La estampida
Por Katherine Bisquet
Este sábado 10 de octubre algo se fracturó en mí. Me di cuenta tarde. No cuando varios policías me empujaban a la fuerza hacia una patrulla en mi primera detención del día, ni cuando más de diez mujeres, inexplicablemente enardecidas, a las que no conozco y en apariencia tampoco me conocen, me gritaban «gusana», ni cuando me dejaron casi tres horas dentro de esa misma patrulla cerrada, casi sin aire, con reguetón a todo volumen. Me di cuenta del dolor, de la fractura, pasadas muchas horas, y fue como un desvanecimiento.
Casi a las 11 de la noche me metía en un P-12 en la Avenida Boyeros para regresar a mi casa, cuando empecé a llorar desconsoladamente. Una mujer me dio el asiento. Lloraba sin parar pero casi sin fuerzas, y entre tantas cosas pensaba en lo fuerte que me había creído un rato antes. ¿Qué era esto ahora, yo llorando en una guagua delante de todos? Yo nunca lloro en las guaguas… Por mi cabeza pasaban muchas imágenes, apenas alcanzaba a balbucear unos mensajes de audio a mis amigos preocupados. Me habían dejado en un callejón oscuro de Nuevo Vedado, luego iba en una guagua hasta el Capitolio.
Hay momentos en la vida en que uno no entiende nada y hay otros en que uno cree que lo entiende casi todo. Esto puede sonar fútil, pero en ese instante en el P-12, o cuando pasaba frente al Capitolio, o cuando bajaba por Prado, yo no entendía absolutamente nada. Lloraba por eso, por mi incomprensión de lo que estaba pasando. Sentía un dolor enorme y un odio enormes.
Me venían a la cabeza los rostros de mis amigos cuando me reprimían. La voz de Osvaldo, la cara sollozante de Anamely, los gritos desesperados de Osvaldo, las manos temblorosas de Anamely, las lágrimas de súplica de mi tío dentro de la patrulla para que me fuera con él, los mensajes aislados de mi madre y mi hermano. Entendí entonces que siento miedo, siento miedo por el miedo de ellos. Qué más quisiera yo que mi madre me volviese a hablar algún día, o que mis amigos nunca más sientan miedo por mí.
Quisiera hablar aquí de lo que sentí, pero no estoy apta para hacer un recuento cronológico de los hechos. Los hechos son como fichas revueltas de un rompecabezas en una caja que alguien no se cansa de agitar. Quisiera dejar aquí un texto honesto, sin justificaciones ni apologías, y dedicárselo a cada persona que ha sido reprimida en Cuba. Porque, más que nunca, estuve cerca de esas personas; pude entender y hasta imaginarme los gritos de esos cubanos. No voy a hablar de las similitudes ni las diferencias que una acción así guarda con tantas otras de cientos de activistas e intelectuales. Quiero hablar de lo que se siente cuando te atan las manos y te dejan en un lodazal frente a una estampida de bestias.
Tuve la sensación, tan profunda como dolorosa, de que este país es una estampida de bestias asustadas dándose cabezazos por un camino bien estrecho. La gente que observé durante mis dos detenciones, las que me reprimieron y las que observaron pasivamente, eran esas bestias, asustadas, básicas, sin poder racional, bestias mansas de silencio animalesco. Pero también nosotros, los que nos rebelamos, somos parte de la manada. Resoplamos demasiado a menudo, demasiado alto, negándonos a caer por el despeñadero que es este país desde hace ya tanto tiempo.
Las mujeres policías que me detuvieron en la tarde no sobrepasaban los 20 años. Una de ella me dijo: «Para que veas que en esta patrulla no te tratamos mal, te voy a poner música». Subió el volumen lo suficientemente como para que el resto de los policías ya en la calle pudieran escuchar. Mientras las jóvenes oficiales movían el culo, reían y hacían cuentos afuera, yo permanecía en la patrulla, ahogándome de calor con las ventanas cerradas. Era su momento de descanso, pensé. Tenerme encerrada allí mientras esperaban órdenes. Yo solo rumiaba una delgada brisa de aire que entraba cuando alguna de ellas abría la puerta para coger algo o cambiar el tema de la casetera del carro. Trataba de recordar esa brisa, de retenerla en la mente, pensaba en un verso. Le pedí algo con qué escribir a una de las oficiales para apuntar aquellas palabras que se mezclaban con el sudor que me chorreaba por las piernas. El bolígrafo que hay no tiene tinta. Coño, pensé, hoy al menos no podrán poner multas. Hasta entonces conservaba la calma, el humor, la vida. Miraba la hora en la casetera y me actualizaba con los últimos temas del género «reparto».
Esa misma oficial trató de hacerme entrar en razón. ¿Qué edad tienes? 27. ¿Eres casada? No. Tienes hijos. No. «Imagínate que tengas un hijo», me dijo la muchacha que no sobrepasaba los 20, «¿tú crees que es justo que él tenga que ver cómo te lleva la policía?» Pude haberle dicho lo que realmente creo de la maternidad, mi preferencia por la adopción, mis ideas sobre la justicia –esa palabra que ella saboreaba como si fuese una línea de Bad Bunny–, pero me vi maliciosamente tentada a espetarle una respuesta tajante para que terminara ya la charla seudomaternalista. «Yo no pienso parir en un país que no es libre».
Las jóvenes policías revolotearon dentro de la patrulla, disertando vagamente sobre la Patria de la libertad y otras sandeces. Les dije que leyeran. «Lean, lean, para que sean más libres». Aquello, al igual que el diálogo con el agente Frank, quien se atrevió a emparentarse conmigo porque teníamos casi la misma edad, era como tratar de pulir el dienteperro, esas piedras carcomidas por el mar.
Me viene a la mente el litoral de Cienfuegos, la punta de la bahía donde vivía. De niña, siempre odié esas piedras, porque me hacían sangrar los tobillos. A medida que crecí, fui entendiendo su utilidad como rompeolas, pocetas de agua entre sus resquicios. Un día hicieron un camino y rellenaron con cemento las piedras torturadoras de mi infancia. Nunca más sangré, y el dienteperro siguió siendo un rompe olas. Tal vez este país necesite eso, que lo asfalten de punta a cabo, limando las asperezas que puedan dañar al que camina descalzo.
Quienes este 10 de octubre salimos a la calle para exigir nuestros derechos a la libertad de expresión y de movimiento, no somos más valientes que nadie ni tampoco somos gente que no tiene nada que perder. Hay un rastro de incompresión sobre nosotros, pero solo hemos cuestionado cosas en voz alta. Cosas que algunos tienen claras. Otros no, y se conforman con eso. Cosas ya resueltas para muchos y difusas para tantos.
Yo crecí cuestionándome la presencia de un edificio abandonado, perteneciente a un reactor nuclear, que quedaba a unos kilómetros de mi casa. Y esa pregunta, la primera de tantas, fue casi zanjada por la misma gente excepcional que al principio no se cuestionó aquel proyecto, el proyecto Ciudad Nuclear. Para 1992, que fue el año en que yo nací, ya esa gente no creía en nada y se había jurado no creer ciegamente en nada más. Y fueron esas mentes excepcionales de la ciencia las que me enseñaron a problematizarlo todo, y las que me enseñaron que las ecuaciones matemáticas tienen millones de vía de solución, y que eso de que el resultado y el modo de operaciones fuese igual para todos era una reducción estúpida. Por eso nunca aprendí los esquemas de solución con que nos educaron. Coquito me enseñó la belleza de la matemática como una ciencia poética.
Se cree que este país y su gente es una ecuación con una sola vía de solución. Pero la verdad es que este pueblo es tan variopinto como cualquier otro pueblo. Y mucha gente cree que no existe solución, lo cual en términos matemáticos se expresa en SN, Sin Solución. Los que nos cuestionamos cosas a viva voz no tenemos tampoco un fin claro. Yo no lo veo. Son muchos pasos. Pero cada paso debe sentirse libre, con la soltura necesaria para otros pasos. Hechos que se abren y tejen una red de soluciones. En eso debemos pensar, en cómo podemos ir incluyendo cada elemento de la misma ecuación para que el resultado sea lo más cercano a un desenlace justo o verdadero.
Ya eran casi las nueve de la noche. Muchas de las personas que habíamos confirmado nuestra presencia en el Concierto por la Libertad, en la sede del Movimiento de San Isidro, habíamos sido detenidas y luego dejadas en nuestras casas. Otros seguían detenidos y no teníamos noticias de sus paraderos. Fue así como un grupo de mujeres (Tania Bruguera, María Matienzo, Kirenia Yalit, Gretell Kairús y yo) decidimos ir hasta la estación de Cuba y Chacón a preguntar por los que faltaban. En el camino fuimos seguidas por un joven que graciosamente se escondía detrás de los autos con la intención, al parecer, de que no lo descubriéramos. Un triste bufón de circo que a ratos me hacía reír por dentro.
Al llegar fuimos sorprendidas por un operativo policial. Varias patrullas y una camioneta repleta de militares: hombres vestidos de verde olivo con chalecos anaranjados a los que llamaban «los prevencionistas». Los policías arremetieron directamente contra nosotras sin intención alguna de diálogo. Me quitaron el celular que tenía en la mano, me doblaron la muñeca y me metieron en una patrulla: esta vez no me resistí. La violencia operativa de estos policías y agentes del cuerpo militar era fulminante. No se podía hablar. Me sentaron entre dos mujeres policías que apenas me dejaban mover las manos. La incompetencia del conductor de la patrulla era tal que apenas sabía dónde quedaba Prado. Manejaba como si hubiese acabado de aprender. Varias veces fui a dar al cristal separador y varias veces fui tratada como una criminal o como una prisionera de guerra.
Me pidieron mi dirección y se las dije. No entendieron y les volví a decir. No sabían dónde quedaba mi dirección y me culpaban. Prado y Colón. ¿Qué más les podía decir? «Bajen por Prado». «Pero indícanos». «Ah, ¿no nos quieres indicar? Vamos a dejarla aquí mismo». «¿Quieren que les indique dónde queda Prado?» «A ver, ¿dónde estamos? Ok, doblen aquí, sigan por acá.» Recordé al muchacho que venía persiguiéndonos antes como un chiquillo y pensé si toda esta comedia no sería precisamente la cara más atroz del terror, si toda esta ineptitud para cumplir sus funciones represivas más elementales no podría ser la coartada de un plan mayor cuya dimensión yo no alcanzaba a comprender. Y seguimos doblando las curvas como si se tratara de carretón alado por un caballo desbocado. Unas pocas cuadras después casi atropellan a un joven. Metieron un corte y rieron airosos: «Eh, mira al mariconcito ese», le soltaron al muchacho. Respiré hondo. Los policías no conocían la ciudad, pero uso sí usaban la fuerza del cuerpo y la fuerza de la palabra. Eso. Apenas conocían las palabras, pero ya las lanzaban con violencia sobre los ciudadanos que supuestamente estaban destinados a proteger.
El hombre de la Seguridad que finalmente había guiado el viaje en su moto me preguntó si yo vivía ahí, y señaló mi casa. Me rodeaban más de diez policías, dos patrullas y dos motos. Le dije que sí. Vio que mi dirección en el carné no coincidía y me dijo que no, que yo no vivía ahí. Le dije una vez más que sí y me dijo que él me iba a llevar para la dirección del carné. Me resistí y dije que eso no podía ser. Dio la vuelta y cerró la puerta de la patrulla.
Nos dirigimos entonces a la dirección de mis abuelos. De nuevo pidieron que les dijera. Tulipán y Boyeros. Se metieron por una entrecalle y volvieron a perderse. Me echaron las culpas una vez más, y terminaron dejándome en un callejón oscuro a dos cuadras de Tulipán. Le dije al agente que quería hablar con él para pedirle que me regresara a mi casa. Me respondió que él no tenía nada que hablar conmigo, que yo debería estar presa. Finalmente salí hasta Boyeros a buscar el P-12.
Es entonces cuando ninguna deducción, ninguna posible solución de los problemas matemáticos de Coquito, ningún verso de ningún poema, ninguna idea elemental sobre la responsabilidad individual de cada uno puede frenar la tristeza con que el terror de la impunidad revienta mi cuerpo.
Publicado originalmente en El Estornudo