es que esto no se puede cambiar y que no vale la pena empeñarse en ello. Ante la fuerza desmovilizadora de esa idea, no hay diferencias culturales ni económicas. Ahí confluye lo mismo un profesional que una ama de casa, es una tara que heredamos y que confirmamos a lo largo de la vida.
Para mí, luchar significa la imposibilidad de conectarnos con algo más grande, de enfocar nuestra vida como servicio y minimizar un tanto esa maxima de «lo mío primero» que se ha instalado entre nosotros como resultado de décadas de no participación real en las decisiones del país. No se trata solo de una cuestión política, sino del tipo de relación social que se genera y que se convierte en el caldo de cultivo de la desidia y la baja autoestima. No creemos que podemos, simplemente. Le creemos demasiado al Poder y eso es lo único que al Poder no puede dársele.
Luis Manuel significa todo lo contrario. Él es en sí mismo un delirio hermoso. Detrás de su envoltura vanidosa y eufórica, hay una vocación de servicio que nace de esa conexión profunda con la gente. «No puedo vivir mi vida porque cuando salgo a la calle y miro los ojos de mis vecinos, de la viejita que vende cualquier cosa en la esquina, o del borracho que durmió en el banco, o de las madrinas que hacen la cola durante toda la madrugada para compar un pollo que no pueden dejar para sus hijos porque tienen que venderlo… cuando les miro a los ojos, su falta de más allá me mata, eso sí me mata».
Los ojos de Luis Manuel están llenos de más allá, una mezcla de visión indefinida, con un brillo y una tristeza mezclados. Él es como una fuerza de la naturaleza. No va abandonar la huelga, él está listo para morir si es necesario.
Luisito, como le dicen todos en el barrio, ahora no está, como antes disponible para todo. No puede. Los vecinos empiezan a desesperarse y vienen lo más tarde posible, aunque sea para verlo un momento, dormido. Una de las vecinas más viejas ya no quería salir una de las veces que entró a traernos café. «Tengo que quedarme con ustedes, Luis es nuestro hijo», y después repetía, nerviosa, mientras yo trataba de convencerla de que todo saldría bien: «Tienen que resistir, resistir, el barrio de San Isidro está con ustedes».
Publicado originalmente en El Estornudo