(mi) Diego

El Estornudo
4 min readDec 2, 2020

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Diego Armando Maradona / Foto: EFE

Por Rodrigo Márquez Tizano

Se nos murió el Diegote. Otra vez, todas las veces. Se nos va a seguir muriendo. Algo me dice que esta vez no vuelve, aunque aún no pierdo la esperanza de que los diarios se retracten. Nadie murió tantas muertes como él. Tampoco tantas vidas. Y de tanto morirse y regresar, de verlo tirar el caño pícaro para recoger la pelota y tirarlo de nuevo nomás por gusto, por duplicarnos el gozo mientras en el campo van quedando sembradas — como si de ingleses se tratara — las ínfimas muertes que no pudieron frenarlo, llegamos a creer que nunca se iba a morir de veras. Que era para siempre. Un inmortal. Pero no de esos que, ajenos al dolor, flotan sobre la fatalidad como si lo divino no guardara relación con la sangre seca y la sutura. Todo lo contrario. El Diego hizo del asombro una costumbre y el milagro terminó por formarnos un callo que ahora se revela losa. Su epifanía, a veces de barro, potrero e inundación, otras de fulgor y cosmos, era humana y ligera porque la eternidad la acaricia solo quien ha muerto todas las muertes. Eso es lo que no pueden perdonarle los mezquinos incapaces de conmoverse con la alegría y el dolor del pueblo que ha perdido no solo a un ídolo, sino a un padre, a un amigo, a un hermano o a todos ellos en un mismo cuerpo: que no se quede bien muerto ni pida perdón ni haga de buen salvaje, de pobre bien agradecido con el poder. Así era Diego. Así es. Todo lo que soñamos ser y también lo que no. Lo que somos y lo que nunca seremos. Si es verdad lo que dicen y cada maradoniano tiene un Diego particular sembrado entre el corazón y la memoria, el mío se niega a que lo nombre en pretérito. Flota en el Everness. ¿Cuál es ese Diego? Uno que imaginé desde la lejanía de mi suave patria, bien lejos de Argentina. En las repeticiones de sus goles. En los relámpagos de su lengua. El Diego que me acompañó en los momentos difíciles. El que me enseñó que el fútbol también es literatura y, como la literatura, mucho más que eso. Yo estuve en el Azteca la tarde del gol a Bélgica con mi memoria de niño, pero ese no es mi Diego. El mío aparecía por televisión en eterno loop, calcando sus hazañas como un espectro titilante y mi padrastro lo tildaba de puto, tramposo y drogadicto y entonces yo quería ser puto, tramposo y drogadicto más que nunca, lo que fuera menos mi padrastro. El Diego es mi infancia que termina hoy. Ese Diego que entró de cambio por mi abuelo cuando este se mudó al otro barrio porque de niño, como a tantos otros niños que crecieron en los ochenta, me enseñaron que las lágrimas se vendían caras y tanto me lo dijeron que luego tuve que aprender a llorar por mi cuenta. Entonces, cuando necesitaba invocar el llanto, me imaginaba que se moría mi abuelo. La técnica funcionó hasta que luego de matarlo tantas veces, mi viejito se murió definitivamente y fue ahí cuando comencé a imaginar que se moría el Diego. Cada vez que la situación lo ameritaba y el lagrimal se negaba a cooperar, me bastaba con imaginar que el Diego no estaba más entre nosotros para soltarme a berrear sin consuelo. Hoy que la orfandad cobra forma y temo quedarme seco, creo menos que nunca en el cuento de la multiplicidad camaleónica y la contradicción, en jugar al patovica de los afectos y desmenuzar al Diego en virtudes y fallas para hacerle el famélico favor de compartimentarlo a la medida de nuestras propias culpas y complejos. Mi Diego es tan ficticio como cualquiera, pero es el Diego entero. Se siente real porque es de nadie. Ni siquiera de él mismo. Se moría cada tanto y quienes lo quisimos nos moríamos un poquito con él. A veces lo mataban, otras, se dejaba morir, incluso había veces que se abalanzaba sobre la muerte por voluntad propia. Pero siempre volvía. Yo sé que esta vez ya no va a volver, que se acabaron los milagros, el fútbol, la infancia, y aun así no le cierro la puerta a la equivocación. ¿Cómo va a matarte esta muerte insulsa, Diego, que te va al tobillo y no a las alas? Si no te pudo matar nadie, ni el deseo, ni la FIFA, ni Havelange. Ni siquiera Maradona.

Este texto de Rodrigo Márquez Tizano se publica además en su columna de Revista SP.

Publicado originalmente en El Estornudo.

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