Las bestias invisibles de Chapultepec
¿Uno puede escapar, sin marcharse, de la Ciudad de México?
Puede internarse, al menos, en ciertas zonas extrañas de Chapultepec. Allí, si logra esquivar la suntuosidad del Castillo de Miramontes y la historia solemne y turbadora de los «Niños Héroes», uno tal vez pueda encontrar un monumento mucho más llano y cordial: un trecho de bosque imaginario.
Claro que están las veredas amplias o angostas que conducen aquí o allá a los esforzados turistas; también están los circuitos para el jogging, las señales que anuncian esta o aquella atracción infantil, el pregón de los buhoneros, los bancos donde la gente se besa con furia, el prestigio del México antiguo voceando desde el Museo de Antropología.
Pero si uno afina los sentidos y tuerce un poco el rumbo y se deja envolver por la leve humedad de los altos árboles, si se adentra unos pasos entre la delgada hojarasca y quizá se apoya en algún tronco y desde allí observa el discontinuo rielar de las aguas, si se deja guiar por las ardillas, los oscuros lagartos, las avecillas sigilosas…, entonces uno, probablemente, terminará encontrándose con Juan José Arreola.
Arreola (1918–2001), el cuentista mexicano, fundó y animó aquí la Casa del Lago*, el primer centro cultural extramuros de la Universidad Nacional Autónoma (UNAM) y un refugio desde entonces para muchos de los artistas y escritores más influyentes de la segunda mitad del siglo pasado en México.
Contó el poeta José Emilio Pacheco que Arreola escribió su Bestiario acosado por el deadline editorial luego de haber extinguido con soltura el adelanto de los honorarios por un libro de difusión cultural para la UNAM. Arreola estaba bloqueado. Entonces el joven Pacheco llegó una mañana de diciembre de 1958 a la casa de Elba y Lerma. Hizo arrojarse en su catre al maestro, y fue él quien se sentó a la mesa de pino. «Contra lo que se supone, el bloqueo no es la imposibilidad de escribir, sino de sentarse a hacerlo».
Pronto una galería alucinante de fieras y bestezuelas amables, y un tanto extraviadas, comenzó a emerger de la memoria — el libro debía inspirarse en el jardín zoológico de Chapultepec — y la imaginación literaria de Arreola.
Mientras dictaba…, Pacheco hacía de amanuense, o tal vez, mejor, era el terco iluminador de unas miniaturas textuales que resultaban a la vez palimpsesto y subversión del canon místico de los bestiarios medievales. Mucho más olvidado de Dios que aquellos viejos monjes góticos, Arreola compuso no un muestrario de animales fabulosos o especímenes exóticos, no una relación de monstruos y desvaríos engendrados por capricho divino, sino una pequeña pero inconsútil y perspicaz fauna humana.
El «Prólogo» de Bestiario (1959) dice así:
«Ama al prójimo desmerecido y chancletas. Ama al prójimo maloliente, vestido de miseria y jaspeado de mugre.
»Saluda con todo tu corazón al esperpento de butifarra que a nombre de la humanidad te entrega su credencial de gelatina, la mano de pescado muerto, mientras te confronta su mirada de perro.
»Ama al prójimo porcino y gallináceo, que trota gozoso a los crasos paraísos de la posesión animal.
»Y ama a la prójima que de pronto se transforma a tu lado, y con piyama de vaca se pone a rumiar interminablemente los bolos pastosos de la rutina doméstica».
Llegas hasta la Casa junto al Lago Mayor. Entras. Puede que observes durante unos minutos las obras de alguna exposición. Sales de allí, rodeas el recinto de aire francés y ahora vuelves a descubrir la superficie del agua donde la gente navega mientras saluda a los patos.
Esas personas confían en haber escapado, por unas horas, al vertiginoso cruce de 20 millones de destinos. De algún modo ahora están fuera de la estocástica violenta de la Ciudad de México. Eso creen, y siguen riendo y pataleando en sus botecillos de colores.
«Por el agua y en la orilla», escribe Arreola en Bestiario, «las aves acuáticas pasean; mujeres tontas que llevan con arrogancia unos ridículos atavíos. Aquí todos pertenecen al gran mundo, con zancos o sin ellos, y todos llevan guantes en las patas».
«Pueblo multicolor y palabrero donde todos graznan y nadie se entiende», escribe.
Mientras el visitante aspira un aire extrañamente limpio, mientras deja que su mirada juegue con las figuras sobre el lago, mientras escucha el chismorrear de las aves, repara en que la Ciudad vigila al Bosque desde muy cerca, desde lo alto de unas torres idénticas: minaretes posmodernos que solo inducen un instante de jet lag cultural.
La mayor parte del tiempo Chapultepec es solo el parque urbano más grande de Latinoamérica, tal como corresponde quizá a la capital más populosa de Occidente. Más temprano, en medio del ruido urbano, alguien ha mencionado además que hoy es el aniversario de la Revolución Mexicana.
Pero el Bosque está en otra parte, absorto y blindado, esta tarde: es, como siempre, jueves, hace frío y llueve finamente.
No hace falta el sol para que la «insectiada» reinicie cada vez su mortífera danza de amor. Basta con leer a Arreola. La lluvia es propicia, en cambio, para que «el sapo» no deje de surgir de «la tierra blanda, pesado de humedad, henchido de savia rencorosa, como un corazón tirado al suelo».
«El salto tiene algo de latido: viéndolo bien, el sapo es todo corazón», escribe Arreola. Y luego nos recuerda: «En su actitud de esfinge hay una secreta proposición de canje, y la fealdad del sapo aparece ante nosotros con una abrumadora cualidad de espejo».
Hay por aquí un León Felipe — el poeta español — de bronce que alimenta a las aves y los roedores cuando la Casa del Lago está vacía y no hay funciones de teatro o recitaciones poéticas o proyecciones de cine o talleres de escritura o ecología.
Si uno pone de su parte comprende que ese León Felipe inmóvil, estatuario, es un señuelo y que en verdad quien oficia aquí, como un pequeño dios, es Juan José Arreola.
Y, así las cosas, el mexicano no duda en deshinchar el seudónimo literario del viejo Felipe: «En realidad el león sobrelleva a duras penas la terrible majestad de su aspecto: el cuerpo del edificio no corresponde a la fachada y es como su alma, bastante perruno y desmedrado. Sigue siendo un carnívoro gracias a ciertos súbditos que realizan para él oficio de verdugos. El león se presenta intempestivamente en los banquetes salvajes y a base de prestancia pone en fuga a los comensales. Luego devora solitario y lleno de remordimientos los restos de una presa que nunca captura personalmente».
Una vez Arreola confesó: «No he tenido tiempo de ejercer la literatura. Pero he dedicado todas las horas posibles para amarla».
Alguien que lee a Arreola entre los árboles espaciados puede olvidar que el Bosque es en realidad otro artificio humano, que el caos vibra a poca distancia. Puede sentirse, por un rato, tan vivo… incluso imaginar que aquí la muerte queda más lejos.
Pero nadie olvida que el signo de los tiempos es un trazo circular donde el histórico sitio de Chapultepec puede ser un día Tlatelolco y, luego, Ayotzinapa.
El heroísmo fundacional retornando ahora como snapchat del horror.
Arreola también escribe sobre las «aves de rapiña» que remontan «la altura soberbia y la suntuosa lejanía». No es improbable que el lector de Bestiario atraviese entonces la rala floresta rogando que a esas aves de la muerte se les acabe por fin «la libertad entre la nube y el peñasco, los amplios círculos del vuelo y la caza de altanería».
¿Todavía hay más en este soto imaginario del Bosque de Chapultepec?
¿Estarán custodiando también la Casa del Lago esos camélidos, boas, monos, jirafas, cérvidos; el avestruz que esconde el rostro a los intrusos; el búho de la sabiduría; la cebra que «se entigrece»; el oso, los fabriles topos, las hienas sonrientes; alguna foca que acaso se desnuda bajo la lluvia delicada; el carabao e, incluso, el bisonte inmemorial; el elefante y el rinoceronte; el ajolote en su misterio de agua pura?
¿Será tal vez demasiado imposible que alguna tarde de estas las bestias invisibles de Juan José Arreola se nos aparezcan de golpe para refutar al fin, desde su mismo centro, el implacable encanto, la sísmica apostura de la Ciudad de México?
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*Nota:
Inaugurada como centro cultural de la UNAM el 15 de septiembre de 1959 a propuesta del rector Nabor Carrillo y del maestro Jaime García Terrés. Durante sus dos primeros años, el director fue Arreola, cuyo nombre serviría luego para rebautizarla en honor a su obra — más allá de la narrativa — como promotor cultural y animador de una hornada de artistas y escritores que representaron un hito en los contextos mexicano y latinoamericano. Luego, generaciones sucesivas de escritores y artistas mexicanos se reunieron en la Casa para leer poesía en voz alta, jugar ajedrez, asistir a exposiciones o puestas teatrales.
Publicado originalmente en El Estornudo.