No entiendes, no. Una crítica de la legislación sobre abuso sexual en Cuba

El Estornudo
8 min readDec 14, 2021
Un violador en tu camino.

Por Frank Ajete Pidorych

El patriarcado es un juez que nos juzga por nacer, y nuestro castigo es la violencia que no ves.

Un violador en tu camino. LasTesis

En pos de leer las denuncias publicadas en El Estornudo este 8 de diciembre con alguna dosis de objetividad es necesario profundizar en tres conceptos socio-jurídicos: la violación, los delitos contra el pudor, y la prevalencia, todos saturados por las múltiples consecuencias de un statu quo patriarcal.

El patriarcado impone una realidad; como El Arquitecto en The Matrix diseña el código (también legal) de esa realidad. El patriarcado es una forma histórica de programación de lo real que a su vez escribe y reescribe lo real.

En particular, los códigos penales son una suerte de catálogos de castigos tasados para conductas consideradas lesivas según los «valores sociales» concebidos por ese gran Arquitecto que es el patriarcado. Esos valores a proteger reciben doctrinalmente el nombre de «bienes jurídicos». Así, el delito de homicidio castiga la transgresión del bien jurídico «vida»; el delito de lesiones «la integridad física»; el delito de robo «el patrimonio»; todos bienes jurídicos a los que el legislador extiende una protección coactiva.

Empero, la redacción de un tipo penal no tiene carácter didáctico, sino dispositivo: «el que mate a otro incurre en sanción de…».[1] El objeto de protección, la clasificación del delito en sus múltiples variantes, los principios que ordenan el código en el cual se inserta esa disposición, todo eso corre a cuenta del exégeta, del operador del derecho.

Los códigos penales europeos hablaban de «violación y otros delitos contra el pudor y las buenas costumbres» hasta la década de los noventa del pasado siglo en lo que la jurista franco-argentina Marcela Iacub denominó en alguna ocasión como el paradigma consensualista.

Hasta ese momento, la violación era considerada mayoritariamente como la penetración efectiva y no consensuada del pene en la vagina, y el resto de las tantas posibilidades de abusar sexualmente apenas una especie de peccata minuta descrita como «otros delitos contra el pudor y las buenas costumbres». Ni siquiera se atendía a la intensidad del ataque, sino a la posibilidad de una procreación indeseada en tanto afrenta contra la familia como sacra institución. Una penetración por vía anal — o «contra natura», según la definición patriarcal de los textos legales — no se entendía como una violación, sino como una afrenta al pudor, como una afrenta a la vergüenza del sujeto pasivo de esa agresión.

Esta realidad deriva del valor que pretendía proteger el legislador hombre, y su interpretación de la «mujer-complemento familiar» en lugar de «mujer-mujer». Se protegía, sobre todo, la familia, y en segundo término «el pudor» de la víctima.

Dicho razonamiento, que pudiese provocar muecas en el más conservador, tiene una vigencia bufonesca pero innegable. Lejos de ser una transcripción de algún código mormón, este fragmento pertenece a una tesis de grado publicada en el portal de la Universidad de San Gregorio de Portoviejo, en Ecuador:

El pudor es un sentimiento muy personal que nadie lo puede calificar de ninguna manera, sin embargo para otorgarle su importancia dentro de la sociedad y que sea considerado como tal, se convierte en un bien jurídico protegido legalmente en la Constitución de la República Ecuatoriana […]. El pudor como un bien jurídico tiene tanta importancia como los demás, comúnmente percibimos la necesidad de proteger nuestra intimidad personal y más aún cuando se trata de un ataque que trasgrede nuestra integridad moral y sexual, sabiendo que tras siglos se ha visto a la mujer como el género más vulnerable a recibir este tipo de agresiones no es menos cierto que el varón también ha demostrado dependiendo de las circunstancias y situaciones debilidad para enfrentar y defenderse ante hechos que atenten contra su pudor.

Pero antes de emprenderla a pedradas contra el techo del vecino, otro repaso a la legislación cubana. El Título XI del Código Penal cubano se consagra «delitos contra el normal desarrollo de las relaciones sexuales y contra la familia, la infancia y la juventud». Permanece ahí el vínculo ideal de lo sexual con la familia como institución.

El primer artículo que lo compone es el delito de violación (298.1): «Se sanciona con privación de libertad de cuatro a diez años al que tenga acceso carnal con una mujer, sea por vía normal o contra natura». Reconoce como violación la penetración tanto vaginal como anal, pero excluye de la conceptualización cualquier otra forma de abuso sexual, y excluye además la posibilidad de que un hombre pueda ser víctima de una violación. Esta idea excluyente de «violación versus no violación» resulta fuente de debates insulsos sobre lo que en última instancia son abusos sexuales violatorios del bien jurídico a proteger.

En el siguiente artículo del Título XI, «pederastia con violencia» (299), se lee: «El que cometa actos de pederastia activa empleando violencia o intimidación, o aprovechando que la víctima esté privada de razón o de sentido o incapacitada para resistir, es sancionado con privación de libertad de siete a quince años». Aquí se describe una violación contra un hombre, pero se le ofrece una nomenclatura abiertamente machista. La Real Academia de la Lengua excluyó en su vigesimotercera edición la acepción tercera de esta palabra como «práctica del coito anal», como sinónimo de sodomía. Actualmente solo se aprecian dos acepciones: «inclinación erótica hacia los niños» y «abuso sexual cometido con niños». El término pederastia se utilizaba anteriormente como sinónimo de homosexualidad — incluso luego de ser acuñada la palabra homosexual — , y en última instancia como nomenclatura para describir el coito anal. En el artículo del Código Penal cubano, relativo a la violación, se prevé la posibilidad de cometer violación contra una mujer a través del coito anal. De tal suerte, el contenido del artículo 299 ha sido escindido y puesto en redacción aparte con la única «utilidad» de separar la misma agresión en base al género de la víctima, y de castigar con mayores penas a quien atente contra el sacro ojete de un macho patrio.

Finalmente, el gran saco, los «abusos lascivos»: «El que, sin ánimo de acceso carnal, abuse lascivamente de una persona de uno u otro sexo, incurre en sanción de privación de libertad de seis meses a dos años o multa de doscientas a quinientas cuotas […]. Si en el abuso lascivo no concurre ninguna de las circunstancias a que se refieren los apartados 1, 2,3 y 4 del artículo 298, la sanción es de privación de libertad de tres meses a un año o multa de cien a trescientas cuotas».

Nuevamente, la idea de la violación solo como penetración y menudencias conexas. Para ofrecer visualidad a esta jerigonza legal: el legislador en este caso ha entendido que si un sujeto fuerza a otro, cuchillo en mano, a satisfacer la fantasía sexual más retorcida, pero esa fantasía no incluye la penetración del pene por alguno de los dos orificios calificados como «normal» y «contra natura», una sanción equivalente a la afrenta cometida puede ser apenas «una multa de cien a trescientas cuotas».

Esa posibilidad… esta idea de que existe «la violación», y luego hay una serie de naderías contra, eso sí, el pudor, emana de la confusión de los juristas — machos — europeos previos al «paradigma consensualista» sobre el objeto de protección en los delitos de abusos sexuales. Una confusión que, según hemos visto, comparten la Universidad San Gregorio de Portoviejo y el legislador cubano.

El bien jurídico a proteger es la libertad sexual, la libre elección de quereres y sujetos con quienes disfrutar esos quereres. No se protege el honor, el pudor, la familia o las buenas costumbres, no se protegen sacros orificios ni deontologías sexuales, se protege la libertad sexual, y eso es lo que se «viola».

Me viola el que me penetra sin mi consentimiento; me viola el que me toca lascivamente sin mi consentimiento; me viola el que se prevalece[2] de una posición determinada para anular o menguar mi voluntad, o para confundirme o presionarme, y me violan porque lo «violado» no es un orificio, sino una voluntad, lo que se viola es mi libertad sexual. Otra cosa es el grado de daño en esa violación, la intensidad con la que mi integridad física y sexual ha sido violentada. Pero el acto es siempre el mismo, la afrenta es la misma: la violación.

Esa visión machista sobre los abusos sexuales no es exclusiva del legislador. Los delitos de «abusos lascivos» no solo son ninguneados dentro del aparato legal. Por supuesto, la gran codificación patriarcal se refleja en casi todos los ámbitos sociales. La normalización de determinados niveles de violencia — comenzando por el tan controvertido piropo — , unido a la idea colectiva de la «importancia del pudor», o la estigmatización de aquellos cuya «probidad social» ha sido ultrajada, son en buena medida las causas de los tantísimos abusos que las víctimas callan, o de las denuncias postergadas durante años, incluso de la frecuente confusión de las propias víctimas sobre si han sufrido o no un abuso sexual.

Finalmente, el prevalimiento. En el ámbito jurídico penal el prevalimiento indica una situación de superioridad que el sujeto activo del delito utiliza en su favor para prevalecer sobre su víctima. En la sentencia del Tribunal Supremo Español 198/2018 de 25 de abril se ofrece la siguiente definición: «consiste en una situación de superioridad o ventaja del sujeto activo sobre el pasivo y supone que el sujeto activo ha conseguido, valiéndose de ella, la captación de la voluntad de la víctima manejándola y sometiéndola a sus apetencias sexuales». Entonces, emplea prevalimiento el profesor que corteja a sus alumnos, el militar o jefe contra sus subordinados, el «tarajayú» contra quienes apenas alcanzan la pubertad…, y emplea prevalimiento quien amparado en una religión (que irrespeta) desnaturaliza un ritual para satisfacer apetencias sexuales propias en detrimento de la libertad sexual del otro.

El Código Penal cubano tiene un artículo (305) que doctrinalmente supone el clásico ejemplo del prevalimiento: «el estupro». Reza: «El que tenga relación sexual con mujer soltera mayor de 12 años y menor de 16, empleando abuso de autoridad o engaño, incurre en sanción de privación de libertad de tres meses a un año».

Este artículo se encuentra en el capítulo II del Título XI, y se denomina «delitos contra el normal desarrollo de la familia». Evidentemente, reproduce la mencionada confusión sobre el bien jurídico a proteger. Según su letra, el único sujeto pasivo de este delito es la «mujer soltera», porque se trata de no «mancillar» al pater familiae. Ni siquiera el niño soltero queda protegido del prevalimiento, porque también para el legislador cubano hay que ser hombre a todas.

Con esa filosofía legal sobre los abusos sexuales, reflejo de las deformaciones inscritas por el patriarcado, con ese obsceno ninguneo al asumir la violencia como tal, con ese machismo rampante, no asombra que haya mucha gente descolocada por estos días. Luego de cinco denuncias públicas, coherentes, coincidentes, temporalmente concordantes, que señalan nombres y lugares, aún he de escuchar a ratos: «Pero, no entiendo, ¿hay pruebas contra Fernando Bécquer?».No entiendes, no.

[1] Artículo 261 del Código Penal cubano. Homicidio.

[2] El término de prevalición está muy relacionado con los delitos por abusos sexuales. En el Código Penal cubano se hace referencia indirecta el artículo 53 g): «cometer el delito con abuso de poder, autoridad o confianza».

Publicado originalmente en El Estornudo.

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