La libertad de Ena Lucía Portela
POR: MARIO LUIS REYES
Ena Lucía Portela es más honesta y directa de lo que suelen aceptar la mayoría de las personas. Ella las escandaliza. Ha tomado la decisión de ser una mujer libre. Es sumamente inteligente y sensible. Es también irónica y sarcástica. Tiene un gran sentido del humor. Es políticamente incorrecta, a lo Borges. Es hermosa. Padece, desde muy joven, la enfermedad de Parkinson. Habla varios idiomas. Muchos le temen.
Lleva ocho años sin salir de su vivienda, una fracción apenas de un antiguo caserón del Vedado en el que conviven varias familias. Unos escasos metros cuadrados, compartidos con su madre hasta la muerte de esta en agosto de 2015, es todo el espacio que ha habitado durante ese tiempo.
Solo recibe a algunos amigos. Entrevistas, desde 2010, solo una. Tampoco ha ofrecido conferencias o lecturas públicas, ni se ha dejado ver en ningún otro evento literario. Su vínculo con el mundo exterior es el teléfono. Se niega a usar correo electrónico o Internet, convencida de que la conexión que se le ofrece como escritora carece de privacidad.
Desde muy joven, ligada al grupo literario El Establo, Ena Lucía Portela comenzó a sobresalir en el panorama de las letras cubanas. Primero fueron sus cuentos: «Últimas conquistas de la catapulta fría», «Al fondo del cementerio», «Sombrío despertar del avestruz» y «Dos almas en una pecera».
Después vendría su primer libro publicado, la novela El Pájaro: pincel y tinta china, galardonado en 1997, mientras terminaba su carrera universitaria, con el Premio Cirilo Villaverde que concede la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (UNEAC). En 1999 publicaría la compilación de cuentos Una extraña entre las piedras, y ese mismo año ganaría el Premio de Cuento Juan Rulfo, de Radio Francia Internacional, por su relato «El viejo, el asesino y yo».
En el año 2001 salió a la luz su novela La sombra del caminante y, en 2002, Cien botellas en una pared, con la que obtuvo el Premio Jaén de Novela y, un año después, el Prix Littéraire Deux Océans-Grinzane Cavour a la mejor obra latinoamericana publicada en Francia en un periodo de dos años. Cuatro años más tarde circuló la selección de cuentos Alguna enfermedad muy grave y, en 2007, la novela Djuna y Daniel, con la que ganó, finalmente, el Premio de la Crítica en su país natal. Hace algunos meses, se editó Con hambre y sin dinero, una colección de sus ensayos y textos de no ficción.
En 2007, durante la celebración de «Bogotá Capital Mundial del Libro», Ena Lucía Portela fue seleccionada como uno de los 39 escritores menores de 39 años más prometedores de América Latina.
Universidades y estudiosos literarios de todo el mundo se interesan por su obra. Sus textos se analizan en la Sorbona, en Leyden, en Gotemburgo, en la Universidad de Madison, en Wisconsin, en la City University of New York, en la Universidad de California, en la Universidad de Kansas, en la Universidad Hebrea de Jerusalén e, incluso, en la Universidad de La Habana.
Durante casi una década ha tenido un único propósito: escribir, editar y pulir La última pasajera: la que debe ser su próxima novela, y su obra cumbre.
A pesar de su voluntario aislamiento, Ena Lucía Portela es una de las más prestigiosas autoras cubanas de la actualidad. El periodista y narrador Amir Valle ha escrito sobre ella:
«Le ha bastado escribir unos pocos cuentos (género que se le resiste, como ella misma confiesa) y cuatro novelas para convertirse en la escritora cubana más estudiada internacionalmente en las últimas décadas. Y a ella, queda claro, no la ha impulsado ninguna campaña propagandística de editoriales oportunistas que aprovechan el tema cubano para vender su obra; ni convenios establecidos con ciertas zonas del poder político que domina buena parte del universo periodístico y editorial en el plano internacional, ni tampoco sus esporádicas pero fortísimas declaraciones (que bien poco han influido, como ya se ha demostrado, en la venta de sus libros)».[1]
Ena se inclinó primero por el ajedrez, que practicaba en la escuela primaria Carlos Hernández. Allí conoció a quien será su amigo el resto de la vida, el también escritor, y entonces también ajedrecista, Daniel Díaz Mantilla.
«Era muy buena jugadora de ajedrez, y una niña muy inteligente. Eso siempre me impresionó. También era, como yo, de ese tipo de muchachos que podía ser muy cruel con la palabra, que la saben manejar para herir. Ese tipo de personas que no usa los puños para lastimar, y que no suelen ser los muchachos más populares», dice el autor de El salvaje placer de explorar.
Luego pasaría la secundaria, el preuniversitario en la Vocacional de Ciencias Exactas «Humboldt 7», que ella ha descrito como «una escuelita para “niños prodigio” allá en San Antonio de Los Baños, donde nos “formaban” con un rigor extremo, punto menos que sádico, a los futuros físicos y matemáticos que después estudiaríamos en la RDA y luego echaríamos a andar la central atómica de Juraguá, un proyecto que fue cancelado, lógicamente, en 1989, tras la caída del Muro».[2]
Llegaría una etapa de siete años en la Universidad de La Habana. Comenzó estudiando Matemática en la Colina, pero tras vencer el primer año abandonó esa carrera para trasladarse al edificio Dihigo, donde en 1992 matriculó Filología.
Para quienes la conocieron en aquella época no pasó desapercibida. Su compañera de estudios Saylín Álvarez Oquendo recuerda, irónicamente, que la definían como «desobediente, indisciplinada, anarcosindicalista y con abominable tendencia a la crueldad verbal»[3]. Su círculo de amistades era conocido como «El grupo de Ena».
En realidad, Ena hizo durante la carrera lo que le vino en gana. Habrá sostenido opiniones heterodoxas, o actuado como abogada del diablo frente a los profesores, pero alega que nunca dirigió a ningún grupo. Más bien sus compañeros, siguiendo su ejemplo, comenzaron a actuar como les dictaba su conciencia, lo que provocó no pocos problemas de gobernabilidad para los profesores.
Al final de la jornada aquello tuvo sus consecuencias.
Ena, que deseaba quedarse como como profesora de griego, lengua que domina a la perfección, fue descartada con el argumento de que carecía de humildad, lo cual, según diría ella misma, «significaba en buen romance que no aceptaba ucases de nadie». Ser la mejor graduada de su promoción, brillante, solo reforzaba el criterio del claustro profesoral: no tenía humildad.
Durante esos años, aquella muchacha que debía atender a clases, respetar a sus profesores, aprobar exámenes era, a la vez, una de las más prometedoras escritoras cubanas del momento. Sus propios maestros, en ocasiones, aprovechaban el tiempo libre para estudiar sus textos.
El asunto de la política, como era de esperar, también salió a relucir a la hora de la ubicación laboral. Ena no era ni es comunista, y se vanagloriaba por los pasillos de la facultad de no serlo. Se burlaba constantemente del gobierno, hacía chistes «contrarrevolucionarios». Además fue invitada a Estados Unidos como escritora y se hizo lindas fotos a la entrada de la Casa Blanca y junto a la Campana de la Libertad en Filadelfia, y le trajo de regalo una bandera americana a una chiquita de su grupo que era anexionista, según cuenta.[4]
Por todo esto, y el mal del Parkinson que se le había diagnosticado años atrás, se le negó ubicación laboral no solo en la dichosa Facultad, sino también en Casa de las Américas, el Instituto de Literatura y Lingüística, la Fundación Alejo Carpentier, entre otras instituciones. Fue la doctora Graziella Pogolotti quien, según Ena, valoró su autenticidad y le ofreció trabajo como editora en la redacción de narrativa de las Ediciones Unión, donde trabaja hasta el día de hoy, obviamente, desde su casa.
Su relación con la literatura comenzó desde temprano. Su padre, quien marchó hacia los Estados Unidos siendo ella muy joven, era traductor, y su madre, correctora de estilo. La casa, como es lógico, estaba llena de libros, y la niña los fue devorando poco a poco. Se siente afortunada por haber encontrado en la infancia y adolescencia lecturas como las de Salgari, Verne, los Dumas, Mark Twain, Walter Scott y Fenimore Cooper.
Entonces los comenzó a imitar: escribía cuentos, poemas, y hasta una pequeña obra de teatro. A los 18 años publicaría por primera vez, en una revista, el relato «Dos almas en una pecera».
En esta etapa ya Ena Lucía Portela frecuentaba un grupo de jóvenes con ansias creativas que, por una novela del guatemalteco Arturo Arias, se hacían llamar El Establo. Predominaban los escritores, pero también se dejaban ver músicos, fotógrafos y artistas plásticos. Así coincidió con Ronaldo Menéndez, Ricardo Arrieta, Raúl Aguiar, El Yoss, Daniel Díaz Mantilla, Sergio Acevedo, con quienes se reunía principalmente los domingos en el Parque Lenin después de las peñas de Teresita Fernández.
Eran tiempos de cambios en el mundo: se caía el Muro de Berlín. En Cuba se vivían momentos intensos y estos muchachos aprovechaban para ventilar sus inquietudes respecto al arte, la política, la sociedad, también para escuchar música, intercambiar libros y tomar un poco de ron.
La escritora, siempre presta a desacralizar, diría luego: «Solo un grupo de amigos muy jóvenes que se leen cuentos y poemas unos a otros, y hablan boberías, y toman roncito, y a veces alguien toca la guitarra. Cosas de juventud. Uno se la pasa bien, pierde el tiempo gloriosamente tal como corresponde a esa edad, y ya. El trabajo real del escritor, pienso, es una labor solitaria».
Pero los integrantes de El Establo, esos jóvenes en apariencia inocentes, pronto conocieron el precio de la desobediencia. Primero fue por algunas actividades que realizaban en Casas de Cultura, donde se mezclaba la lectura de sus textos con canciones de trovadores o con obras plásticas, y por lo general se cuestionaba el estado de cosas en la isla.
Luego se les ocurrió poner a circular un boletín, mimeografiado, con poesías, cuentos, pero sin la autorización de las autoridades competentes. Eso generó interés inmediato por parte de la Seguridad del Estado, que ejerció cierta presión: es decir, algunas personas empezaron a frecuentarlos con el propósito de espiar, luego se presentaron en las casas de los muchachos para hablar con sus padres, luego, en las escuelas o centros de trabajo. El resultado: expulsión de dos miembros del grupo de sus empleos, acusados de problemas ideológicos, fin del boletincito y de El Establo.
Ha dicho Ena Lucía Portela: «No, no siento que pertenezco a ninguna generación con sus propias preocupaciones y muchísimo menos con un programa estético propio. Yo tengo mis propias preocupaciones, que ya son bastantes de por sí, y ningún programa, Dios me libre. No me gustan los grupos ni los partidos ni los tumultos, y eso de las generaciones en literatura me parece bastante artificial, puro invento de los críticos. (…) En cuanto a los “novísimos”, no podría decirte a ciencia cierta quiénes son ni a qué se dedican. Son un vago rumor, los “novísimos”. Y me temo que, poco a poco, irán convirtiéndose en los “viejísimos”, si es que eso no ha ocurrido ya».[5]
Interrogada sobre la vida del escritor en La Habana, ciudad donde nació en diciembre de 1972, contestó:
«Significa que puedes estar sentado, muy campante, frente a tu computadora, tramando alguna historia, y de pronto… ¡zas!, el apagón. Si eres el feliz poseedor de un regulador de voltaje o back–up, podrás salvar lo que hayas escrito. Si no, lo perderás todo. Si eres temperamental, te asomarás a la ventana y gritarás con fuerza: ¡Me cago en el recoñísimo de la puta madre de Fidel Castro!, pero nadie te hará el más mínimo caso. (No sé si esto será igual en todos los barrios, pero lo que es en el mío a la gente le importa un chícharo lo que tú grites por la ventana. Lo he comprobado). Si eres depresivo, irás a consolarte con una botella de ron, o de algún mejunje barato, según tus posibilidades económicas. También significa que tus libros serán publicados por las editoriales cubanas cuando la rana críe pelos, porque allí también tienen apagón y carecen de papel, tinta, etc. Y nada de protestar por la demora pues tampoco allí te van a hacer mucho caso. Todo muy kafkiano. Significa además que un artículo tuyo en una revista demorará infinitamente en aparecer, por las mismas razones. Asimismo significa que, como ya se cayó el muro de Berlín y no hay tantas posibilidades de censurar sin escándalo, algunos funcionarios de la literatura tratan de meterte miedo con esto y con aquello para que te autocensures y así les ahorres el peligroso trabajito de hacerlo ellos mismos. Ceder o no ceder: he ahí el problema. Si cedes, no te respetan, te cogen p’al trajín y te dan el Premio de la Crítica, y bien que te lo mereces, por penco. Si no cedes, no pasa nada. No te hacen el más mínimo caso. Y tu problema sigue siendo el mismo: el apagón. Eso sin contar otros problemitas que afectan al escritor en su condición de ser humano, como pueden ser la falta de agua, el calor inmundo, los mosquitos y las guasasas, los tipos que vienen a fumigar a los mosquitos y las guasasas mientras tú estás escribiendo, la bulla que arman los vecinos, lo mismo de día que de noche, y un largo etcétera. Escribir dentro de Cuba hoy es pintoresco y folclórico. Hay que tomárselo con calma».[6]
Por todo esto, y más, muchas veces dice, en broma, que se marcha a Jerusalén. Ella misma se califica de «habanera empedernida y jerosolimitana de corazón»[7]. Cree que no es tan rara esa predilección por dicha ciudad, a pesar de no ser precisamente judía. Por otra parte, incorrecta como siempre ha sido, considera que debería ser esa, y no otra, la capital del Estado de Israel, ya que a su entender nada garantiza que Auschwitz no se repetirá.
Pero Ena Lucía Portela nunca se fue, principalmente, porque no quería dejar a su madre sola en Cuba, aunque esta le aconsejaba que no dejara pasar la oportunidad, antes de que su enfermedad la postrara en un sillón de ruedas. Pero nada, su madre pasó la vida trabajando, y en la vejez, ya enferma, no se hubiese permitido abandonarla. Tampoco tenían otro familiar acá que los ayudara, y así vivieron, juntas, hasta 2015, cuando murió Cary Arzola Peláez, su madre. A estas alturas solo Ena sabe lo que hará.
Mientras tanto, muy despacio, y sobreponiéndose a los temblores derivados de su enfermedad, aprovecha la temperatura y el silencio de las noches para escribir en su computadora.
En 1997, cuando apenas terminaba la carrera, ganó el premio Cirilo Villaverde con su primera novela, El pájaro: pincel y tinta china. Una de las recompensas del galardón era la publicación de la obra.
Sorprendentemente no fue el premio lo que le dio más fama en el mundillo de las letras cubanas, sino el escándalo que provocó la lectura de la obra para algunos escritores, entre los que se encontraban la poeta Reina María Rodríguez y los asistentes a las famosas tertulias que se ofrecían en la azotea de su casa, quienes se sintieron ofendidos al reconocerse en algunos de los pasajes del libro.
Luego Antón Arrufat, el presidente del jurado, quien había votado a favor de esa novela, según cuenta la propia autora[8], comenzó a exigir censura. El manuscrito (ya que la obra no se publicaría hasta 1999) se filtró, presumiblemente gracias a los miembros de aquel jurado, lo que provocó que le llegaran a ella algunas cartas nada amistosas en las que, por ejemplo, le advertían sobre la posibilidad de retorcerle el pescuezo en las inmediaciones de su casa. Bendita República de las Letras.
En resumen, no se censuró, lo que hubiese implicado otro escándalo, esta vez más serio. Cuando apareció publicada la novela, muchísimas personas, enteradas del chisme, corrieron hacia las librerías a comprarla. Esto le valió a Ena Lucía Portela una fama de malvada que no ha dejado de provocar la curiosidad de muchos lectores.
De todos modos, esto no le bastó y escribió poco después — tomando como referencia a Anton Arrufat, quien se comentaba era sospechoso de filtrar el manuscrito, y al también escritor Jorge Ángel Pérez — el relato «El viejo, el asesino y yo». Con tanta suerte, en 1999, mientras se publicaba su novela, este relato ganaba el Premio de Cuento Juan Rulfo y también se editaba en Cuba, para delicia de los lectores.
Ena Lucía Portela diría al respecto: «La mayoría de la gente, o al menos esta ha sido mi experiencia hasta ahora, no suele sentirse muy feliz al verse transfigurada en personaje de una obra de ficción. Al verse satirizadas, o meramente aludidas, aun las personas más cultas tienden a olvidar que la ficción es un territorio que se ubica más allá de lo que en la vida cotidiana entendemos por verdad o mentira, y es ahí donde pierden la compostura — “la tabla”, como decimos en Cuba — y lo acusan a uno de falsario, calumniador, embustero, canalla y otras lindezas. Y lo peor de todo es el equívoco, el malentendido, la clásica diferencia, a menudo abismal, entre “lo que digo” y “lo que dicen que digo”».[9]
La escritora Marilyn Bobes, quien compartió durante mucho tiempo trabajo con Ena Lucía Portela en la editorial Unión, dice que también a ella la ha caricaturizado: «Una vez estuvimos en Nueva York y luego escribió un cuento en el que yo aparecía. La verdad a mí no me pone brava porque yo lo hago también a veces. Disfrazo más que ella, que se caracteriza por utilizar mucho las experiencias vitales, aunque las transforma en otras cosas, porque tiene una cultura que le permite transitar de lo más popular a lo más culto».
Uno de los momentos más difíciles de la vida de Ena fue cuando, en agosto de 1993, con apenas 20 años, acudió al hospital molesta por algunos temblores en las extremidades, rigidez, pérdida de equilibrio y lentitud al moverse. Fue sometida a un sinnúmero de estudios clínicos y neurológicos, para finalmente diagnosticarle Parkinson Plus (atrofia multisistémica y posible atrofia olivo porto cerebelosa).
Preocupada por la posibilidad de padecer esa enfermedad (muy rara en personas menores de 40 años), Ena había leído la correspondencia entre el escritor y traductor Leó den Mirlas y la actriz Carlotta Monterrey, quien describía, detalladamente, los últimos años de su esposo, Eugene O’ Neill, también aquejado de Parkinson.
El pronóstico en 1993 fue demoledor: debido a su edad, la enfermedad avanzaría a un ritmo vertiginoso. En pocos meses no podría caminar, utilizar sus manos y quizá tampoco articular palabras. Su capacidad intelectual no debía sufrir ningún daño, por lo que quedaría, de alguna manera, presa en su propio cuerpo.
Ena, al escuchar la noticia, no hizo más que encender un cigarro. Ecuánime.
Aquel verano fue muy duro para ella. Temerosa de lo que depararía el destino, comenzó a pensar en quitarse la vida. No en ese momento, sino cuando se le hiciera insoportable. Solía ser una persona alegre, para nada depresiva. Entonces investigó un poco sobre la eutanasia, incomprensiblemente prohibida en casi todo el mundo, y decidió vigilarse los síntomas.
Por fortuna el pronóstico fue desacertado. Muchos años después Ena aún pude caminar, preferiblemente ayudada por un bastón; ha viajado sola, se vale por sí misma en la casa y, con paciencia, ha escrito cuatro novelas, tres libros de cuentos y un puñado de artículos.
Detesta que, debido a la enfermedad, otras personas se sientan en el derecho de determinar qué puede o no hacer, mucho menos que le llamen pobrecita o alguna estupidez por el estilo. Tampoco entiende que la escuchen con especial atención debido a su enfermedad, como si no dijera las mismas tonterías que la gente común y corriente.
Como era de esperar, tras su desaparición pública a finales de la década pasada, los rumores sobre su estado de salud se dispararon, por lo que, en una breve nota al pie en su último libro, publicado en 2018, deja una pista: «Cuando escribí estas líneas, hacia mediados de 2008, decidí alejarme del mundanal ruido, no por razones de salud, sino en pos de la concentración necesaria para sacar adelante un proyecto literario muy ambicioso. De entonces a la fecha, pese a los chismes sensacionalistas que circulan por ahí sobre un presunto derrumbe mío, el mal apenas ha progresado. Lamento decepcionar a los especuladores morbosos, pero van a tener que cogerlo con calma, pues aún sigo batallando. Y seguiré, mientras pueda, con el ímpetu de cierto comandante del Ejército Libertador: el inolvidable hacendado camagüeyano Abelardo Portela Reyes, mi bisabuelo mambí».
Ena Lucía Portela es una mujer desprejuiciada. Una persona que, cuando le piden una lista de sus libros cubanos preferidos, la encabeza con las Escenas Norteamericanas de José Martí, pero luego apostilla que también podemos discrepar con él, «un ensayista monumental, pero también un hombre del siglo XIX»[10].
No predica ninguna religión a pesar de ser hija de un matrimonio católico, con ancestros musulmanes suníes por el lado paterno y judíos sefarditas por el materno, y de vivir en un edificio donde el sincretismo está a la orden del día. Sobre las ideologías opina que son un conjunto de verdades preestablecidas que asumen generalmente los seres que no quieren invertir tiempo en pensar por sí mismos y que, además, le temen a la libertad y a la responsabilidad que esta conlleva.[11]
Ella, por ejemplo, también defiende el derecho de las personas a portar armas. Considera mediocres las narrativas de Lezama y Virgilio, en cuyas poesía y dramaturgia, respectivamente, halla verdadera grandeza. Se define como defensora de la democracia liberal y, frente al futuro cubano, se declara escéptica ya que “es un magnifico antídoto para las decepciones, aunque la sobredosis pueda paralizar”[12].
«(…) Podría decir que escribo para entretenerme; o para entretener a mis amigos, mis cuatro gatos, los lectores de siempre y también a quienes no conozco; o para fastidiar a los que prefieran fastidiarse; o para consolarme ante la imposibilidad de realizar mis verdaderos sueños, que consisten en ser piloto de la NASA o agente secreto del Mossad (esto me pasa por leer a Tom Clancy) o la reina de Inglaterra; o porque soy una pícara que no me resigno a ganarme la vida honradamente; o porque necesito de vez en cuando sentirme un dios todopoderoso y vengativo, con una espada flamígera… En fin, podría responder cualquier cosa. Pero ninguna verdadera. O no del todo verdadera (…)»[13].
El nuevo milenio Ena Lucía Portela lo comenzaba con un contrato de representación con la Agencia Literaria Carmen Balcells S.A., lo que le permitiría mantener cierta presencia en el mercado internacional y, por consiguiente, no verse obligada a negociar con una sola editorial.
En 2002, tras la publicación de su novela Cien botellas en una pared sobrevino un importante éxito tanto de crítica como entre los lectores.
Se valoraba su versatilidad en el manejo de diferentes códigos en un mismo texto, desde los más cultos hasta los más populares, y cómo lograba impregnar al mismo tiempo una obra de realismo y fantasía. También resultaban admirables sus personajes, casi siempre llenos de conflictos, pero no ahogados por ellos, y la capacidad de describir la realidad cubana sin caer en el panfleto político ni en una pose intelectual.
Marilyn Bobes es una de las pocas personas que han logrado entrar al círculo selecto de Ena Lucía Portela. La prestigiosa autora, dos veces ganadora del premio Casa de las Américas, confiesa mientras conversamos en su casa: «Yo creo que es la mejor escritora que hay en Cuba actualmente. Su obra narrativa es superior a la de figuras muy reconocidas internacionalmente como Padura o Pedro Juan, aunque ella no ha tenido tanta suerte a nivel de mercado».
Ena Lucía Portela es muy alta. De tez blanca y pelo negro, largo. Sus manos son delgadas, y sus dedos finos. Su rostro es el de una adolescente, entre maldito y angelical.
Tiene la percepción en ocasiones de que el mundo es hostil, de que las personas desean hacerle daño. Por tanto, suele escoger muy bien con quién se relaciona. Su mundo interior la satisface lo suficiente como para no necesitar a diario la interacción con los demás.
Una broma fuera de lugar puede lastimarla y hacer que reaccione de manera agresiva, o que se aparte. Es pendenciera. Cuando le parece que alguien es bueno suele conmoverse; si se siente agredida u hostigada puede rebelarse.
Sus conflictos con el poder político en Cuba fueron constantes en los 2000. Primero, lo que ella llama el «Pavongate», es decir, la también denominada «guerrita de los e-mails». Luego, un artículo suyo en Babelia, suplemento literario del diario español El País, donde hablaba elogiosamente del escritor cubano Reinaldo Arenas, con quien tiene en común el caricaturizar a otros escritores dentro de sus novelas. La defensa de un escritor proscrito en la isla, sumada a la benevolencia con que aceptaba las críticas de aquel contra el líder histórico de la Revolución, no sentaron nada bien en el establishment cultural cubano.
Poco tiempo después, se desataría uno de los escándalos más sonados internacionalmente de aquellos años en Cuba. El opositor Orlando Zapata Tamayo, tras 86 días en una huelga de hambre, falleció en el hospital habanero Hermanos Ameijeiras. Un grupo de intelectuales extranjeros y cubanos radicados en el exterior escribió una carta condenando el hecho y responsabilizando a las autoridades cubanas.
La respuesta de la UNEAC fue publicar una carta de respaldo al gobierno cubano en nombre de todos sus miembros. Y fue cuando Ena Lucía Portela reaccionó. Pidió que se retirara su firma de ese documento y procedió a colocarla en el que denunciaba la muerte del preso. Los elogios y las críticas llegaron en igual medida.
«No me interesa ser “políticamente correcta” para nadie. Me importan un bledo los funcionarios de la literatura de acá y los ayatolas de allá. Y en cuanto al mercado, me encantaría escribir un best seller, pero no sé muy bien cómo se hace eso, así que no trato de hacerlo. Si se vende lo que escribo, estupendo. Si no, perra suerte la mía.»[14]
Su última novela publicada fue Djuna y Daniel, la historia de la escritora Djuna Barnes y su amigo Daniel Mahoney. Esta obra, alejada del contexto cubano, se desarrolla principalmente en el París de entreguerras.
Djuna es una escritora con la que Ena mantiene numerosos paralelismos. Para no ir muy lejos, cuando la autora neoyorquina escribió su obra maestra, Nightwood, en 1936, tuvo grandes problemas con algunos de sus contemporáneos al descubrirse reflejados en personajes de la novela. Y de eso precisamente se trata Djuna y Daniel.
La conexión de Ena con Djuna viene de mucho antes. El nombre de la protagonista de su relato «Una extraña entre las piedras» lleva ese nombre. En Cien botellas…, la escritora Linda Roth tiene una foto de ella colgada en su cuarto. El pájaro… comienza con una cita de la novelista norteamericana.
Ambas narradoras, nacidas con 80 años de diferencia, comparten la predilección por la noche; el interés por las personas fracasadas, monstruosas, marginales, perdedoras, raras; una mirada liberal hacia la bisexualidad; la admiración por la escritora británica Emily Brontë; el pavor hacia el comunismo; las necesidades económicas; una propensión hacia la soledad que raya en la misantropía; el apego a los gatos; la rebeldía frente a los liderazgos, y un aura oscura.
Pero no fue exactamente tras estudiar casi toda la obra de la norteamericana que Ena decidió dedicarle un libro, sino al leer «Tres rosas amarillas», el cuento en el cual Raymond Carver relata los últimos días de la vida de Antón Chejov. En realidad, pensó en dedicarle un cuento, pero ese cuento fue creciendo hasta terminar, el 31 de diciembre de 2005, con 338 páginas.
Y resulta curioso, porque al igual que sucedió en el caso de Djuna, con Daniel Mahoney, y en el de Ena, con Reina María Rodríguez y Antón Arrufat, la novelista estadounidense, siempre muy celosa de su privacidad, seguramente también se habría ofendido un tanto al leer el relato de la cubana.
La relación de Ena Lucía Portela con la crítica, sobre todo en Cuba, no suele ser muy buena. En una ocasión dijo que los críticos, como Adán, iban por el mundo nombrándolo todo, y que luego pretendían que la realidad fuese como ellos la inventaban.[15]
Una vez, un programa de la televisión nacional juzgó su cuento «El viejo, el asesino y yo» como ajeno a la realidad por su temática relacionada con la homosexualidad. Su novela Cien botellas…, muy reconocida internacionalmente, pasó desapercibida en los certámenes literarios cubanos. La explicación, según la autora, es simple: «política pura y dura, sexismo, homofobia, inquinas personales, etc.»[16]
Sus inicios en la literatura, en la década de los 90, coincidieron con la ruptura de la barrera que permitía a los cubanos publicar en las grandes editoriales del mundo occidental, solo asequibles hasta entonces para figuras como Roberto Fernández Retamar o Miguel Barnet. De pronto vino un pequeño boom en el que editoriales, principalmente españolas, comenzaron a publicar autores como Senel Paz, Leonardo Padura, Abilio Estévez o Pedro Juan Gutiérrez.
Los jóvenes escritores se lanzaron hacia aquel mercado, en el cual Ena Lucía Portela ha tenido relativo éxito. Su obra ha sido publicada en diversas editoriales, y traducida a una decena de lenguas.
A todos ellos se les colgó el sambenito de escritores comerciales, de ser artistas que hacen concesiones al mercado. Daniel Díaz Mantilla, quien ha sido editor de Ena Lucía Portela en varias ocasiones, explica:
«Los editores se interesaron por su obra desde el principio. Los más retrógrados lo entendieron como concesiones al mercado, como si el mercado y la literatura estuvieran peleados. Pero su escritura es muy trabajada. Ella es meticulosa hasta el extremo con cada palabra, con cada frase, con la construcción de los personajes, que es contrario a lo que se le pueda objetar a un autor que escriba para el mercado. Pero quienes la calificaron de comercial se fastidiaron, porque no solo tuvo la atención del mercado y las grandes editoriales, sino también de la academia. La calidad de su obra es inobjetable».
Desde 2007, Ena se ha enfocado en terminar su próximo libro, la novela El último pasajero. Al parecer, su gran obra estaría a punto de publicarse. La autora la ha definido como una novela noir, en la que se investigan una serie de asesinatos ocurridos en el Vedado. Quienes han tenido acceso al borrador creen que es excepcional, pero que va a demorar en ser editada en esta, su tierra.[17]
Mientras tanto, la escritora pasa sus días sin salir de su pequeño apartamento del Vedado. Ni siquiera fue a la presentación de Con hambre y sin dinero, el libro que recoge sus ensayos y textos autobiográficos publicado este año a propuesta de la doctora Pogolotti, quien hasta el día de hoy ha sido una defensora de su obra y su persona, a pesar de evidentes diferencias políticas que existen entre ambas.
El enclaustramiento de Ena Lucía Portela, se podría justificar a primera vista, ella misma lo ha hecho, con la necesidad de terminar su novela. También su enfermedad puede ser una excusa, o su carácter. Pero no deja de resultar misterioso.
Ella ha defendido siempre el diálogo transparente y la libertad de expresión, nunca ha sido abanderada de la privacidad excesiva. Quien lea sus entrevistas notará que no evita ninguna pregunta, por escabrosa que sea. Tampoco se ha caracterizado por ocultar sus interioridades: habla sin prejuicios de su enfermedad, el tipo de personas que le gustan, sus experiencias, sus viajes, sus problemas económicos, sus amigos.
Entonces, ¿por qué Ena Lucía Portela decidió salir del debate que tanto defendía? ¿Qué cosas la hicieron desaparecer?
En el texto «El escalofrío y la carcajada», incluido en su libro Con hambre y sin dinero, la escritora se refiere a Reinaldo Arenas, aunque pudiera estar hablando de sí misma:
«Está claro que no fue un santo. Solo un escritor indómito, rebelde, con una extraordinaria vocación de franqueza. Uno que defendió contra viento y marea, en circunstancias particularmente difíciles, su derecho a expresarse con entera libertad. Uno que no se doblegó, en este mismo escenario donde otros muchos, todavía hoy, se arrastran».