La risa trágica
A la fauna cubana le ha salido un nuevo rostro, uno muy popular: Alex Otaola, presentador de un programa de entretenimiento desde Miami. Las marcas que lo definen ya las habíamos divisado antes, su carisma como conductor, su diletantismo agitprop, su manejo dramático del cotilleo insulso, la intimidad de cualquier sujeto impunemente exhibida, su búsqueda incesante de la polémica en medio de un escenario donde la gente prefiere pasar de puntillas, los asesinatos de reputación, y, por consiguiente, un espectáculo que no responde a nada porque no lo necesita para subsistir.
Lo que quizá no habíamos encontrado aún es todas esas características reunidas y explosivamente lanzadas a la conciencia colectiva por un único presentador o show televisivo. Otaola es un cóctel que había demorado en aparecer, mezcla de su formación profesional en instituciones de radio y televisión nacionales con su paso por los programas de paparazis y talks shows del sur de la Florida. Esto le permite trenzar en un discurso contaminado por distintos planos retóricos dos realidades que no estaban tan separadas como creíamos: la vida de la farándula cubana, su dinamismo alejado de los parámetros de la Guerra Fría, y el telón de fondo del encartonado socialismo real, siempre anterior a cualquier vestigio de un mundo globalizado.
Hay acá un acierto involuntario, luego diluido por las formas en que la discusión tiene lugar: haber detectado la matriz política de la escena urbana y su lógica cultural, así como revelar el carácter bufonesco, chillón y frívolo del aparato burocrático del castrismo. Otaola trata a los reguetoneros como si fueran políticos y a los funcionarios como si fueran reguetoneros.
Ese orden también lo determina a él: la gente no sabe si es solo un chismoso impresentable que desconoce cualquier fundamento ético o el nuevo líder con turbante de un exilio que no ha dejado de crecer, pero cuya fisonomía es hoy más diversa que nunca. Probablemente se trate de las dos cosas. Ese tipo de confusión pertenece por completo al momento, figuras así son vistas como engendros no deseados de la crisis liberal. El mundo retrocede y de ese modo el totalitarismo alcanza el presente sin haber pasado por él. El castrismo se sentó a reprimir en la puerta de fondo y se ahorró una larga travesía de cuarenta años.
Otaola castiga lo solemne y lo correcto, y cada ataque que le lanzan desde alguna prédica moral lo fortalece. Es lenguaraz, incendiario, repulsivo, gracioso. Su rating aumenta, sus seguidores abrazan con devoción la bandera que confunde lo popular con lo abiertamente anti intelectual y se vuelven cada vez más histéricos. No hace falta que Otaola haga algo, lo que hace falta es que parezca que lo hace. Hay mucha gente convencida de que sus campañas de boicot o sus llamados a la desobediencia civil dañan al régimen de La Habana, pero ninguno podría aportar una prueba al respecto. El ruido es suficiente.
Varios activistas del exilio, aguerridos militantes de las redes sociales, excelsos analistas de Facebook, se lanzaron en los últimos años a ocupar ese puesto, y fracasaron no porque fueran menos listos o anticastristas que Otaola, ya que ninguno es especialmente sagaz y todos tratan siempre de competir entre ellos por ver quién se atreve, desde Kentucky o Hialeah, a decir más pestes de Díaz-Canel en una tarde, creyendo que apenas en eso consiste hacer oposición. Fracasaron, de hecho, porque seguían respondiendo a los viejos modos del lenguaje político, mientras que Otaola ha renovado ciertas formas del discurso público, o más bien, para que parezcan renovadas, las ha maquillado a través de una premisa: no hay nada que no sea banal.
Ese mantra tiene un efecto inmediato justo porque nada se ha vuelto más banal que el modo en que el régimen y sus enemigos dicen enfrentarse hoy. Un duelo, al cabo de sesenta años, falsamente agonístico, pero los cubanos saben ya, porque todavía son capaces de mirarse al espejo y reconocerse, que el castrismo no se trata en este crepúsculo de una casta política, sino de una cultura. La lucha de contrarios ha sido neutralizada, incapaz de encontrarle una salida al sinsentido nacional. Los rivales no hacen más que fortalecerse en sus propias debilidades, como dos boxeadores cansados que en el round once, en vez de golpearse, se abrazan, aunque lo que hacen siga llamándose, solo técnicamente, combate.
Otaola es el resultado de una frustración histórica, alguien que, con abrumadora aceptación, desideologiza lo político. Su presencia entre nosotros (no hablo de él en tanto individuo, sino de él en tanto imagen, que es de lo que se trata en una realidad líquida) nos confirma que asistimos a una etapa conclusiva en que las palabras reventaron. Ya no denotan nada. Si esto no nos resulta del todo desconocido, es porque no lo es. Más lejos de Washington hoy que nunca antes, Miami se las arregló para inventarse una réplica local del prototipo Trump. El desparpajo de la televisión chatarra se hace eco de la rabia civil y esa mecha prende un polvorín de repercusiones sorprendentes. Aunque se trata, desde luego, de una copia lúdica de la vida práctica (Donald Trump duerme en la Casa Blanca y Otaola, hasta donde sabemos, es solo un actor que perora en Facebook), pero eso es lo que Cuba es.
No debe verse en esto el paralelismo fortuito de dos individuos, la pereza de la comparación de turno, sino más bien la expresión repetida de un malestar general, de una incomodidad sistémica. No solo el hartazgo es común, sino también el tipo de hartazgo. Cuba deja de convertirse en una excepción no en el momento en que su realidad se normaliza, algo que no ha sucedido ni hace falta ya que suceda, sino en el momento en que su ruta de fuga puede leerse desde los mismos códigos del hemisferio.
La dictadura de La Habana escapó del siglo XX, época en la que debió haber muerto, y ha caído en un tiempo que ni siquiera encuentra salida para sí mismo. Es como si nadie le hubiera avisado de que falleció y siguiera haciéndose pasar por viva. Quienes creen que un derrocamiento, una invasión militar o una revuelta popular van a poner fin a este capítulo de cruel estupidez, tampoco se han enterado de la farsa. No puede matarse lo que ya no está. Cuba va a deslizarse tranquilamente hacia el caos global, y va a bastarle con un brinco, como el que salta una zanja. El capitalismo no parece haber estado antes tan cerca de la uniformidad totalitaria sin violentar su apariencia democrática, y el comunismo de la isla, después de haber sido semilla y pulpa, ya solo es cáscara.
Es ahí donde Otaola toca el corazón del régimen, justo donde se encuentra, en la rampante superficialidad. Él no va hacia la política, la política viene hacia él, que es exactamente lo que se puede decir de Trump. Por eso todo el que se toma a sí mismo con seriedad pierde ante ellos, y por eso no los perjudica que les señalen su naturaleza paródica, porque ellos no están traicionando lo que son, proyectan una inobjetable honestidad.
Ese duelo verbal contra Otaola no lo sostiene la neolengua estalinista, no lo sostiene el balbuceo temeroso de los empresarios y artistas con visado gringo, y no lo sostiene el sudario de padecimientos que la oposición interna ostenta como capital político. Otaola, al igual que los reguetoneros, ha hecho que un punkero como Gorki Águila suene ampuloso, encorsetado.
Cuando Otaola polemiza con Antonio Rodiles, lo que ocurre verdaderamente, contrario a otros quítame allá esas pajas de la disidencia, es que una manera de posicionarse ante el régimen, a saber, la manera de la víctima, la manera históricamente comprobable, cede ante otra, la manera del verdugo, una manera que Otaola representa, pero que no deja, por supuesto, de ser una ilusión o un bulo.
Esa guillotina moral que él lanza contra cualquiera un día sí y otro también, simplificando de modo nefasto los distintos grados de dependencia que inevitablemente los cubanos tienen con el poder, y sentenciando casi todo tipo de vínculo a complicidad condenable, es como los juicios de Caso Cerrado, otra suerte de Ana María Polo. La misma severidad actuada, la misma jerga punitiva, el mismo aquelarre de cartón piedra, la misma percepción fabricada y el mismo negocio pujante. Pero Otaola no le ha robado el papel protagónico de la ópera del anticastrismo a ninguno de los disidentes que llevan más tiempo que él en plantilla. Es solo que el sentido de la época se ha alejado de ellos.
Para que esto suceda, para que Otaola pueda destacar como lo hace, tiene que contar, después de todo, con interlocutores, el poder tiene que devolverle una imagen especular. La propaganda del Estado ha pasado de la verborrea trascendental de Fidel Castro, del laconismo de su hermano Raúl y Machado Ventura, al tinglado circense de figuras que nos resultan cercanas, despojadas de la altura y el misterio del tirano.
Resaltan, por su medianía o grisura, por su manifiesta vulgaridad, por su disposición para la trifulca cederista, y por su talento para el ridículo, los ministros y diplomáticos que han tenido que abrirse cuentas en Twitter, las astracanadas de Mariela Castro, las bravuconerías del viceministro de Cultura Fernando Rojas, los genízaros de La Jiribilla y el Consejo de Artes Plásticas que pedían cárcel para Luis Manuel Otero, los cantinflescos funcionarios de Etecsa, los trolls de la policía política que difaman a los periodistas independientes, y también, por supuesto, Díaz-Canel, quien acaba de revelarnos, nadie sabe por qué motivo que no fuera su propia estulticia, que la limonada es la base de todo, después de doscientos años en que nos engañamos creyendo que eran las fuerzas productivas.
He visto un video en el que Otaola supuestamente desenmascara la vida opulenta que se gasta Fernando Rojas junto a su familia, y no hay rastro de que su pesquisa se guíe por métodos distintos de los que usa Iroel Sánchez para asignarle a cualquier cubano que no le guste un puesto de trabajo en la CIA. Amén de que aparecen menores de edad que no deberían exponerse al público bajo ninguna excusa, el video no es más que un sketch humorístico.
Se ve una foto de Rojas sumergido en la piscina del Acuario Nacional, rodeado de peces, y esto es presentado como un lujo. Si su familia vive con mayor holgura económica que el resto de los cubanos, que Rojas se meta al agua con mojarras, guppies, escalares, truchas, el elenco de Finding Nemo, o lo que sea que lo rodeara en la foto, no es ciertamente una prueba de ello. Dice Otaola: «Mira, ahí le estaba diciendo Fernandito al pez: ‘Si no te gusta esta Revolución, nos caemos a piñazos aquí mismo’». Esos pasajes vernáculos, fintas de humo o bufonerías, se leen como denuncias de peso.
Todas las semanas aparece un iluminado en La Habana con alguna nueva necedad que alimenta el estado de cosas. La realidad cubana le pertenece hoy al registro del lenguaje en que se mueve Otaola. Esa sincronía le asegura el éxito. No obstante, su apuesta a fondo también contiene la semilla de su destrucción. Se trata de un negocio cuyo pico se proyecta a corto plazo.
La lógica económica del anticastrismo que vende la indignación sumaria como mercancía política no va a sobrevivir a la administración trumpista. El curso de los acontecimientos abierto por Obama y Raúl Castro (independientemente de si es justo o no, y yo creo que lo es) va a volver en algún punto, quizá en una fecha tan temprana como noviembre próximo, o quizá dentro de cuatro años. Su inevitabilidad histórica lo garantiza.
Lo que reduce el fenómeno Otaola a un episodio de cosmética es que no se ve cómo el castrismo puede ser superado por su caricatura, por la línea acentuada de cada uno de sus defectos. Los seguidores del presentador aplican con disciplina metódica los pasos de la doctrina de la que dicen haberse liberado. Esa contienda ardua no termina donde hemos creído.
Desechar la carga semántica inoculada en las palabras por el poder es un primer paso. Luego viene otro reto, más laborioso e intrincado, al que algunos no quieren llegar o bien por pereza, o bien por incapacidad, o bien por considerarlo innecesario. No hay oposición efectiva a un régimen opresivo que se convierte en cultura sin la voluntad manifiesta e imaginativa de generar un nuevo idioma.
En la base fundacional del discurso totalitario está la definición de su enemigo. Para ello, le es entregado al rival un paquete de palabras con un guion y una estridencia específicos. A partir de ahí, consciente o no, se actúa. Más que en un ring de boxeo, estamos en uno de wrestling televisivo.
Publicado originalmente en El Estornudo