Julio Figueroa-Beltrán y los suntuosos palacios abandonados
Necessity creates the form.
Wassily Kandinsky
Cuando Marc Augé en Non-Places. Introduction to an Anthropology of Supermodernity «introduce» el concepto del «no-lugar», el carácter antropológico queda desterrado en la conformación de la identidad, generando eso que el autor ha llamado la anomalía de la soledad, anticipo de lo que otro francés definió como el aislamiento — clínico o social — establecido como «unreasonable fear».[1]
Para esta tradición, el no-lugar es un espacio desprovisto de identidad o, en todo caso, es una identidad reciclable, despojado de toda memoria individual o colectiva; pastiche que carece de historicidad. Paradójicamente, este «no-lugar» es el «espacio» de nuestra co-existencia.
La disyuntiva ontológica que genera este «nowhere» que Marc Augé llama «non-places», anticipa también una contrariedad antropológica. Lo que Marc Augé llama «non-places» no solo son lugares desprovistos de una identidad, sino que estos vienen a erosionar nuestra comprensión del ser. Consecuentemente, el vacío ontológico viene asociado al «non-places» como estrategia, donde la idea del tiempo viene a desempeñar un papel fundamental. Nuestra percepción del tiempo y el uso que de este hacemos no tiene que ver ya con el principio de inteligibilidad; entonces, cómo nos conducimos en una sociedad donde las nociones básicas de la modernidad han sido desechadas. ¿Cómo nos conducimos en esta sociedad cuyo proceso de «unificación» [mergers] condicionó la evolución de un capitalismo tardío al desarrollo de un capitalismo post-industrial? Esta «transición» genera la distinción entre «places» y «non-places», derivada a su vez de la distinción que hiciera Michel de Certeau en L’ecriture de l’histoire entre «place» y «space»; aunque, si queremos ser soberanamente analíticos, y sobre todo justos históricamente hablando, debemos de reconocer que estas distinciones están ya presentes en Fenomenología de la percepción de Merleau-Ponty cuando establece la contraposición entre el espacio geométrico y el espacio antropológico.
Tales condiciones históricas y simbólicas de nuestra existencia vienen a generar la dinámica de lo que nos es cercano visualmente versus lo que nos es lejano, correlato de lo que se ha conocido como «anthoropology of the near». Por eso el arte y sobre todo el arte contemporáneo debe ser un vehículo de indagación antropológica.
Esta es la prevalencia y la polifonía simbólica de que hablaba Jean Starobinski en L’invention de la liberté 1700–1789, que llega hasta nuestros días como derivación. Si para la modernidad el descubrimiento de la libertad no interfirió en el reconocimiento y la evocación de todo aquello apegado al significado o a lo ritual, para la «supermodernidad»[2] la libertad genera ese sentido de la virtualidad, de lo efímero, de lo que carece de identidad y, por tanto, agotada su temporalidad — ya no su tiempo — , puede ser desechado.
II
Debo decir que conocí a Julio Figueroa-Beltrán en 2004, cuando él iniciaba sus estudios en la facultad de artes plásticas — ¿no debería llamarse artes visuales? — del Instituto Superior de Arte de La Habana. Recuerdo que por entonces impartía mis clases de filosofía — nada marxista — en la cafetería — qué nombre tan pretensioso para un café sans glamour — , a la sombra de inmensos framboyanes que, en complicidad con la brisa persistente, hacía que todos ellos — ceux sans lumiéres — cayeran rendidos no quizás por mis argumentos, sino por la dilatada canícula que fermentaba en sus estómagos de arroz, chícharo y huevo. Debo decir también que un buen día Julio desapareció, y solo 16 años después apareció en marzo y en el Kendall Art Center de la ciudad de Miami. José Lezama Lima llamaba a esto — y con razón — «azar concurrente». Contigo en la distancia, la distancia tiene eso — ¿verdad, Lydia Cabrera? — , permite ver las cosas desde otra perspectiva.
Cuando Julio Figueroa-Beltrán, ahora con barba cuasi-messalina, me invitó a revisar su pintura, esta me situó al menos ante tres interrogantes fundamentales:
- ¿Puede el arte ser juzgada de manera apropiada o inapropiada?
- ¿Qué es y quién juzga lo que es apropiado e inapropiado en términos de arte?
- Si para establecer un juicio en torno al arte contemporáneo hay que disponer de un conocimiento profundo de la historia del arte, ¿no se estará propiciando una suerte de «emotional blindness»[3] en su consumo?
A partir de estas tres preguntas discurre este texto, sin que ello suponga que, en su devenir, hayamos de encontrar respuestas.
Una de las distinciones desde las cuales se ha establecido toda la historiografía del arte occidental ha sido la tensión-distención entre lo «bello» y lo «no-bello». A partir de ahí se ha construido una narratividad que coloca a un lado u otro — de forma excluyente — una producción determinada y determinante de obras de arte. Este elemento historiado por Umberto Eco adquiere en la obra de Julio Figueroa-Beltrán un carácter no solo contemporáneo sino también sui generis.
La pintura de Julio Figueroa-Beltrán transcurre en estas dos dimensiones aparentemente inconexas. Si las obras que abordan los no-lugares — que en esta analogía sería «lo grotesco» — ocupan el lugar más importante y captan el centro de atención, también hay toda una producción «paisajística» — que una vez más sería «lo sublime» — , en cierto modo «bucólica», que las complementa. Ambas esferas vienen conectadas por la «intromisión» del territorio en el espacio, que genera una suerte de retorno o recuperación de la libertad.
En cualquiera de los dos casos, un remanso de hedonismo profundo articula una visualidad que a intervalos da una impresión de ubicuidad de lo inmediato. El estar aquí y ahora y en todas partes, coloca al sujeto de su pintura en la disyuntiva de su existencia. Los contrasentidos — de cuerpo presente — hacen de la pintura de Julio Figueroa-Beltrán una suerte de delirium tremens que atormenta a quien, fascinado, pretende establecer una conexión lógica o teleológica ante un extrañamiento que es renuente a la confluencia.
Pero es precisamente a partir de estas tensiones que emerge un sentido íntimo que se desborda en una visualidad que sabe, en la composición, producir un equilibrio simbólico. Hay una búsqueda de lo apacible, de lo que emocionalmente nos compromete — eso que en inglés se llama el «self», que va más allá del yo — en contraposición al esfuerzo mundano por vaciar de contenido nuestra existencia.
Por otra parte, la pintura de Julio Figueroa-Beltrán transcurre a destiempo, o al menos no transcurre en el tiempo lineal atrapado en los relojes. Sus criaturas gravitan, son evocaciones de los sentidos, apariciones, espectros, conciencias críticas que invierten la angustia y la zozobra para licuar, en un ejercicio intelectivo, la búsqueda de placer visual. El placer, siempre el placer tan escurridizo en el arte contemporáneo.
El artista «juega» a la ataraxia como medio para liberar el alma de la identificación o la dependencia del cuerpo, para fundirse en un espacio de orden místico. Esas es precisamente la sensación que provoca su obra pictórica; una obra que se debate entre dos espacios estrictamente nominales.
A la densa aflicción, como expresión del absurdo de eso que hemos llamado no-lugares, Julio Figueroa-Beltrán interpone una visión menos iconoclasta. La comprensión de lo que somos en el tiempo, la individualidad, eso que Eric Fromm llamaba «individuación»; el valor de la diferencia adquiere en su obra un carácter fundamental ya no solo en su conformación simbólica sino en la manera en que su obra se consume.
En Mea Cuba, Guillermo Cabrera Infante hacía referencia al hecho de que, en una época de escritores inteligentes (Aldous Huxley, Thomas Mann), el lector no buscaba entretenimiento. Sin embargo, el lector actual no quiere inteligencia; lo que busca a través de la lectura es esencialmente entretenimiento, un ardid para aniquilar el tiempo. La «realidad» de la literatura no supera la ficción en las artes visuales contemporáneas.
Si lo que ha sido llamado emotional blidness es la base del consumo, ¿hace sentido un conocimiento — más allá de si es profundo o no — de la historia del arte? En una época en que todo deja de ser para convertirse en un atrezo u ornamento profundo, donde el arte se consume en una relación proporcional o desproporcional al diseño y a lo decorativo, donde el «imperio de lo efímero»[4] es la razón para la ausencia de una identidad, Julio Figueroa-Beltrán ejerce su libertad desde sus palacios suntuosos, pero abandonados. Su soledad es en todo caso un soliloquio, una búsqueda interior, una deriva; es el juego de las decapitaciones.[5] Julio Figueroa-Beltrán, como «Wang Lung», «ceremonioso y lento», pero también, como «So Ling», «menuda y agilísima»; como «El Emperador», «inmutable, como si contemplase una ejecución», «indiferente, […] con el mismo gesto de absentismo con que firmaría la sentencia de muerte». Desconcierta a quien asiste a esta conjunción de vértices acentuados y precisos. Julio Figueroa-Beltrán, inmutable «como si observara una mariposa posada en la gran espada», despliega sus lienzos cuyo prodigio metafórico otorga el dominio de la sobreabundancia.
[1] Véase M. Foucault. Madness and Civilization. Pág. 201. Vintage Books Edition, 1988.
[2] Marc Augé.
[3] Para Ben-Ami Scharfstein, «emotional blidness, found in varying degrees among the selfisf, the narcissistic, and the autistic sociate». The nonsense of Kant and Lewis Carrol. Pág. 79. The University of Chicago Press, 2014.
[4] Véase Gilles Lipovetsky.
[5] Hago referencia aquí al texto de José Lezama Lima «El juego de las decapitaciones»; todas comillas encierran notas textuales de esta obra.
Publicado originalmente en El Estornudo.