Miami: More Service / More Savings / More for you

El Estornudo
10 min readAug 7, 2019

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Supermercado/ Foto: Legna Rodríguez Iglesias.

Por Legna Rodríguez Iglesias

Lo que me gusta de la escritura es la mitocondria, la depauperación. Una idea contradice a la otra y eso también me gusta. No escribo Miami como algo mejor porque no me interesa nada mejor. La propia cronología de la escritura alberga en sí misma lo depauperado. Una ciudad de poder como un animal de poder. Una península madre como un epitelio madre. Un pantano como un ano.

La sensación del dedo en el ano, o de la lengua en el ano, o de la rodilla en el ano, o del codo, o del hombro, o del seno, o de la frente. Miami pene. Península, pene.

Anillo, ano, pantano. Miami ano. Ciudad de compromiso. Uno viene a Miami a comprometerse, a casarse. Y si ya estás comprometido y casado, en Miami lo confirmas y lo afrontas. O te vuelves a comprometer y te vuelves a casar. El famoso cuenta nueva, el famoso borrón. Hay tanto con qué casarse, en Miami. El que no se va de aquí se ha casado con Miami. Miami es mi marido. Miami es mi mujer.

Lo que me gusta de la península es el matrimonio, el vínculo, el enlace. No hay noción de matrimonio sin la noción de divorcio. Uno quiere divorciarse porque está casado. Uno quiere irse de donde se arraiga. Miami órgano. Uno siempre quiere otro órgano. Uno siempre necesita más.

Anillo, ano, pantano. Miami como placer, primero. Miami entrar y sacar. Miami meter. Miami abrir y pujar. Miami doler. Miami parir. Miami constituir. La aproximación de una constitución convierte a Miami en placer. Miami fuente. Miami aguas. A(venida) Miami. Pan/torrillas. Pan suave. Pan de molde.

Ponerse dura en Miami no es ponerse dura. Es sobre/ponerse. Amoldarse. Un tejido epitelial sobre otro sobre otro sobre otro. Un hígado. Me imagino millones de hígados desfilando por Flagler Street sobre todo ahora que después de casi tres años ha vuelto a ser una calle lisa, rectilínea, uniforme. Una calle perfecta para el hígado.

El departamento de las vísceras varía de supermercado en supermercado. Algunos supermercados no ofrecen vísceras, pero como es de suponer, los supermercados latinos sí las ofrecen. Somos viscerales, asere.

Comemos entrañas con las entrañas. Tenemos sentimientos entrañables. Extrañamos entrañablemente el agro de Tulipán, el agro de 17 y K, los merolicos de Monte, el Tencent de 23, el Tencent de Galiano, el Tencent de Playa, los portales de Carlos III, los portales de Infanta, los kioscos en las esquinas, los aguateros. Qué cosa más grande, asere.

Cuando veo los corazones, las mollejas y los hígados, todos bien agrupados y congelados en una nevera limpia (no siempre) me pregunto si el epitelio que los cubría no estaría originando un tumor. Se sabe que los tumores, la mayoría, tienen su origen en epitelios. No importa lo que se origine ahí, uno come epitelio y caga epitelio, y respira epitelio día tras día. Uno es un epitelio andante, cambiante, aunque lo niegue.

Uno es un epitelio durmiente cada noche que se acuesta en la cama que compró sin poder pagarla entera, pagándola mes a mes, minuto a minuto, con el veinte por ciento de descuento y un impuesto del diez por ciento y un interés del banco de no sé cuántos kilos. Uno es un bello epitelio y lo demás es bobería.

Hay algo que debes aprender cuando llegas a Miami y decides quedarte en la ciudad. Debes aprender que los supermercados son como los órganos. A veces sirven y a veces no. Debes considerar no entrar jamás a ciertos supermercados donde la banalización del mal deja de ser teoría para convertirse en cuartos de pollo, chorizos, vísceras o mozzarellas. Debes aprender a comprar.

Mis amigas me enseñaron, al principio, lo más importante de todo: no acaparar. Los que venimos de Cuba traemos con nosotros muchas malas costumbres. El concepto de acaparamiento es un tipo de chip diabólico en nuestra inteligencia emocional. Somos inteligentes si acaparamos. Somos lo contrario si no acaparamos.

Los que venimos de Cuba acaparamos para sentirnos más cómodos, más seguros. Nacemos acaparando y aprovechando el momento. Tenemos la certeza de que todo se acaba, de ahora para horita, y tenemos razón. Todo se acaba. Todo pasa hasta el más bello canto. Hemos visto pasar un jabón por delante de nuestras narices y el jabón se ha esfumado. Hemos visto pasar una almohadilla sanitaria por delante de nuestros ovarios y la almohadilla se ha esfumado. Hemos visto hasta el mal del que vamos a morirnos y nos hemos muerto, de verdad, nos hemos ido muriendo.

Luego yo fui procesando sola, como cada quien que vino, un paisaje de carritos de compra y un idioma de cashier que asegura una experiencia de ternura y eficacia. Hay ternura en los supermercados incluso cuando no donas el requerido dólar diario para los niños con cáncer que te pide el cajero de turno de cualquier Publix al que entres.

El cajero te lo pide como si dependiera de ti que el niño en la cartulina se cure o no se cure. Te lo pide con esa sonrisa de Mona Lisa que tienen los cajeros y las cajeras estampada en sus semblantes de 8 am a 10 pm. Una sonrisa que en rara ocasión significa complacencia. Una sonrisa que significa voy a escupirte si no lo donas. Porque para un cajero que lleva más de medio día de pie sin moverse la importancia de ese dólar es igual a una pequeña alegría salarial después de que veinte personas como tú hayan sido capaces, gracias a su sonrisa, de donar.

Eso es Publix. Un supermercado a donde uno entra a donar. Los más asiduos lo saben. Publix vende caro. La cartulina del niño con cáncer a la salida le dirá abur a tu buena conciencia y a tu buen monedero. En el parqueo de Publix, saliendo, te sentirás más miserable que cuando entraste, con un carrito de compras lleno de productos congelados, productos de limpieza y el delicioso paquete de seis cervezas, porque habrás visto los ojos de ese niño enfermo que depende de ti para curarse.

Hay ternura en los panes Ezequiel carísimos que se están pudriendo de viejos y son un bloque de hielo incapaz de descongelarse. Hay ternura en los aguacates que no se terminan de madurar. Hay ternura en los mangos que no huelen a mango. Hay ternura y entendimiento porque las temporadas del año existen y los aguacates existen y gracias a Dios hay aguacates el año entero aunque cuando quites la cáscara (el corrector puso máscara) la masa sea un sinónimo de piedra oscura, caliza hueca.

Hay ternura en los detergentes orgánicos para ropa blanca y en la lejía orgánica que no hace daño a la piel ni al algodón orgánico de la ropa. Hay excesiva ternura y excesiva organicidad en casi todo. (Nos han regalado juguetes orgánicos para nuestro bebé que consisten en barcos de pesca y submarinos preciosos hechos a mano con materiales orgánicos.) Si puede o no ser posible esto, no soy yo quien lo pondrá en duda. Son orgánicos y bien orgánicos, al bebé le encanta jugar con ellos.

Hay ternura en los frascos de ibuprofeno y los frascos de vitaminas prenatales. Hay ternura en cada frasco de la sección de farmacia en cada supermercado. Hay ternura en los paquetes de toallas húmedas que al llegar a Miami ya nunca más le decimos toallas húmedas. El significante cambió. Wipes, se llaman wipes. Hay ternura en los wipes y en los pañales de bebé separados en su sección por precios, tallas y calidades. Hay ternura en la calidad. Hay ternura en la cantidad. La cantidad, ya se sabe, no importa.

More for you/ Foto: Legna Rodríguez Iglesias.

Uno de mis supermercados preferidos se llama Trader Joe’s y lo prefiero por muchas razones, abstractas y concretas. Si fuera evangelista dictaría el evangelio de ese supermercado idóneo. Los que me conocen saben que siempre estoy hablando a su favor. De hecho, me gustaría pedir un descuento en la próxima compra que haga por decirlo de una manera tan especial aquí. Que Trader Joe’s es bueno, bonito y barato. Que da gusto y ternura ir de compras a sus salas.

En Trader Joe’s te reciben con unos brazos abiertos y unas camisas floreadas que atraen la vista. Al entrar al parqueo, si vas en carro, un hombre o una mujer de más de cuarenta años te da la bienvenida y te guía para que no pases trabajo parqueando. El hombre o la mujer en el parqueo es un ser humano igual que tú, lleva un buen rato al resistero del sol y se alegra de verte.

Las flores en Trader Joe’s son tan variadas y coloridas que no puedes dejar de mirarlas. Vas llenando el carrito de compras con una idea que no se te quita de la cabeza y esa idea es: tengo que llevarme unas flores a mi casa.

Por cierto, conocí Trader Joe’s por casualidad, un día que tenía que llegar a Cutler Bay, a una calle llamada Eureka, y para eso tenía que tomar un bus hasta la estación más cercana del metro, luego tenía que tomar el metro hasta la última estación del metro y luego tenía que tomar otro bus hasta la polvorienta Eureka. En la última estación del metro, una llamada Dadeland South, me bajé para tomar el bus que me llevaría directo a Cutler Bay. Un trayecto de una hora. Antes de subirme al bus crucé la calle en un rapto de curiosidad y ahí estaba el supermercado más estupendo de los días de Miami, el mismísimo Trader Joe’s.

Hay ternura en el aceite de sésamo tostado de Trader Joe’s. Hay ternura en los productos less beef de Trader Joe’s. Hay ternura en sus quesos Gouda, en sus quesos Manchego y Parmesano, en sus quesos franceses de cabra. Hay ternura en sus semillas. Hay ternura en sus paquetes de chips. Hay ternura en sus cervezas artesanales mentoladas exóticas y en sus vinos baratísimos y riquísimos. Hay ternura en sus bubblegums sin azúcar y en sus chocolates. Me fascina Trader Joe’s.

Por eso jamás he entrado a Sedanos, ni a Presidente, ni a Tropical, si acaso una vez o dos, como acompañante, porque son lo contrario de Trader Joe’s. Porque no tienen horquetas frescas aunque sea para mirarlas. Porque no hay gente feliz ahí. Porque el suelo está desnivelado. Porque me recuerdan eso que extraño entrañablemente y que solo a ese nivel vale la pena recordar. Porque salgo oliendo a algo que no olía antes de entrar. Porque no quiero. Porque no quiero y ya.

Mis amigas me enseñaron, al principio, la bondad de Aldi. Un supermercado que tiene algo en común con Trader Joe’s, el apellido de sus dueños. Los dueños de Aldi y Trader Joe’s, en Estados Unidos, son dos hermanos que operan diferentes pero son hermanos. Esa idea me encanta, así como la idea de que un supermercado sea hermano de otro, por consecuencia. Aldi es el único supermercado donde uno tiene que meter una moneda de 25 centavos para poder sacar su carrito de compras. Al final de la compra recuperas la moneda tras devolver el carrito a la fila. Es algo que atrae el orden y la eficiencia.

Hay ternura en Aldi tanta como hay en Trader Joe’s. Los yogures griegos de limón son más ricos en Aldi que en cualquier otro supermercado. Y los vinos blancos de California que puedes comprar en Aldi por solo 3.99 son perfectos para mí, que solo me dedico a mis labores.

De Whole Foods puedo decir que sí. Que sí, pero no. Puedo decir que sí, sonreír, y luego decir que no. Puedo decir que sí, sonreír, entrar a Whole Foods por una puerta y luego decir que no. Puedo decir que sí, sonreír, entrar a Whole Foods por una puerta, tomarme un jugo de naranja sin pagarlo y luego decir que no. Puedo decir que sí, claro que sí, pero no.

A Walmart y a BJ’s cuando hace falta. Cuando necesitamos algo puntual que es mejor en Walmart o es mejor en BJ’s.

Para los que llegan de Cuba o cualquier otro país, se alquilan solos y empiezan a acostumbrarse a este nuevo sistema maravilloso, es bueno BJ’s porque puedes hacer la compra del mes y alcanza, sobra, para ti solo. Recomiendo BJ’s como mismo me lo recomendaron a mí. Podía pasarme todo el día masticando manzanas o melocotones o uvas, podía tomar sopa Campbell a diestra y siniestra que la comida seguía ahí, sin acabarse.

En cuanto a Winn-Dixie, ¿dónde quedaron esos supermercados tan ordenados a los que tanto iba al principio, con amigas y sin ellas, y en donde tanto me gustaba aprender, por los pasillos, sobre precios, rebajas, carritos de compra y calidad del producto? ¿A dónde fue a parar Winn-Dixie, que no me acuerdo? ¿Por qué no me aparece Winn-Dixie en Google Maps? ¿Qué pasó, Dios mío, con Winn-Dixie?

En su lugar, una cosa espantosa llamada Fresco.

Entré a Fresco una sola vez y salí con el rabo entre las patas. Fue suficiente esa vez para darme cuenta de lo que había pasado. Regresé, durante unos segundos, al agro de Tulipán, al agro de 17 y K, a los merolicos de Monte, al Tencent de 23, al Tencent de Galiano, al Tencent de Playa, a los portales de Carlos Tercero, a los portales de Infanta, a los kioscos en las esquinas. Nadie me va a quitar la nostalgia de seguir extrañando aquello que me dé la gana de extrañar. Nadie, tampoco, me hará revivir un hedor, un sabor, una visión antigua que prefiero extrañar con cierto afecto. El afecto hacia las vísceras. El afecto hacia lo inmundo.

Publicado originalmente en El Estornudo.

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Revista independiente de periodismo narrativo, hecha desde dentro de Cuba, desde fuera de Cuba y, de paso, sobre Cuba.

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