La casa vacía de la Patria

El Estornudo
7 min readMar 2, 2021
Protesta en Caibarién / Foto: Ruhama Fernández-YouTube

Por Anamely Ramos

Este fin de semana un hombre de pueblo, un vendedor de dulces, fue multado injustamente en la ciudad de Caibarién, Villa Clara. Lo injusto viene de la propia naturaleza de la actividad del vendedor en relación con su propósito unilateral: ganar lo mínimo, sobrevivir. Viene de su ubicación asimétrica respecto del Estado que lo multa a través de dudosas figuras legales y que nada ha hecho para que este vendedor tenga otras vías de ganarse la vida. Viene, además, de otro hecho: el vendedor no tiene cómo pagar esa multa dudosa. Su situación es un bache insalvable, un callejón sin salida, un entrar en lo oscuro y dejar de ver.

Lo insólito de este caso es que el límite experimentado llevó al vendedor a una acción de protesta. Podía haber ido para su casa, silenciosamente, y luego empeñarse para costear la multa. Podía haber cometido algún acto desesperado, pero no público. Sin embargo, el vendedor dio el salto que no muchos dan: convirtió su límite en acción, dio entrada a los demás, les ofreció una razón para trascender sus propios límites.

El vendedor se subió en el techo del bicitaxi donde transporta los dulces día a día y, con las manos detrás de la cabeza, se declaró en protesta pacífica. «Que venga la policía», gritaban los ciudadanos que se aglomeraban alrededor del hombre. El que grababa comenzó a llamar a la solidaridad más allá de Caibarién y de Cuba, y las personas empezaron a gritar: «Patria y vida». La policía llegó y lanzó sus amenazas habituales: pidieron carnets de identidad; las multas se extenderán a todos. Pero la gente no se fue. La acción había pasado a otro nivel, el nivel de la indignación colectiva. Ya nadie quería que el vendedor se bajara del bicitaxi. Habían identificado la única vía posible de solución.

Esta historia de Caibarién se fragmenta en tres; tres vídeos que incluyen el momento en que se llevan al vendedor en un carro hacia el Gobierno y todo el mundo lo sigue para no abandonarlo, y el momento en que ya todos están allá esperando y sale la presidenta del Gobierno para explicar que la multa será retirada y que incluso se analizará la condición de los vendedores ambulantes a fin de encontrar una solución a largo plazo, más satisfactoria para todos.

La injustica ha sido reconocida sobre la base de la no funcionalidad de unas medidas que asfixian al ciudadano común, el cual a menudo sostiene su vida mediante una labor económica precaria. Después de esto tal vez los vendedores sean menos hostigados, pero no significará que lo que hacen pueda elevarse a la condición de empresa; se mantendrán en ese nivel por decisión del Estado, como mismo los restaurantes no son restaurantes sino espacios de elaboración de alimentos. Uno de los grandes problemas de Cuba es que los emprendedores son confinados al estatus eterno de productores precarios; a veces ni siquiera son productores, sino apenas mediadores: intercambian, compran y revenden, ganan algo mínimo valiéndose del desabastecimiento general. En Cuba, la oportunidad demasiadas veces se erige sobre la no oportunidad de otros, sobre la excepcionalidad de la suerte o del delito. Y esto a quien único sirve es al Estado.

Toquemos el arpa en el Parlamento

Jacobo Londres nos dice que Zoé Valdés debe tener un espacio, tan reclamado por ella misma, para hablar ante el Parlamento Europeo, porque nada podrá mostrar tan eficazmente la locura rampante a la que nos ha arrojado el castrismo. Creo que esto es genial.

La polémica sobre quién debía haber ido a hablar en ese foro es, cuanto menos, insustancial, porque era un evento inspirado y organizado alrededor de la canción «Patria y vida» y su impacto. La misma canción que citaba el pueblo solidario con el vendedor en Caibarién. Una canción que los cubanos de dentro y fuera han convertido en hashtag, han inscrito sobre los muros e, incluso, se han tatuado. Cuando algo muestra esa capacidad para multiplicarse, transitando por niveles tan distintos de interpretación y apropiación, no encuentra refutaciones plausibles. Siempre habrá quien critique, pero ello no trasciende.

Lo que sí es apreciable de esa polémica que no llega a polémica (de quién es mejor y del arpa), son los prejuicios que se solapan en tal reclamo. Prejuicios a los que todos tendremos que hacer frente, caiga o no la dictadura. Prejuicios que son también evidencia de ese régimen, y de su permanencia por demasiado tiempo entre nosotros. El régimen ha devenido en ciertas lógicas; ha posicionado temas y supuestos debates y prioridades. Es por eso que luchar contra el régimen, o más bien, abrirse paso a través de él, implica también la capacidad de sortear esos debates que generalmente toman el rostro de disyuntivas. El peligro de las disyuntivas es que nadie sale bien parado de ellas: una competencia para perder siempre. Limitar el pensamiento antes de pensar no es una buena manera de fomentar la creatividad, la generación de nuevos horizontes.

La primera ganancia neta, tanto de la canción como del evento del Parlamento Europeo, es la diversidad y, más que eso, la evidencia casi escandalosa de una reivindicación. Todos los autores e intérpretes de la canción son negros o mulatos. Muchos se han desmarcado de eso después, pero el hecho es tan visible que no admite negación: es un galletazo por la cara. Tampoco lleva análisis rebuscados. Como tampoco lo lleva la frase «Patria y Vida», cuyo valor radica justamente en la superación sencilla de una disyuntiva demasiado tiempo activa dentro del imaginario y el comportamiento cubanos.

Si hacemos una analogía con el caso del vendedor de Caibarién, podríamos decir que aquí se ha invertido la fórmula ganadora del Estado, según la cual las oportunidades para los más vulnerables solo vendrían de los despojos de quienes tienen más beneficios o algunos beneficios más. La oportunidad aquí viene de una anomalía. Viene de la capitalización que hace el mercado, pero viene también del posicionamiento de lo políticamente incorrecto como nuevo paradigma en Cuba. Y viene además del reconocimiento entre los propios autores de la canción, cuyos orígenes son similares.

Decía Franz Fanon que el colonialismo era exhibicionista y que por tanto muchas de las manifestaciones de resistencia también lo eran. Casi no hay nada más exhibicionista que un negro curro, por ejemplo. El desafío está en que esas manifestaciones puedan camuflarse y generar otras expresiones menos palmarias, más sutiles: mantener la abertura, a fin de cuentas. Y eso creo que viene descontado en el caso de la canción «Patria y vida», por su carácter auténticamente popular, su desenfado intrínseco, a pesar de un carácter también altisonante. Son como las diversas casas dentro de la práctica yoruba en Cuba: ellas reivindicaron hace mucho tiempo, con Asociación Yoruba o sin ella, su condición independiente. Asimismo, «Patria y vida» puede ser aglutinadora, y hasta incluir cierto grado de superstición nacional, pero nunca se erigirá en canon excluyente. Siempre abrirá un resquicio para las expresiones alternativas. El evento del Parlamento Europeo confirma esa intuición: fue diverso en todos los sentidos y contestatario al mismo tiempo. Porque la discriminación casi siempre es literal, la reivindicación no debe serlo, debe incluir la fuga.

Algo igualmente significativo en ese evento fue la exposición de cómo los pliegues que el poder genera en la Historia de los países se reflejan en las historias individuales. La prohibición en la isla durante tantos años de la música de Arturo Sandoval o de Willy Chirino creó una escisión, pero al mismo tiempo un enigma, una sana curiosidad y un deseo de consumir lo prohibido. Al oírlos hablar uno puede unir esa propensión irreverente al conocimiento de la crueldad de las injusticias sobre ellos infligidas. Las razones de esa injusticia se parecen mucho a las razones de las injusticias padecidas por nosotros. Esa confluencia es más que un encuentro de generaciones o una revancha de la cultura contra el intento continuo de pervertir la historia. Es el hallazgo de un camino común en el terreno simbólico, pero también en el terreno de lo humano, cuerpos mediante. Es mirarse a los ojos, doblemente.

Al final siempre queda la sensación de una ganancia inesperada, porque es un tanto insólito que una canción genere tal revuelo. Pero lo insólito es el terreno del arte. La situación de Cuba es tan precaria que tal vez las cosas que produzcan los cambios sean las más básicas. Desde ahí se está operando hace rato. Sobrevivimos y mal pensamos, así que es posible que necesitemos la sacudida del grito y de ciertas enunciaciones básicas para echar andar la rueda del cambio y convertir la diversidad en multiplicidad.

Nuestras expresiones liberadoras tienen que servir para salvar de una multa al vendedor de dulces.

Pedro Luis Ferrer tiene una canción que cito a menudo; se llama «Si no me voy de Cuba». Trata de la de imposibilidad de encasillar la Patria, pero del mismo modo casi cualquier otro sentimiento o lugar de enunciación. Son generalmente lugares trastocados. No significa que no sean concretos, sino que su concreción es emotiva, no racional. Es por eso que uno se equivoca tanto desde ellos. Y sufre.

La Patria es como una casa vacía que se va llenando en dependencia de la vida de sus habitantes: sus necesidades, sus propósitos, sus ingresos y sus gustos. También se va vaciando. De hecho, que se vacíe tal vez sea tan imprescindible como lo demás. Hacer espacio. Saber cambiar. No sé si hay algo antes. No sé si hay algo antes del amor ridículo a la tierra. No sé si ese amor ridículo lo es todo.

Publicado originalmente en El Estornudo.

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Revista independiente de periodismo narrativo, hecha desde dentro de Cuba, desde fuera de Cuba y, de paso, sobre Cuba.