Miami es el mes más cruel (a modo de Acción de Gracias)
Evítense las flores amarillas en el interior de la casa:
favorecen el desarrollo de enfermedades del hígado
que ponen la tez amarilla.
Siembre verbena y mejorana.
La verbena procura alegría.
No siembre en su jardín planta que haya arrancado de raíz
sin dejar un centavo en el lugar en que crecía
y pedirle permiso para llevársela.
Lydia Cabrera
Supersticiones y buenos consejos
Esta es mi sugerencia: que las tiendas de diseño realicen almanaques especiales para el primer año de exilio de los cubanos (y de todos los hombres y las mujeres que se van de sus países). El primer año de exilio debería llamarse El Año de La Fuga (sin estructura). Sería una traición en la conciencia, el resultado del adoctrinamiento, sería casi un homenaje a Fidel Castro, que tenía la costumbre de ponerle un nombre a cada año cada vez que empezaba el año el día Primero de enero, así que mejor no. Si voy a hacer homenajes que no sea a un presidente.
Sin embargo, el primer año de exilio es para cualquiera uno de los años más importantes de su vida, un año que difícilmente olvidará. Yo no olvido mi año, que en realidad fueron dos, los dos primeros años peores de este mundo. Por eso mi sugerencia va dirigida a todos los diseñadores y artistas cubanos (y de todos los países) que quieran vender almanaques diferentes del resto de los almanaques.
También debieran diseñar una aplicación igual, donde uno pudiera escribir, tipo diario, lo que va sucediendo a cada momento. Debería venderle esa idea a Apple, porque al final el mundo entero es un gran país migrante, un país demasiado inquieto. Donde uno pudiera despertarse e ir directo a la aplicación y tachar el día. Otro día más sin verte, como la canción cursi en español de los noventa, Jon Secada, ¿te acuerdas?
Porque ese primer año no tendría doce meses, sino trece. Y ese mes, el mes trece, duraría una eternidad. Ese mes se llamaría Miami, como el lugar en el que estamos parados. Un mes sin fin de semana, sin sábados que parezcan domingos o viernes que parezcan sábados. Un mes lleno de lunes, martes, miércoles. Un mes muy cruel.
Hay gente que no lo supera. Que se queda para siempre hablando español en un país donde el idioma nacional, si hubiese uno, sería el inglés. Gente que se queda para siempre haciendo el mismo trayecto todos los meses: casa-trabajo-casa-trabajo-casa-Wester Union-trabajo. El trayecto implica un deber, una promesa.
Hay gente que viene a Miami y piensa: yo aquí ni muerto, yo aquí ni aunque me maten. De alguna manera olfatearon el perfume del engaño. Miami puede ser un gran engaño.
Hay gente que lo logra y se compra su carro, se compra su yate, se compra su cadena de oro, se compra su iPhone, se compra su perro pitbull (una raza ilegal en Miami), se compra su casita en Kendall con mucho esfuerzo y horas extras (o no), se consigue un marido (o una esposa que lo quiera), se compra su pantalla plana (o líquida, qué se yo) un Black Friday cualquiera del año que volvió a tener doce meses. El trece es el número de la mala suerte.
Hay gente que se supera a sí misma y hace una maestría y un doctorado y habla inglés en la casa y en el trabajo y en Facebook y ya más nunca se acuerda del español ni del deseo de comerse un pan con queso en vez de un pan con azúcar a las seis de la mañana.
Hay gente que nunca aprende a manejar. Que nunca se compra un carro. Que le parece de mal gusto tener que aprender algo por el mero hecho de la necesidad. Hay gente que no evoluciona. Gente bruta y guajira que es feliz yendo a la playa, sentándose a la orilla del mar y acordándose de cosas muy felices (o muy tristes) que ya no volverán. Hay gente que se queda triste todo el año y cada año es el mismo año. El año de la crueldad. Sin darse cuenta.
No hace tanto el territorio de Miami era un territorio de miedo. El miedo a la certeza de no volver a ver más nunca a tus seres queridos. Así y todo, los hombres y las mujeres de origen cubano se iban de su país para vivir en el miedo. Un miedo con libertad. Una libertad triste.
Las leyes cubanas no permitían la entrada al país de aquella persona que se fuera del país y se quedara en otro. Millones de hombres y mujeres, niños y ancianos, no volvieron a pisar tierra cubana, ni volverán a hacerlo, aunque las leyes cambien. Conozco a varios que me lo explican con una frase biológica y simple: «A mí no me queda nadie vivo ahí».
Desde hace unos años las leyes de emigración cambiaron y uno puede estar fuera de Cuba veinticuatro meses sin perder el derecho a entrar, sin perder su estatus de residente en el país donde uno nació. Es incomprensible y extremista la idea de que una ley anule aquello que eres. La puesta en práctica de esa idea son otros veinte pesos. Un olor a desinfectante en una isla desierta, un guasasero enorme, una conjuntivitis mental.
En resumidas cuentas, escribir sobre Miami es como escribir sobre Cuba. Cuba Cuba Cuba Cuba. Casi un eco, un cilindro, un cubo. Recipiente de agua en el friso de la puerta el 31 de diciembre para tirar el agua y que se vaya lo malo. Debería censar los meses a ver si algún mes continúa vacante, en espera de alguna fecha que lo traiga a colación (acabo de usar esa frase en una conversación con Jamila Medina y la muy amiga mía me dice: «¡Qué lindo eso!»)
Por ejemplo en enero llegué a Miami. Era de noche y los libros pesaban tanto. Arrastré esos libros por la rampa curvilínea del aeropuerto de Miami (quien lea esto y viva en Miami sabe de qué rampa hablo) hasta llegar a la puerta de salida y ver la oscuridad de una calle frente a un parqueo que pronto se convertiría en autopista. El principio.
Por ejemplo en febrero no recuerdo que haya pasado nada así trascendente, que me crispe.
Por ejemplo en marzo se casaron mis amigas y ese era mi segundo o tercer día de trabajo. No comí nada en todo el día. Leí el acta de casamiento completamente borracha, después de tomarme un único vaso de añejo blanco. Había gente que adoro en ese patio esa noche. Personas realmente valiosas. Había una bandeja llena de brownies de chocolate que pusieron a todo el mundo a bailar. Además de chocolate tenían otro ingrediente.
Por ejemplo en abril no me viene nada a la mente.
Por ejemplo en mayo falleció mi abuela. El día quince. Cuatro meses después de mi llegada a Miami. Yo vivía en un efficiency en ese momento (tipo de vivienda eficiente en la que se alquilan los recién llegados) y guardaba las cosas más importantes en un baúl. Trabajaba a tres cuadras del efficiency. Me sentía sola aunque no estaba sola. Pero mayo cambió porque en mayo nació mi hijo, tres años después. Eso convierte a mayo en mi mes preferido.
Por ejemplo en junio ni idea.
Por ejemplo en julio quedé embarazada. Por primera vez estaba embarazada, un día después del Día de La Independencia. Podía cantar victoria aunque ese mes perdí el embarazo. Así que no canté, no bailé, no salté por los aires. Todo lo contrario.
Por ejemplo en agosto tampoco recuerdo nada.
Por ejemplo en septiembre mi pareja atravesó el desierto mexicano y llegó a Miami por Laredo. Estuvo en la frontera solo un día. No nos conocíamos aún en ese tiempo pero yo escribí un poema sobre eso mientras eso sucedía, un poema que narra lo que le estaba pasando a ella. Así que la poesía existe para eso. Para anticipar las cosas que están por venir.
En septiembre, además y fundamentalmente, quedé embarazada por segunda vez, contra toda lógica y pronóstico, «contra toda esperanza». Un embarazo efectivo que treinta y siete semanas después finalizó.
Por ejemplo en octubre es el cumpleaños de mi mamá y yo hice lo que hacen todos los hijos de todas las madres cubanas que tienen a sus madres a noventa millas, en una isla llamada Cuba. Fui a Western Union y le envié dinero. Luego la llamé por teléfono o por lo menos intenté hacerlo y las dos nos dijimos, una a la otra, que estábamos bien. Que todo estaba bien. Que no había de qué preocuparse.
Por ejemplo en noviembre ningún evento, el cuarto jueves del año desde hace cinco años, he dado las gracias por todo, he tratado de mirarme por dentro y le he dedicado un pensamiento a mi interior. Hablar con uno mismo es muy difícil porque uno sabe de antemano lo que va a decirse a sí mismo. Uno no es un genio para tomarse a sí mismo de sorpresa. Igual es un día raro, culturalmente habría que asar un pavo y luego comérselo, pero esa es la parte que uno decide saltarse o no. Yo me la salto. Yo me dedico a dar las gracias por todo. Por estar aquí y no allá. Por hacer esto y no lo otro. Por pensar así y no de otra manera. Por mi familia. Por mis amigos. Por la vida de un bebé. Por Miami.
Por ejemplo en diciembre se acaba el año y uno piensa en ese año que acaba de pasar, en todo lo que hizo y en lo que no hizo. A uno le dan antojos de puerco asado, de discos de guayaba con queso, de ensalada de lechuga y tomate, de yuca con mojo de ajo cubano (que sabe distinto al ajo de aquí), de comerse el rabito del lechón aunque sea duro. Uno insiste en pensar aunque no deba pensar. Los seres humanos piensan.
Hablando de mi mamá, ¿qué hace un hijo residente en Miami para poder encontrarse con su madre
residente en Cuba, traerla a su nuevo hogar, invitarla a pasear, a tomar helado, a comer espaguetis o
simplemente quedarse conversando con ella un rato?
Todas las opciones son desesperantes:
ir a ver a su madre a Cuba;
mandarle una carta de invitación que probablemente no funcionará (en Cuba caso no hay embajada de
Estados Unidos y la gente debe salir a un tercer país, Guyana o lo que sea, para hacer el trámite desde
ahí con todo lo que eso implica: sacar boletos de ida y vuelta, pagar
hospedaje en ese tercer país);
soñar con ella y hacer todo en el sueño (una idea de Piglia).
Lo peor es que muchas madres de hijos residentes en Miami les dan a sus hijos respuestas como estas:
«A mí no se me perdió nada en Miami». Es una respuesta antropológica, lo sé, es una respuesta que se
debería analizar. Mientras se analiza pasan las semanas, los meses y los años, y uno deja de extrañar a
su mamá (al menos con ese apego febril), la persona que lo abrigó en el vientre, que lo trajo al mundo.
Estoy encaramada, imaginariamente, en la cima del Monte Everest. Miro hacia abajo con un poco de vértigo, pero solo un poco. Veo nieve y unas maticas de fresas. Veo unas ardillas apareándose. Traigo al hombro una mochila de maternidad con un nombre de género masculino grabado en tipografía Courier en el bolsillo de alante. Después del nombre dos iniciales, dos R mayúsculas, que serían sus apellidos. Me safo la mochila de un tirón y vuelvo a estar en Miami, sentada en un sofá, comprando esa misma mochila en la página web de la tienda Buy Buy Baby.
¿Qué tiene Miami que no tenga el Monte Everest o ninguna de las ciudades asiáticas que descansan a los pies de la montaña?
Miami tiene a mi hijo. Tiene la experiencia de una barriga protuberante enorme donde vivió mi hijo durante treinta y siete semanas. Tiene un Kendall Regional Hospital donde nació mi hijo. Tiene una pediatra que ve a mi hijo todos los meses, le pasa la mano y le dice «príncipe». Tiene un supermercado y unos carritos de compra donde mi hijo se sienta cuando vamos de compras y hace como si manejara un auto. Tiene una zarigüeya bebé que viene a comer por las noches y se come la comida de los gatos del edificio. Cuando nuestro hijo la ve, la señala con el índice y dice «ohhh». Tiene un cuerpo con cesárea que soy yo caminando por la acera del sol, la acera de los bobos, embobecida con un solo pensamiento: Miami tiene a mi hijo.
Me gusta pensar que desde mi llegada a Miami tengo un nuevo animal de poder. Debo averiguar si cuando una persona emigra, su animal de poder también lo hace, o por el contrario, se queda atascado del otro lado, sin alma ni descanso. Estoy casi segura de que en esta ciudad mi animal de poder es una platalea ajaja. Voy a todas partes con mi platalea ajaja en un hombro, en otro hombro, dormida en mi mochila. Entro al Dadeland Mall y la platalea ajaja entra.
El día que nació nuestro bebé la enfermera filipina que me enseñó a lactar y a sacarle los gases tenía cara de platalea ajaja. Al otro día llegó otra enfermera, filipina también, con la misma cara de platalea ajaja. Y cuando se me abrió la herida por el extremo izquierdo y empecé a echar sangre, la doctora que vino en mi auxilio tenía cara de platalea ajaja. Debí contarle a Soleida Ríos, esa madre espiritual que dejé en La Habana, a ver cuál era su opinión al respecto. Para mí la respuesta es obvia.
No podía ser otro animal sino uno bien oriundo y bien endémico, uno como la platalea ajaja (su nombre parece un mantra). No podía ser un perro, ni un caguayo, ni un zunzún, ni una tatagua. No podía ser un caballo, ni un bisonte, ni un canguro, ni un avestruz. No podía ser un elefante. Tampoco una santanica. Miami es una ciudad ruidosa. Una ciudad en construcción. Mi animal de poder debía ser como yo, solitaria. Si voy acompañada que sea en grupos pequeños.
Aunque si me detengo a pensarlo, podría ser una especie pariente del almiquí o de la jutía conga. Estoy segura de que en Camagüey mi animal de poder era un almiquí o una jutía. En ese caso, aquí en Miami, mi fauna poderosa sería una didelphimorphia o, para decirlo en términos domésticos, una alegre zarigüeya. Sus sinónimos más sonoros provienen de Brasil y Paraguay. Por allá se les dice gambá, mucura, sariguê y mykurê.
Hace unos días han empezado a venir dos zarigüeyas adolescentes a comer en los bajos del edificio. La madre zarigüeya las mira desde lo alto, desde uno de los cables del tendido eléctrico. Las zarigüeyas pequeñas se comen la comida que los vecinos ponen para los gatos. Los gatos dejan a las zarigüeyas comer. Debe ser una locura poder tener tantos nombres.
Publicado originalmente en El Estornudo.