Naomi Osaka: la grulla japonesa
Camina tranquila por los vestuarios de los torneos, tímida, pero con aire resuelto. Tiene veintidós años. Se llama Naomi Osaka, es una de las mejores tenistas del mundo, y saltó a la fama por ganarle la final del US Open 2018 a Serena Williams. Para muchos, ella es la heredera de Williams y la futura dominadora del circuito femenino. Naomi Osaka es hija del Japón hiperdesarrollado de fines del milenio, un país que, desde la ocupación por parte de Estados Unidos tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, experimentó un espectacular crecimiento económico que serviría de ejemplo a muchas otras economías a partir de los años sesenta y setenta.
Leonard François, haitiano de nacimiento, y Tamaki, japonesa, se conocieron en la década de los ochenta en la ciudad de Osaka, donde contrajeron matrimonio. Fruto de esa unión nacieron Mari y Naomi, quienes apenas se llevan un año de edad. Naomi vivió sus primeros tiempos en la Región de Hokkaidō; cuando cumplió tres, su familia se trasladó a Long Island, Nueva York, para después instalarse definitivamente en la Florida. Con ocho años empezó a jugar al tenis por decisión de su padre, que vio jugar a las hermanas Williams en el Roland Garros de 1999 y pudo conocer al padre de estas, Richard. Fue allí cuando a Leonard se le metió entre ceja y ceja que sus hijas debían imitar a Venus y a Serena. Aunque en Estados Unidos el tenis compita con muchos otros deportes, a menudo ha sido visto por los extranjeros como un salvoconducto hacia el «sueño americano».
Naomi amaba la soledad de su cuarto. Con ese carácter introvertido de muchos japoneses, buscaba consuelo en animes como Pokemon y Digimon. Sus padres la sobreprotegieron. Solo en la pista de tenis se sentía libre. Era su jardín particular. Disfrutaba las largas tardes primaverales de intenso entrenamiento en las canchas públicas de Pembroke Pines, la ciudad principal del área metropolitana de Miami. Mientras jugaba, tenía en mente a Serena Williams. Esos tal vez serían los recuerdos más queridos de su infancia, los que nunca relegaría al desván de los trastos viejos.
Sascha Bajin: el hombre que por estar renunció a ser
El debut de Naomi Osaka en el circuito profesional se produjo en 2014 cuando, con apenas 17 años venció en el torneo de Stanford a toda una campeona de Grand Slam como la australiana Samantha Stosur, salvando un match point en el segundo set, para luego forzar un desempate. Osaka tenía hechuras de buena jugadora. Pero necesitaba una figura que le inculcara la paciencia y la calma necesarias. Sus años 2015 y 2016 estuvieron llenos de claroscuros: avanzaba en el ranking, pero no al ritmo deseado, no, al menos, al ritmo que esperaba la prensa especializada. Fue entonces cuando a finales de 2017 llegó una figura clave en su carrera: Sascha Bajin, ahora su exentrenador.
El alemán es un hombre sonriente y paciente: cualidades muy necesarias cuando tienes que pilotar la carrera de una joven promesa. Él mismo fue tenista y estaba destinado a ser uno de los grandes jugadores de su generación, pero el destino y las lesiones lo impidieron.
Tras abandonar su carrera deportiva, Bajin pasó rápidamente a la acción y trabajó como sparring de Serena Williams, quien se fijó en él inmediatamente: era el hombre idóneo para medir la intensidad de sus golpes. El teutón llevó a Serena al límite en sus entrenamientos, entablaron una relación muy especial durante el tiempo en que estuvieron juntos. «Es parte de mi familia. Como mi hermano mayor», llegó a afirmar la menor de las Williams en una entrevista. En esos diez años que estuvieron juntos, Serena consiguió diez Grand Slams. Una cifra monstruosa. Posteriormente, Bajin trabajó con otras campeonas como Caroline Wozniacki y Victoria Azarenka.
Pero Naomi Osaka iba a ser el gran proyecto de Bajin. Cuando el alemán conoció a la japonesa, su primera impresión fue esta: «Pensé que ella era un poco diva porque no hablaba mucho. No mira a los ojos a la otra persona, pero me di cuenta de que era muy tímida. Cuando la conoces te das cuenta de que tiene una personalidad única».
Para él, Osaka era un diamante sin pulir; ella vio en Bajin a ese maestro zen que necesitaba para acercarse al siguiente nivel. Son sintomáticas las palabras de Naomi sobre su entrenador en la rueda de prensa posterior a su victoria en la final del US Open 2018: «Lo elegí para trabajar porque se torció el tobillo a los cinco minutos de empezar a entrenar. Pensé: ¡Esta es la persona que me va a ayudar! Es muy optimista. Y para mí eso es muy importante porque tiendo a estar en mi mundo. Esa es una de las principales razones por las que lo elegí». La forma de entrenar de Sascha Bajin era distinta a la de otros entrenadores del circuito: quería que su pupila se diera cuenta por sí misma de su potencial; no buscaba influenciarla más de lo debido. No era como Toni Nadal con Rafael Nadal, o como Ivan Lendl con Andy Murray: entrenadores tan disciplinados, con personalidades tan fuertes, que acaban creando soldados a la par que jugadores.
En marzo de 2018 llegó el primer momento de inflexión para Naomi Osaka: su victoria en Indian Wells, Estados Unidos. En la final, ante la rusa Daria Kasatkina, jugó un tenis inteligente de principio a fin. Con una sonrisa tímida la japonesa levantó su primer gran trofeo. Sin embargo, no iba a tener mucho tiempo para saborear el éxito porque inmediatamente tuvo que viajar a Florida para jugar otro torneo tan importante como el de Miami. Allí cayó en octavos víctima del esfuerzo y el desgaste emocional de Indian Wells. Pero debutó en el torneo ante su ídolo: una Serena Williams que buscaba recuperar su mejor versión tras alejarse de las pistas de tenis durante su embarazo.
El encuentro no tuvo mucha historia. La inmensa mayoría pensábamos que a Serena le llevaría algún tiempo alcanzar un buen ritmo competitivo, pero no que la japonesa la derrotaría con tanta facilidad. Un preludio de lo que sucedería meses más tarde en Nueva York. Después de haber sido eliminada por la ucraniana Elina Svitolina en Miami, Naomi encaró la gira europea de tierra, que no fue satisfactoria. Aún no tenía la paciencia imprescindible para jugar en esa superficie: había que trabajar mucho más los puntos, no podía acabarlos con rapidez, como a ella le gusta, y, sobre todo, había que correr más que en cemento y en hierba. Mejoró en la gira de césped. Perdió en octavos de Wimbledon ante la alemana Angie Kerber, a la postre campeona del torneo.
US Open 2018: Elegida para la gloria. Lo que hay que tener
El US Open 2018 no estuvo exento de polémica. La organización decidió ralentizar las pistas sin comunicarlo con antelación a los jugadores. Este detalle puede parecer insignificante, pero, a la hora de estructurar los entrenamientos, cuenta y mucho. El primero en pronunciarse fue uno de los cabezas de fila del tenis estadounidense, Jim Courier, quien declaró que la organización del evento lo hacía para beneficiar a los tenistas norteamericanos, algo que, por supuesto, negó el director del torneo. Para que el lector lo entienda: una pista dura lenta puede beneficiar a tenistas con muy buen saque, como es el caso de Serena Williams o la propia Naomi Osaka, ya que la bola toma muchísima altura. Pero en los peloteos también puede penalizar a Osaka o a Serena porque la pelota no alcanza la misma velocidad que en hierba o en pistas duras más rápidas como las del Australian Open.
La japonesa comenzó con autoridad. Solo sufrió ante una bestia física y tenística como la bielorrusa Aryna Sabalenka, en octavos de final. Iba pasando rondas sin hacer mucho ruido, fiel a su estilo habitual. Los expertos daban como favoritas a las top ten, y a una Serena Williams, que poco a poco se iba acercando a una muy buena versión de sí misma. Casi nadie reparaba en la japonesa. Mary Pierce, la gran campeona del tenis francés, fue de las pocas que adjudicó algún favoritismo a Osaka: «Naomi juega con el factor de que poca gente cuenta con ella. En un deporte tan mental como el tenis, jugar sin presión es fundamental», dijo antes de que comenzaran las semifinales. Razón no le faltó. Madison Keys, finalista de la edición de 2017, fue derrotada contundentemente por la nipona. Posteriormente, en rueda de prensa, la jugadora estadounidense lanzó una advertencia a Williams sobre su contrincante en la final: «Que tenga cuidado Serena porque no le va a esperar un partido fácil ante Osaka».
La final del torneo era un encuentro entre pasado y futuro. Entre maestra y alumna. El sueño de Naomi se hacía realidad. Serena buscaba su Grand Slam número veinticuatro y empatar a la australiana Margaret Court en la cima de todos los tiempos; Naomi era la aspirante. Llama la atención el contraste entre las personalidades de ambas: Serena Williams, majestuosa y arrogante, segura de saldar su cuenta con la historia de este deporte; Naomi Osaka, una guerrera silenciosa, una tímida, pero apasionada tenista, amante de la serie Pokemon — cuando en una entrevista le preguntaron sobre sus expectativas, ella respondió, sin embargo, con esta frase de la serie: «Llegaré a ser la mejor, la mejor que habrá jamás» — . Ahora tenía que batallar contra una leyenda del tenis y contra las veinticuatro mil personas que llenaban el estadio Arthur Ashe.
Primero salta a pista la joven retadora, distante, saludando discretamente al público. Luego aparece Serena, dispuesta, erguida, con los ojos entornados como los de una gata. No iba a permitir que una outsider de veinte años le amargara su fiesta.
Pero se iba a llevar una sorpresa.
Osaka golpea primero. Toma la iniciativa y empieza a mover a su rival de esquina a esquina. La táctica de la nipona consiste en alargar los puntos para castigar el físico de Serena. Serena cae en la trampa: acepta la batalla física. La noche, cerrada y húmeda, condiciona el partido: la bola pesa más y es difícil de controlar. El juego se vuelve más lento, y en esas circunstancias Naomi, por su potencia y su juventud, tiene ventaja. Rápidamente se pone break arriba, enseñando credenciales a su maestra. Cualquiera que haya visto jugar a Serena Williams a lo largo de todos estos años habrá observado que experimenta ciertos problemas con jugadoras que juegan de poder a poder. Le sucedió con Garbiñe Muguruza en la final de Roland Garros de 2016, con su hermana Venus en las finales de Grand Slam que perdió ante ella. Serena sufre, y más con el paso de los años, ante quienes le plantean un duelo con sus mismas armas. Osaka juega sin inmutarse, mirando su raqueta, ajustando el cordaje, como si estuviera en un simple entrenamiento y no en el partido más importante de su vida.
La menor de las Williams, conforme avanza el partido, va descomponiéndose. Su obsesión con el récord de Margaret Court pudo pasarle factura. Las continuas declaraciones sobre ese objetivo pudieron añadirle una presión extra. Y en el partido se acabó notando.
Serena se desespera ante los saques a más de ciento ochenta kilómetros por hora de su contrincante. La japonesa persiste en su patrón de ahogarla con intercambios largos, usando ángulos cortos con su revés y su derecha para sacarla de la línea de fondo y obligarla a devolver la pelota casi fuera de la pista. Se necesita mucha confianza para plantear ese partido ante una leyenda como Serena. A la menor de las Williams se le empieza a dibujar una mueca de desdén, incapaz de tomarle el pulso a su rival. ¿Han visto ustedes las caras de asco de Bela Lugosi en sus películas? Pues así tenía el gesto la estadounidense durante gran parte del encuentro. Osaka le endosa el 6–2 con un saque al cuerpo de la norteamericana. Parecía que manejaba una Beretta 92 en vez de una raqueta de tenis.
Firme, hierática, ve cómo su contrincante, poco a poco, se mete en un laberinto de incertidumbre. Serena acusa todavía la falta de rodaje después de su maternidad. Aun así, intenta vender su piel lo más cara posible. Sabe en su fuero interno que su antagonista se muestra superior, pero está dispuesta a gastar su último cartucho. Aprieta los dientes y consigue romperle el saque a la asiática en el segundo set (3–1). Espera, con suerte, algún pequeño bajón de su parte.
En algún momento la japonesa tendría que sentir la presión del imponente escenario donde se jugaba la final, el empuje de un público volcado con Serena Williams. Sin embargo, la alegría iba a durarle poco a la norteamericana.
Osaka consigue devolverle el break e igualar el partido de nuevo (3–3). Con un juego en blanco y un saque directo, vuelve a generar dudas en el juego de la estadounidense.
Uno de los errores de Serena en la final: no aprovechar el hecho de que Osaka, como por ejemplo Novak Djokovic, es una baseliner — jugadora de fondo de pista — que sufre cuando le dejan bolas cortas y tiene que subir forzosamente a la red para volear. Si Serena hubiera obligado a volear a su contrincante más a menudo, quizás le habría añadido la presión extra necesaria para cambiar el signo del encuentro.
Serena, impotente ante el vigor y la sangre fría de la japonesa, decide activar el plan B: montar una trifulca. El árbitro de la final, el portugués Carlos Ramos, ya ha advertido a la norteamericana de que su entrenador estaba haciendo coaching, infracción castigada con un warning. Como se sabe, el entrenador tiene prohibido dar indicaciones tácticas a su jugadora desde las gradas. Puede animar y aplaudir. Pero no hacerle señas sobre cómo jugar el partido. Ante la amonestación del juez de silla, Serena protesta airadamente a lo largo del set.
Si Nietzsche y Azorín vivieran, habrían escrito sobre el «eterno retorno» inspirándose en las polémicas de Serena con los jueces de silla y de pista a lo largo de su carrera. Retrocedamos en el tiempo. Año 2009, semifinal de este mismo torneo entre la pequeña de las Williams y Kim Clijsters. La belga le plantea un partido tácticamente perfecto: Serena está nerviosa por la resistencia numantina de una rival que parece una pared y lo devuelve todo. Con 6–4, 6–5 y dos bolas de partido en contra, Serena comete una falta de pie; la jueza de pista se percata y señala la infracción. En ese momento, Serena pierde los estribos, detiene el partido y le espeta un sonoro «Te voy a matar». La mujer se lo hace saber entonces al juez de silla, que inmediatamente baja y avisa a dos de los encargados de la organización del evento. Tras parlamentar con ella — si es que se puede hablar con Serena cuando parece Linda Blair en El exorcista — , deciden expulsarla.
En el año 2011, en la final del US Open, volvió a hacer lo mismo. La jueza de silla, Eva Asderaki, la reprende por sus gritos: una clara maniobra para desconcentrar a una Samantha Stosur, su contrincante en la final, quien le había metido un 6–2 en el primer set en menos de media hora de partido y estaba dominando a placer el encuentro. Asderaki, famosa por sus decisiones salomónicas y su mano izquierda, le dice que no está permitido hacer eso, señalándole que es una falta de respeto a su rival. Después de la amonestación, la respuesta de Serena fue la siguiente: «Eres fea por dentro y estás llena de odio. Si te cruzas conmigo, mira hacia otro lado. ¡No me mires!»
Ante Osaka, con 5–3 en su contra, se repitió la misma historia. Serena encara a Carlos Ramos y estalla, deshaciéndose en aspavientos y exigiendo una disculpa. El público comienza a silbar tanto a Ramos como a la propia Naomi Osaka, que se mantiene impasible en su lado de la pista. El partido se detiene durante un rato. Sobre las interrupciones en el mundo del tenis hay una clara tendencia: el parón, bien por lluvia, por solicitud de atención médica o por protestarle al juez de silla, suele perjudicar a quien va ganando y favorecer a quien va perdiendo. En un deporte como el tenis, en que el ritmo y las sensaciones son fundamentales, una interrupción significa a menudo perder tensión competitiva. Sin embargo, quien va por detrás puede tomar aire y replantear su táctica. En esta ocasión no sucedió así.
El público se comportó de forma grosera, como en la final del US Open del año 2015 entre Federer y Djokovic, cuando aplaudieron las dobles faltas del serbio. Es entonces cuando se demuestra quién vale y quién no: ese 8 de septiembre de 2018 la japonesa se ganó mi corazón y el de otros muchos aficionados al tenis, no solo por su juego, sino por su fortaleza mental. Tras una hora y veinte de partido, se convirtió en la campeona, pese a Serena Williams y sus tácticas dilatorias, pese al público, pese al calor y la humedad. El marcador: 6–2, 6–4.
Durante la ceremonia de entrega de los trofeos, arreciaron los silbidos. Parecía que Naomi tenía que pedir perdón por haber ganado a Serena. «Crecí viéndola jugar y aún no me creo que me haya podido enfrentar ante ella en esta pista», dijo. Dio las gracias al público por apoyarla y, en ese instante, se le cayeron las lágrimas. La presión competitiva y el incesante runrún de reprobación por parte de los aficionados hicieron mella. Entonces la aplaudieron, por protocolo. Naomi Osaka había sido elegida para la gloria tenística, pero no para el público estadounidense. Serena, la misma que antes le reventó la final, se dirigió a ella, la arropó y le pasó una mano alrededor de los hombros. Dijo un «no te tienes que avergonzar de nada» que sonaba a broma. Pero la japonesa siguió ocultando el rostro con su visera. El que tendría que ser el día más feliz de su vida se convirtió, al menos durante un rato, en una misa fúnebre.
Osaka no ganó solo un Grand Slam en Flushing Meadows; también conquistó una identidad. Hay partidos que humanizan. El público conectó con Pete Sampras cuando lloró en la pista central del Open de Australia ante Jim Courier, en la edición de 1995, tras enterarse de que su entrenador había muerto. Sampras demostró que no era un robot y el público hizo suyo ese dolor en aquel instante. Lo que desde mi punto de vista hizo a Roger Federer un deportista legendario no fue solo su tenis, sino también la humildad que mostró cuando perdió la final de Australia 2009 ante Rafael Nadal. Aquel «esto me está matando» en el discurso de entrega de trofeos y el abrazo posterior de Nadal dieron la vuelta al mundo.
Australia 2019: Confirmación de la estrella
Después de un final de temporada 2018 en que disputó primer WTA Tour Finals en Singapur (perdió en fase de grupos), Naomi Osaka encaró la gira australiana con ciertas dudas, sobre todo, tras su derrota en las semifinales de Brisbane. El Open de Australia es un torneo proclive a las sorpresas porque los jugadores llegan a Melbourne después de haber hecho una pretemporada casi siempre corta y tienen que adaptarse, además, al infame calor de la ciudad. Osaka superó las dos primeras rondas sin problemas; su primer test serio llegó en el tercer match ante la taiwanesa Su-Wei Hsieh: una jugadora heterodoxa que juega imprimiéndole mucho efecto a la bola y con cambios de ritmo constantes. La japonesa sufrió. De hecho, perdió el primer set e iba 2–4 abajo en el segundo. Casi estaba fuera del torneo. Pero se puso el mono de trabajo y supo solventar la situación.
«Naomi tiene que aprender que no siempre va a poder imponer su juego. Saber sufrir en el tenis es lo que hace ganar Grand Slams», dijo Bajin poco después de que finalizara el partido. Ante Elina Svitolina y Karolina Pliskova, en cuartos y semifinales respectivamente, volvió a sacar su mejor versión. La pista se adaptaba perfectamente a su estilo de juego: además, la japonesa se presentó en el torneo con una musculatura mucho más definida; se veía más ágil en pista. Antes tenía problemas para mantener estable su cuerpo a la hora de golpear en carrera, pero en el Australian Open sus progresos en cuanto a coordinación y velocidad eran evidentes. Y los necesitaría, porque en la final esperaba una de las mejores tenistas de los últimos años: la checa Petra Kvitova, quien había hecho un torneo prácticamente impecable. Para Petra no solo estaba en juego un torneo, sino también una batalla contra sus demonios internos.
Kvitova llevaba sin pisar la final de un Grand Slam desde Wimbledon 2014, cuando ganó su segundo entorchado en el All England Lawn Tennis Club. Su vida cambió el 26 de diciembre de 2016, cuando un ladrón intentó robar en su casa. Se enfrentó al agresor y en el forcejeo sufrió una lesión en su mano que la apartó de la competición durante la primera mitad del año 2017. Quedó el trauma. Incluso se especuló sobre su retirada. Este partido era la oportunidad perfecta para sacudirse el flagelo de su dramática historia personal. Decía Balzac que «una persona que no lucha contra sus miedos merece vivir con ellos toda la vida».
Una vez comenzó el partido Osaka centró el juego en el revés de su contrincante. Su táctica era mandar la bola cerca de las líneas e intentar alejar a la checa al menos un metro o dos de la línea de fondo. Cuanto más dentro de pista se mete Kvitova, más peligrosa es.
La estrategia de Kvitova, por otro lado — a diferencia de Serena Williams en la final del US Open 2018 — , consistía en no permitir que se alargaran los puntos más allá de cinco golpes: conseguía un tiro ganador o, por el contrario, pelota al pasillo de dobles o a la red. No quería darle ritmo a la japonesa; si se metía en una batalla física contra Naomi, seguramente lo acabaría pagando, tal como le pasó a Serena en Nueva York. Pero eso la llevó a cometer algunos costosos errores no forzados y a perder el primer set en tie break. Al principio de la segunda manda parecía que a la checa le ganaban los nervios por disputar una final de un Grand Slam después de tanto tiempo.
Mary Joe Fernández, comentarista habitual de ESPN para Estados Unidos en los partidos de tenis femenino, tenía claro quién era su favorita: «La tenista con más talento que he visto en muchos años es Petra Kvitova».
Durante el partido la checa varió su tenis: no le quedaba más remedio que usar el revés cortado para incomodar y propiciar los fallos de su oponente. También hizo un uso inteligente de las dejadas: sabedora de que en la pista central del Abierto de Australia las pelotas botan menos, aquella era una buena forma de romperle el ritmo a la asiática.
Inesperadamente, Osaka pierde los nervios a final del segundo set, cuando saca para ganar el partido, luego de desaprovechar tres puntos de match con el servicio de Kvitova. Encima de todo hay poco viento; el partido parece que se disputa en pista cubierta, donde la checa es una gran especialista. Sus golpes planos y secos de derecha y de revés empiezan a descolocar a una Osaka que se ve obligada a golpear bolas cortas. Petra aprovecha para castigar a placer. La nipona se enfada consigo misma al ver cómo las bolas que antes entraban con facilidad comienzan a ir fuera. Comete una doble falta, vuelve a perder su saque y le entrega a su rival el segundo parcial.
Se anuncia la remontada en Melbourne. Petra Kvitova grita en dirección a su palco y el público aplaude. Naomi Osaka se impacienta. Flexiona las piernas, se pone en cuclillas y apoya los brazos en la raqueta sobre el suelo, recreándose brevemente en su amargura, dirigiendo una mirada de disconformidad al palco donde está su equipo. Lanza su visera al suelo, espera unos segundos antes de recogerla, y se va al vestuario. Parece que necesita ese tiempo muerto. Petra, aparentemente desahuciada con un 4–5 en contra, de pronto había comenzado a jugarse bolas a las líneas, mientras su oponente no terminaba de creerse aquella resurrección. El tercer y definitivo set parecía destinado a caer del lado de la europea después de la ofuscación sufrida por la asiática.
Pero Naomi Osaka se aferra a las finales como nadie: con los hombros echados hacia atrás, la barbilla alzada como la de un boxeador de la vieja escuela, aprovecha el descanso para pensar cómo doblegar a su rival. Vuelta a empezar. Ahora la presión de tener que encarrilar un partido supuestamente propicio es para la checa.
Si antes estuvo descentrada, Naomi ahora ha conseguido tomar otro aire. Pronto vuelve a hacer sufrir a su oponente y le quiebra el servicio. Avanza el set decisivo y la japonesa de raíces haitianas se coloca una vez más con ventaja de 5–4. Saca para ganar el partido, el torneo y para confirmar su fortaleza en finales de Grand Slam. Cuando la checa manda su resto fuera, Naomi Osaka se pone en cuclillas y apoya la cabeza sobre el grip de la raqueta. Al igual que en la central del US Open, no se cree que haya conseguido otro título de esta categoría.
Petra Kvitova, emocionada, se acerca y la abraza. Los ojos aguamarina de la checa están cruzados por la desolación. Se retira discretamente a su banco para digerir el golpe. Las lágrimas de Kvitova conmueven al público, que aplaude también a la subcampeona. No esconde su fatiga moral. En su formalidad hay desencanto y resignación. El tenis requiere una fe ciega y Kvitova es consciente de que ya tiene casi veintinueve años y de que los treintas, en este deporte, son una edad en que los sueños heroicos de la juventud suelen ceder a favor de la supervivencia en la élite. Sonríe luego en la ceremonia de entrega de los trofeos: «Mi victoria es poder estar aquí después de los últimos años», dice. «Naomi: eres una gran campeona. Disfruta».
Es el turno de la campeona. Y Osaka se muestra igual de retraída que cuando ganó el US Open. Aquello era real: la vida estaba recompensando el esfuerzo y la dedicación que consagró a este deporte en la niñez y la adolescencia. ¿Dudó alguna vez Naomi Osaka? Seguramente, sí. Rafael Nadal ha comentado en muchas entrevistas que las dudas siempre van a estar ahí, aunque seas el número uno del mundo. «Nadie dijo que fuera fácil», ha dicho en alguna ocasión Sascha Bajin.
Tras su victoria en el Australian Open, las marcas se lanzaron sobre Naomi Osaka: la compañía de coches Nissan le ofreció patrocinio; Adidas, que entonces la vestía, se comprometió a mejorarle el contrato. Al final acabó haciendo negocios con Nike, que la convirtió en una de sus deportistas mejor pagadas según la revista Forbes. Empresas japonesas de renombre como Nissin Foods — sonada fue la polémica por un anuncio de esta compañía en que Osaka aparecía caracterizada como un dibujo animado de piel blanca, lo que avivó prejuicios raciales en una sociedad que sigue sin asimilar del todo a los hâfu, como se designa en Japón a los hijos de padre o de madre extranjeros — o Citizen Watch captaron también a la nueva estrella.
En octubre de 2019, Naomi tenía que elegir entre representar a Estados Unidos o a Japón en los Juegos Olímpicos y en la Copa Federación. Pese a los cantos de sirena en Norteamérica, decidió representar a Japón. La ley japonesa obliga a elegir si representar a Japón o a otro país antes de los veintidós años. La decisión no fue fácil para ella. En Estados Unidos estaban interesados, puesto que allí se había desarrollado como atleta. Pero habría sido cola de león, y en la nación oriental sería ciertamente cabeza de ratón. La Federación Japonesa intentará, sin dudas, construir un equipo en torno a Naomi Osaka, colmándola de privilegios, mientras que en Estados Unidos su caché estaría por debajo de las hermanas Williams, y tendría que competir directamente con otras tenistas de primer nivel como Sloane Stephens y Madison Keys, campeona y finalista, respectivamente, en la edición del US Open del año 2017, e incluso con Coco Gauff, la quinceañera que en 2019 deslumbró a todo el circuito. Esta decisión, quizás sea una de las más importantes de su carrera; no solo profesionalmente, sino también en términos comerciales.
US Open 2019: Una reina desposeída de su trono
¿Cómo afrontaría la japonesa su nueva andadura sin el mentor que la condujo hacia la gloria? Fueron tiempos duros: innumerables filtraciones por parte de la prensa sobre el agotamiento de la relación entre Bajin y Osaka tras la victoria en el Open de Australia 2019. Naomi se sintió perdida. Perdió en los cuartos de final del torneo de Dubai, no pudo revalidar su título en Indian Wells y no pasó de la tercera ronda en Miami. Conservaba el número uno, pero estaba lejos del nivel mostrado en los dos Grand Slams precedentes. Su cuerpo estaba en pista; su cabeza, digiriendo aún la ruptura profesional con Bajin. Su cara se agrió; su hermetismo se acentuó. La pista de tenis comenzaba a ser para ella una cárcel de la que era imposible escapar: quedaban lejos los tiempos en los que el tenis era un recuerdo dulce. El presente y el futuro antes eran una promesa, ahora, una amenaza debido a algunas malas decisiones. La gira de tierra y Roland Garros fueron discretos para Osaka; su número uno se veía amenazado por la australiana Ashleigh Barty, que ganó en la arcilla de París. En la hierba de Wimbledon, la japonesa fracasó estrepitosamente: derrotada en primera ronda. Parecía haber perdido el aura; Naomi no jugaba al tenis, peleaba contra sí misma. En el verano, durante la gira norteamericana de cemento, mejoró levemente. ¿Podría defender su título en Nueva York?
El US Open 2019 podía ser otro punto de inflexión para ella: reencontrarse con su mejor versión en el mismo torneo que le vio ascender a la élite del deporte. Empezó dubitativa, ganando su primer partido ante la rusa Anna Blinkova en tres apretados sets; posteriormente, arrasó en segunda ronda a la suiza Magda Linette por un marcador de 6–2 y 6–4. Todo parecía estar en orden. La grandeza de la japonesa se pudo comprobar en su partido de tercera ronda ante la joven promesa del tenis estadounidense, Cori Gauff, a quien machacó en menos de una hora de partido. El marcador reflejaba 6–3 y 6–0. Un entrenamiento para la nipona. Coco jugó presionada debido a las expectativas del público y la prensa estadounidenses, que buscan en ella a la sucesora de las Williams. Con quince años ya se le otorga tratamiento de estrella. Pues no supo manejar los nervios: su rostro estaba en tensión, y acabó el partido llorando.
Naomi Osaka, en un gesto que dio la vuelta al mundo, se acercó a su rival para consolarla y pedirle que hicieran la entrevista postpartido juntas. «Esta gente ha venido por ti, Coco», dice Naomi. «¿Estás loca?», responde la chica. Hay incredulidad en los ojos de Coco Gauff: nadie se acuerda del perdedor cuando finaliza el partido. La escena recordaba el cuadro La rendición de Breda, de Diego Velázquez, por la amabilidad de la vencedora con la vencida. Naomi dignificó a su oponente: hablando con ella intentaba rescatar fragmentos de su propia adolescencia, cuando igualmente tuvo que lidiar con la dureza de un deporte solitario y desmemoriado. Fue Andre Agassi quien comparó el tenis con el boxeo: «El tenis es un pugilismo sin contacto. Es violento, es mano a mano, y el resultado es tan simple como el de cualquier cuadrilátero: o matas o te matan. O das una paliza o te la dan a ti. La diferencia es que, en el tenis, los golpes se marcan por debajo de la piel».
La prensa deportiva señaló entonces a Naomi como un «ejemplo» de lo que debía ser una deportista. No había perdido su atractivo para las masas. Pero en octavos de final hincó la rodilla ante la suiza Belinda Bencic, quien le había ganado previamente los tres partidos disputados. De este modo perdió su corona en Nueva York, y el número uno en favor de Ashleigh Barty. La desilusión había transformado Osaka en un César fantasmal. Recogió sus bártulos y saludó a los aficionados. Esta vez, en la derrota, el mismo público que un año antes la había abucheado, sí pareció ver el aura especial de Naomi Osaka.
Aunque los deportistas digan que se sienten bien, en el fondo, si han competido hasta el final, toda derrota obliga a replantearse ciertas cosas. Uno llega al vestuario, intenta darse una ducha, evadirse, aceptar la realidad. Pero ¿cuál es la realidad? Durante los partidos, tanto los comentaristas como los aficionados hacen sus análisis. Pero nadie, salvo quien pierde, conoce a ciencia cierta ese proceso intransferible de demolición interna, esa punzada de melancolía, esa lucidez que se convierte en amarga epifanía.
Escribía Ernesto Sábato en Sobre héroes y tumbas que «lo que éramos un momento no lo somos más». La clave acerca de Naomi Osaka es esa: «lo que éramos un momento no lo somos más». Ni antes era una diosa, ni ahora un fiasco. En una época en la que todo circula cada vez más rápido, necesitamos construir ídolos apresuradamente. En el tenis femenino la tendencia es cada vez más acusada: las hermanas Williams están al borde del retiro, y los años noventa, la época dorada de este deporte, con Steffi Graf, Mónica Seles, Arantxa Sánchez Vicario o Gabriela Sabatini, hace tiempo que quedaron atrás… Aunque el tenis femenino esté más igualado que nunca, prensa y aficionados quieren una réplica de Roger Federer, de Rafa Nadal y de Novak Djokovic. Exigimos responsabilidades a las generaciones venideras sin tener en cuenta que toda generación se cría y emerge en contextos distintos: Graf, Seles y las hermanas Williams comenzaron a practicar tenis cuando las raquetas, las pistas y la preparación física eran muy distintas.
Naomi Osaka es una joven talentosa que se ha convertido en la sexta jugadora de la historia en ganar dos Grand Slams seguidos: una deportista que está aprendiendo que la belleza también puede encontrarse en las derrotas. A fin de cuentas, ¿no forman parte de la existencia humana? Es nuestra falible condición humana la que, precisamente, nos hace conscientes de que podemos empezar de nuevo. A sus 22 años Osaka necesita paciencia. La paciencia no es el triunfo de la flaqueza; no significa abulia. No es aceptar la derrota de las expectativas. Ella alcanzó el número uno del ranking WTA gracias a una discreta confianza en sí misma y en el trabajo diario. Pero aún tendrá en el futuro que perfeccionar esa actitud contenida en aquel precepto japonés que encontrábamos en las novelas de samuráis: «Quien no acepta y se resiste no fluye, no se adapta, no sobrevive».
Su grandeza es silente. Brilla sin necesidad de cegar. Naomi Osaka es natural, sencilla: en ello radica su atractivo, uno que rara vez encontramos en una estrella.
………………
Nota del Editor: La grulla es un animal asiático muy apreciado en la cultura japonesa. Abunda en la isla de Hokkaidō, de donde procede Naomi Osaka. Se le atribuye lealtad, valor e inmortalidad. Se dice que es portadora de la buena fortuna. Es un ave longeva, ágil y enérgica ante el peligro. A menudo se le ha representado como símbolo místico en vestidos, cuadros, poemas, etc.
Publicado originalmente en El Estornudo.