La pandilla Cordoví: Memorial de las sombras
Por Yoe Suárez
Andrés saca el revólver y el fogonazo enciende los ojos de sus adversarios. Adversarios son ahora quienes poco antes eran sus hermanos de pandilla. La pandilla fue la casa de Andrés en los años 80. Enseguida llegaría la intemperie de los 90, un fogonazo de miseria y violencia en Cuba.
La vida de Andrés no empezó con llanto en 1967, y hubo aún menos razones para llorar cuando su madre se convenció de que los orishas sanarían sus muchas enfermedades y lo confió al Palo Monte con apenas siete años. Su vida fue luego, mucho tiempo, la regresión a la sangre y a la cárcel.
Ahora piensa que, tal vez, si el padre no se hubiera ido de casa, habría tenido otro modelo; no el de los chamacos con que armó su adolescencia. Si ellos decían, Andrés iba y decía. Si ellos hacían, Andrés iba y hacía. Nada demasiado espinoso, tan solo algún acto vulgar o levemente temerario. La llave de la aceptación.
En 1979 Manuel Duval se mudó, recién casado, al barrio. Conoció al chamaquito pendenciero de apenas 12 años que era Andrés, pero ni caso le hizo. ¿Quién le iba a hacer caso a un fiñe, a un menor? Manuel llegó de El Cerro, sin amigos. La familia de su esposa le presentó un par de gentes, entre ellos a alguien de apellido Cordoví, un joven que recibía en su casa a bebedores de ron, que guardaba en su casa un revólver de los años 50. Y empezaron a salir juntos, compartieron espacios, se hicieron hermanos.
A los 16, en medio de una bronca con otro muchacho del barrio, Andrés no podía decepcionar. El machete en la mano de Andrés, así lo verificaría el Tribunal Popular Provincial de La Habana, trozó varias falanges de la víctima. Andrés hubiera querido pulsar rewind y anular aquel hecho.
«No era mi intención», pensaba en el juicio, y no estaba con él ninguno de los chamacos. Solo su madre que ya no sabía a qué santo pedirle. El magistrado declaró: «Un año de privación de libertad». No hay rewind en la vida. A lo sumo, reflujo. Un mes después de entrar en prisión cumplía los 18.
La madre llegaba puntual a las visitas penales. Carne, helados, ostiones, chocolates. Ni siquiera para un bolsillo proletario como el suyo significaban demasiado los productos que traía en la jaba; por entonces la isla se aprovisionaba a granel de la Unión Soviética y del Campo Socialista, y además existían prometedores planes agrícolas nacionales. Lo que le pesaba a ella era el tiempo que se iba volando durante las visitas; a él, los días que siempre demoran tras las rejas.
Para Andrés, hasta cierto punto, la cárcel sería un curso de superación personal. Aprendería mucho. Pero de todas maneras la vida se le turbó.
Cuando salió, en 1986, Fidel Castro hablaba de algo similar a la Perestroika; algo que llamó «Proceso de Rectificación de Errores». Pero los discursos le tenían sin cuidado a Andrés. Ni que él fuera el «hombre nuevo», se decía, y sin embargo andaba como un héroe por el barrio de Romerillo, oeste de La Habana. Se le ha cantado poco a Romerillo. Cuando el grupo de rock Moneda Dura lo hizo sacó estrofas como esta:
¡Oye! ¿Qué te pasa?,
Sales del baño y te llevan la taza.
Los ladrones son panteras,
Te llevan la ropa de la tendedera.
Allí buscó a los suyos, los que habían estado en el tanque.1 Por aquellos días una escena se volvía recurrente: la madre cierra los ojos, reza, y solo vuelve a abrirlos cuando Andrés regresa, si regresa.
— No me gusta esa gente, andan en malos pasos y tú acabas de salir…
Y Andrés chisteaba, como friendo huevos con la boca, que no jodiera más, le decía. Se echaba una navaja en el bolsillo, y resonaba el portazo.
Un portazo casi tan grande como el que dio Cuba a su pasado con la Revolución. ¿Escuela y doctor gratis? Y la gente se puso a procrear. Tanto, que se produjo en los 60 un estallido demográfico. Los nacidos durante ese período llegaron a la edad laboral en los 80 y hallaron un déficit de ofertas de empleo. En esa década engordó un importante sector de desvinculados del estudio y el trabajo. El 74 por ciento tenía menos de 30 años.2
Las estadísticas de la Encuesta Nacional de Ocupación de 1987 bosquejaban un desvinculado tipo: jóvenes negros, sobre los 21 años, que desatendían los estudios a partir del noveno grado. Andrés era uno de ellos.
Asimismo, la dinámica de crecimiento de los delitos violentos, que comenzó en los 70, se prolongó e incluso se fortaleció hacia finales de los 80.3 De modo que, cuando el sismo socioeconómico de los 90 removió la nación, estaba listo el terreno para que la violencia ciudadana adquiriera «una magnitud considerable».4
Nunca se sabe cuándo se está a punto de caer en desgracia, ni un país ni un pandillero. Solo a veces puedes intuirlo gracias a equívocas señales: un presidente aliado que critica su propio sistema, el filo de las miradas cuando se llega al grupo.
En 1989 Cuba y Andrés no lo sabían, pero estaban al borde del abismo. A inicios de los 90 el PIB cubano cayó un 35 por ciento, junto con el bloque socialista en Europa del Este. Un exministro de Economía diría años después que entonces se vivió con «gran incertidumbre ante el porvenir».
Aquella incertidumbre marcó a fuego el destino de Andrés. No solo empezaría a tener discordias con miembros de su pandilla, sino que la sociedad en general caería en un pozo de desconfianza.
Todo comenzaría a escasear en los próximos años. En pocos meses, la cartilla de racionamiento alimentario instituida desde los 60 perdería o recortaría productos como la carne de res, la leche o los huevos, y muchísimos otros de primera necesidad. El peso en los bolsillos cubanos llegó a perder hasta 150 veces su valor frente al dólar. Y Cuba tuvo que abrirse para escapar de sí misma.
Pero todavía en 1989 el hambre no era el mayor de los problemas para Andrés. El líder de la pandilla había tomado cartas en el asunto de las «discordias». En su contra.
— Te voy a matar, cabrón — le dijo en la calle, y Andrés supo que andaba por su cuenta. Cambió navaja por revólver bajo el pullover anchísimo.
Los días pasaban con sorda tensión. Andrés no salía mucho, ni lejos. Desde su cuarto veía los autobuses partir del paradero de Playa hacia cualquier punto de la ciudad. En ocasiones creyó identificar, a través de las ventanillas, gente que devolvía sospechosamente las miradas.
Manuel Duval se enteró del lío cuando llegó a casa de Cordoví, el jefe de la pandilla, y no se quedaron a tomar ni a jugar dominó.
— Vamos a salir por el barrio a ver si encontramos a Andrés.
Salieron en una ronda por Romerillo a ver si escuchaban su voz, si alguien lo había visto. Nada.
— ¿Y qué iban a hacer si lo encontraban? — le pregunto ahora a Manuel en la sala de su casa, que está en plena construcción.
— Bueno — comienza con una sonrisa — , yo andaba solo con una chaveta, y casi todos los demás de la banda andaban con revólveres, 32 y 45 viejos, de los años 50, que quedaron en la calle, sin recoger por el gobierno. Nadie hablaba de qué haríamos, pero sabíamos que Cordoví lo quería muerto.
— ¿Y tú tenías algo contra Andrés?
— Yo no, pero si Cordoví era mi amigo, y Andrés era enemigo de Cordoví…
Un día Manuel lo vio entrar con otro muchacho por un pasillo. Iban a buscar al Enano, que era parte de la banda. Andrés llevaba su revólver.
— Yo estaba lejos — cuenta Manuel — , y no me acerqué porque creí que, al ser amigo de Cordoví, Andrés me iba a disparar.
Nada pasó. El Enano se salvó por ausencia. Andrés, simplemente, volvió a evaporarse.
Meses después vuelven a ver a Andrés por el barrio. Lo velaban, lo esperaban. La pandilla no olvida; el jefe tiene palabra. Aún no duele, pero el cuerpo de Andrés sangra por herida de arma blanca. Entonces saca el revólver y el fogonazo enciende los ojos de sus adversarios. Uno cae, a Andrés le parece que los otros corren, y él corre también. Su cuerpo gigante avanza con dificultad por callejuelas. Las sirenas alocan el barrio, y en breve están sobre él. Sus músculos cansados no oponen resistencia.
Está vivo. Deberá indemnizar a su rival herido todo el tiempo que el balazo le impida trabajar. Está preso.
De nuevo la madre asistía puntual a las visitas penales. Pronto cargaría solo pan; ni siquiera cigarros porque el Estado les subiría el precio. El 80 por ciento del intercambio comercial de Cuba se realizaba hasta entonces con el Este europeo, y la cesta se aligeró irremediablemente tras los drásticos sucesos políticos de aquel año 1989.
Si el país se debilitaba por la desintegración de su clan ideológico, el disparo contra los hombres de Cordoví hizo de Andrés, de vuelta en la cárcel, «una potestad».
Poco o nada vale eso para enfrentar la crisis. En la cárcel se sintió: las raciones disminuyeron, se aguaron los caldos. Cuando volvió a la calle, en 1991, Andrés encontró a todos sus conocidos con 20 libras menos; él estaba en las mismas. Su cuerpo era una vara larga, y sus músculos estaban siempre cansados. A aquello el gobierno le había llamado Período Especial. «Especialmente malo», bromeaba la gente que hacía larguísimas filas para comprar los exiguos alimentos de la cartilla.
Andrés llegó a comer frazadas de piso que imaginaba bistecs, bebió solo agua con azúcar, o solo agua, pero finalmente logró reunir el dinero para comprar un arma. Otra vez se sentía protegido. La pandilla no olvida. Con las costillas afuera, pero viva la memoria.
Pensó en irse de Cuba. Se ahorraría el hambre, pospondría su muerte. Parecía fácil irse en esos años: el mar, una balsa de tablas, unos neumáticos, cualquier cosa que flotase. En la isla, nada; al norte, leyes que acogían al balsero. Entre La Habana y Florida, 90 millas infestadas de peligros.
¿Tuviste miedo, Andrés? «No sé».
Un año y otro, y 1994. Agosto. Se hablaba disturbios en el centro de la ciudad, pero nunca se sabe. Nunca antes hubo. Pero ahora había apagones de 12 horas y más. Andrés se enteró de que era cierto. La cosa estaba mala. Pero la cosa estaba mejor: sus adversarios se habían tirado al mar. «Brincaron el charco». O acabaron trucidados por las mandíbulas de los tiburones.
Si en 1987 las salidas ilegales fueron dos mil 200, en 1991 casi se habían cuadriplicado (ocho mil)5, según el Ministerio del Interior. En 1994 se estimaron 36 mil balseros, con predominio de los residentes en La Habana.6 El 86 por ciento de las personas que abandonaron el país tenía menos de 35 años.
— Se fueron más de 30 de la banda — recuerda Manuel Duval.
— ¿Y era tan grande?
— El piquete fuerte, el centro, eran seis o siete, pero cada uno tenía sus amigos que se unían de vez en vez.
— Como tú…
— Como yo… Pero eso se acabó en el tiempo de los balseros. El que no se fue ahí…, era que estaba preso.
Los que no se fueron tal vez robaron o asaltaron más de lo «prudente». Tal vez mataron. Y ahora Andrés agradece al cielo por haberse medido a la hora de hacer lo suyo y, sobre todo, por no haber tenido muerto.
Luego, ya en los 2000, Andrés vería en Páginas del diario de Mauricio pandillas como la suya, que ni los censores del Instituto cubano de cine pudieron dejar fuera de la película.
La pobreza compartida por casi 11 millones de gentes revivió la prostitución que la Revolución había erradicado, espoleó el tráfico de personas y estimuló el pandillerismo. Las violencias asociadas a esas formas delictivas de «supervivencia» excedieron incluso la violencia estatal, repartida salomónicamente entre opositores y marginados sistémicos desde los 60.
Andrés nunca supo sobre el estudio de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL) que asegura que, en 1997, Cuba comenzaba a levantarse aumentando el presupuesto social. La gente estaba muy ocupada, sobreviviendo. En muchos la confianza se había esfumado. Los dioses habían caído.
En enero de 1998, Andrés se abstuvo de ir a la Plaza, no para no oír a Fidel, sino para no oír al Papa Juan Pablo II. Su madre sí concurrió. En 1999, él tampoco quiso saber nada de la celebración evangélica que consintió a los protestantes, por primera vez en Revolución, tomar parques y plazuelas. Las guaguas dejaban el paradero de Playa con gente colgada en las ventanillas y las puertas.
El siglo del ateísmo acababa de un modo inesperado en la isla. Pero acababa para Andrés con un déjà vu. En una trifulca con un policía recibió un balazo que le atravesó el muslo derecho. Off.
— Traumatismo en el fémur. Alégrate — le oyó decir al doctor; acababa de despertar — . Si toca la arteria femoral, te desangras.
Un oficial se asomó a la sala.
— Prohibido hacer cuclillas, correr — dijo otro médico que anotaba — . Vas a cojear lo que te queda de vida.
Andrés quería llorar, pero no frente a los doctores, menos frente al policía. Tampoco ante el Tribunal de La Habana que lo encontró «culpable» por atentado y desacato a la autoridad, y lo mandó, por dos años, al presidio en Valle Grande.
Allí encontró reclusos que oraban. Andrés se burló. Se preguntaba cómo podían sostener la fe en aquel fin de mundo. Sin embargo, una noche abrió los ojos y susurró mirando al techo de la celda:
— Si tú me curas la pierna yo te sigo — y se durmió.
Llega el día en que, aún sin creer, Andrés no dio más tumbos. Ya no cojeaba. Empezó a hacer cuclillas y trotar en el lugar. Los compañeros de celda lo miraban extrañados. Con algunas palabrotas disipaba la curiosidad. No más abrieron las rejas salió a buscar a Bárbaro: «el jefe de los que oraban».
— Yo sé a qué vienes.
— Si me dices voy a creer más — ripostó Andrés, socarrón.
— Cristo te sanó y quieres seguirlo.
La cristiandad amainó en Cuba después del año 59. Pero tras casi 40 años en el desierto vivió un éxodo inverso. Las iglesias fueron oasis espirituales, y a menudo también distribuidores locales de donaciones externas de ciertos productos (jabones, ropas o útiles del hogar) que el Estado vendía carísimos en un país arruinado.
El Banco Nacional ha ubicado, sutilmente, el fin del Período Especial en 2000. Cumplida la sentencia a las puertas del nuevo siglo, Andrés salió a un país que recomponía sus pedazos.
Por la ventanilla del autobús vio cómo Romerillo quedaba atrás. Cargó con su esperanza hacia otro sitio, sin revólveres ni navajas.
Noel Nieto no olvida aquel evento «para caballeros» en la Liga Evangélica de Cuba. Era 2016 y la iglesia estaba a full, con hombres de toda la isla, hablando sobre la importancia de un liderazgo espiritual en las altas montañas del Oriente, en la estepa de concreto habanera, o en las secas praderas camagüeyanas.
Uno de ellos pidió el micrófono, se levantó y compartió uno de los secretos mejor guardados de su vida:
— Dios les bendiga, hermanos. Mi nombre es Manuel Duval, soy pastor de la iglesia de la Liga Evangélica en San Miguel del Padrón y, aunque estoy muy feliz de acompañarles hoy, siento que para continuar aquí debo pedirle perdón a alguien en este lugar… Él quizás no me recuerda, pero yo sí a él. Hubo un tiempo en que quise matarlo sin que me hubiera hecho daño, más bien por cosas de jóvenes callejeros, del mundo. Voy a mencionar un nombre que de cierta manera nos unió hace 25 años… Cordoví.
Andrés se puso de pie. Los presentes, extrañados, miraron a Manuel y Andrés encontrarse en mitad del templo para estrechar las manos. Aplaudieron. Comprendían que una brecha de odio se salvaba en ese instante.
Esta historia forma parte del libro El soplo del demonio. Violencia y pandillerismo en La Habana (Boca de Lobo Editores, 2018).
Notas:
1 Prisión, en el argot popular.
2 Encuesta Nacional de Ocupación de 1987.
3 Integración social: varios autores. CIPS, La Habana, 1996, pág. 32–34.
4 Integración social: varios autores. CIPS, La Habana, 1996, pág. 32–34.
5 Menos de la tercera parte arribó a Estados Unidos.
6 Varios autores. “Los balseros cubanos”. Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 1996. p.p.56–58.
Publicado originalmente en El Estornudo.