Jabón para tiempo de guerra
Por Rogelio Orizondo
A mí siempre me gustó Escriba y Lea y me gustó la Doctora Ortiz.
Yo veía a la Doctora como una representación de mi familia.
En mi familia había muchas mujeres maestras.
Mi tía abuela María Teresa fue maestra rural y maestra destacada al incorporarse al proceso revolucionario como mi abuelo Rogelio, pero con más efervescencia que él. Ella era la única hija hembra con tres hermanos varones, hijos de la unión Orizondo Morales. Orizondo hombre se encontró una vez un billete en la calle en un momento de desesperación y abrió una imprenta en Santa Clara, su hijo Rafael abrió la óptica Orizondo, mi abuelo fue viajante de farmacia (porque le encantaba la salsa) y ella fue maestra.
En su casa había fotos de Fidel, del Che, bonos del movimiento 26 de julio, sus notas en los libros y en los periódicos, los libros de formadores de maestros en el inicio de la formación socialista de Cuba. Ella se murió literalmente diciendo que fue siempre comunista y que se moría así, comunista. Un día, ya encamada y senil, yo la torturé diciendo que se había muerto Chávez. Como ella estaba mal y gritaba y hablaba todo el tiempo, en mi casa le ponían el discurso de Chávez, que en aquellos momentos inundaba la televisión cubana, y ella se quedaba tranquilita oyéndolo, era como lo único que la centraba en su delirio, uno podía debatir el discurso con ella y todo. Y yo me empingué un día y le dije: «María Teresa, te tengo una mala noticia, Chávez murió. Lo acaban de decir, dicen que alguien le pegó un tiro pero también se dice que se lo pegó él mismo».
Ella se quedó fría, empezó a sudar y se puso realmente triste. Yo descansé de los discursos de Chávez y los reemplacé con mi historia. Llegaba y le decía: «María Teresa, de lo que me acabo de enterar, Fidel fue a Venezuela y está desaparecido, la cosa en la calle está tan mala que no se oye a nadie hablando porque no se sabe qué va a pasar, a lo mejor lo mataron». Ella se alteraba y me decía: «Ay, niño, no me digas eso, todas son malas noticias». Y ella lograba hilvanar la historia y no se le olvidaba. Un día yo me cansé de seguir inventando y le dije: «Mija, no, todo fue un teatro que ellos armaron, Chávez está vivo, ahora mismo está hablando». Y se lo puse.
Murió poco después. Chávez la sobrevivió algunos años.
Ella era la hermana de Rogelio, el marido de mi abuela, ellos se llevaban bien.
Mi abuela sin embargo, también era maestra.
Cobín Ansola. Cobín diminutivo de Jacoba Agustina Pía del Socorro Ansola Fernández.
Era hija de una estirpe de españoles Ansola y de otra estirpe Fernández, mezcla de estirpes de Oviedo y Cumanayagua, que se asentaron en Cienfuegos.
Su familia hizo fotos de cuando su madre la cargó en sus brazos y de cuando tenía un año. También se hicieron fotos de sus momentos de celebrity cienfueguera al participar en una carroza de señoritas en el Carnaval o al estar en una peregrinación de la iglesia.
Ella era católica, estudió en el Colegio Teresiano de Cienfuegos y se hizo maestra.
Un día mi abuelo la vio en un desfile de esos y la persiguió y le quitó todo el catolicismo de la cabeza y se la llevó a su casa en Santa Clara, a vivir con María Morales, su madre y la de María Teresa. La boda de mi abuela fue registrada en el periódico local. Ella y velo blanco.
Entre las pertenencias que mi abuela trajo a su nueva casa, donde yo nací, estuvo la primera edición de las Poesías Completas de Julián del Casal, comprada y leída en 1945.
Un día dejó de ser católica y un día dejó de ser maestra.
Trataba siempre con bondad a todas las personas, sin importar las diferencias entre esas personas y ella. A todo el mundo le seguía el hilo de una conversación, agradable, culta, humana y bondadosa: desde María Teresa, su cuñada y madrina de su hijo, que acababa de nacer, hasta mi papá o hasta la familia de la mujer de su hijo, mi mamá.
Me apasiona imaginar a esa mujer, viviendo con la suegra, y criando a ese niño, a tal punto que su hijo la idolatraba. Y yo, que solo viví con ella mis cinco primeros años, la idolatraba igual. A ella le llevé la primera palabra que pude escribir bien caligráficamente, que puede ser muy novelero y todo, pero sí fue «Alicia».
Ese es mi trauma.
Yo veía mucho la película de Walt Disney y era fan. Me subía a una hamaca que se colgaba en el pasillo y cantaba la canción de las flores, mientras ella sufría diciendo que me iba a matar por la fuerza con la que estaba meciendo la hamaca.
Estoy seguro de que pequeñas palabras y pequeños diálogos, miradas, caricias, y su comida, me hizo reconocerla como mi maestra.
Cuando ella se murió, yo le pedí a mi papá el libro de Julián del Casal firmado por ella y empecé a leérmelo. En ese momento dejaba la Secundaria y empezaba en el Pre, que para mí era horrible porque tenía que becarme en el Yabú 4 y yo lo que hacía era escribir poemas.
Por ese momento también murió Dulce María Loynaz. En mi casa se recibía el periódico Granma, que mi abuelo se leía. Yo recortaba las cosas de cine que salían, casi siempre las críticas de Rolando Pérez Betancourt, por las fotos más que todo. Después mi abuelo picaba el resto con mucha precisión, doblándolo en muchas partes, y hacía un bultico, parecido a tarjetas, que colocaba encima de la taza del baño. Él me enseñó a usarlo, para aprovechar bien el papel y para que el culo no quedara sucio. Mi abuela, sin embargo, estrujaba bien el papel, con fuerza, y después lo planchaba y era lo más parecido al papel sanitario que hay en la vida.
Eso ya era en casa de mi mamá, que se había ido de la casa de mi abuela Cobín, y de los Orizondo.
Los abuelos del Granma son Dositeo y Sara, bellos y salvajes: borracheras, tarros, seis hijas de por medio y una mezcla entre el fuego de ella y la sapiencia de él. Él lo mismo se leía la Biblia que a Jean Austin, cogía ponches en la casa, te inventaba un horno para cocinar con carbón, te mataba un puerco o reescribía la fórmula para hacer jabones en tiempos de guerra (con su puño y letra), porque lo que hacía, y de lo que había vivido siempre, era de hacer dulces.
Como mi abuela Sara venía con cuatro hijas del matrimonio anterior, solo tuvieron dos hijas, mi tía Nancy y mi mamá Marisol.
Mi tía Nancy se montó en un camión, sin ser todavía adolescente, y fue a alfabetizar.
Después fue maestra también, pero se especializó en la educación para niños cuyas cabezas funcionan de otra manera. También se hizo logopeda.
Mi tía Nancy siempre fue enamoradiza y relajada. Vivió, se casó y parió en La Habana pero siempre dice que la vida se complicó con su marido. Su hermana mayor, Elia, le había dejado la casa en La Habana y se había ido a vivir al extranjero. Primero a España y después a Miami, con su marido, que era un mango y era fotógrafo. Ella regresó a Santa Clara por su marido y eso la frustró para siempre.
Sus traumas son sus novios del pasado y las historias de amor o de deseo, que siempre se busca.
Mi mamá fue igual. Su vida se centraba en la pasión.
Y de este tipo de cosas era de lo que se hablaba en la casa de mi mamá.
(Aquí debe ir un emoticón con la carita contenta y loca).
Un día yo le pedí a mi abuela Sara ocho dólares, para comprarme en una tienda de Artex la Poesía Completa de Dulce María Loynaz. Como dije, yo estaba en el Pre y escribía poemas. Me había leído la noticia de la muerte en el periódico Granma y me había leído un poema que también habían publicado. El poema CIV de los Poemas sin nombre. Donde se habla de una luna y su frío en el pecho.
Mi abuela tenía dinero porque mi tía Elia de Miami le mandaba cincuenta dólares para todo. De ese dinero se reunía para comprar cosas de comer, pero siempre mi mamá y yo la convencíamos de que me diera algún tipo de gusto. Y yo fui y me gasté los ocho dólares en aquel libro.
Después, en mi aula del Pre, estaba Kirenia, una mulatica de Cifuentes cuya madre era la bibliotecaria de ese municipio. Le dije que si se robaba el libro de la biblioteca yo le daba un pomo de perfume. El pomo de perfume no era de la shopping, ella lo sabía, eran pomos rellenados que se vendían en Santa Clara en las candongas, con colorantes y olores dulzosos. Compré un pomo con un perfume azul que me costó veinte pesos y se lo llevé a Kirena a la beca y ella me dio Jardín.
Ahí también se habla de una luna que se entierra en un jardín, pero que para la mayoría de los hombres puede ser una circunferencia de lata.
Vi en Dulce María también una especie de maestra.
Con su condición de hija del general que había, en el medio de la manigua, escrito el «Himno Invasor».
Ella también era fan de Julián del Casal.
Y vuelvo a la Doctora Ortiz y a mi cariño incondicional por ella.
En Escriba y Lea, como única mujer, ella era la que podía coquetear y uno siempre quería que ella ganara. Yo, en serio, me sentía mal y todo cuando no lo hacía.
Antes de entrar al Pre, yo estaba en la Secundaria de La Vigía.
Ahí la bibliotecaria era lo más grande, una mujer rubia, madura, con pulsos, cigarros y amantes. Hablaba conmigo y con otro muchacho que en ese momento no era pajarito.
Yo era muy fan de ella y ella me llenó un chismógrafo y todo.
Rosa María era su nombre.
Ella me embulló, como yo quería escribir poesía y veía muchas películas, a que participara en un concurso de Mi libro preferido. Había que escribir una composición. Introducción, desarrollo, desenlace y exponer.
Enseguida escribí explicando por qué Alicia en el país las maravillas era mi libro preferido. Pero como yo no me había leído el libro, y solo conocía de memoria la película, le dije que no iba a exponer. Entonces hablamos con el otro muchacho, que no era pajarito aún, y él aceptó hacerlo.
Era ante la Doctora Ortiz, en el Museo de Historia Abel Santamaría, de Santa Clara.
El pobre muchacho se puso tan nervioso que no pudo decir una línea. La Doctora solo dio una Mención, porque la composición estaba bien escrita pero muy mal expuesta.
Yo, consciente de ese riesgo, igual me sentí realizado porque presencié en cuerpo y alma una repuesta de la Doctora, y también porque se hubiera leído mi defensa de Alicia, aunque ella terminara premiando a una ponencia de La edad de oro.
Al final el maestro Dodgson y el maestro Martí tenían mucho que ver.
Pero yo, Alicia hasta el final.
Sin embargo, me vengué de eso.
Conocía Casa de muñecas desde hacía rato. Mi mamá, para conseguir trabajo después del divorcio, terminó el Pre en la Facultad Obrero Campesina. Esas clases se daban de noche, en la antigua cárcel de Santa Clara, ubicada en el Paseo de la Paz, cerca de nuestra casa.
Yo iba con ella a sus clases, me sentaba a su lado en el aula y me portaba bien. Pero en esas clases pasaron muchas cosas. De noche, el lugar estaba poblado de murciélagos y me obsesioné. El chillido, el olor de la mierda… cuando se metían dentro del aula, cuando los mataban y se les veía agonizar.
Mi mamá se hizo amiga de una vecina de la cuadra que estaba en el aula, mujer de un policía. Ellos tenían un hijo, y como nuestras madres se hicieron amigas, nos inculcaron que jugáramos juntos. Él fue mi mejor amigo de la infancia. También mi mamá tuvo que estudiar Casa de muñecas. Y mi mamá era muy buena en Español, pero siempre le tuvo miedo a la interpretación de textos, ella decía que no sabía hacerlo bien. No obstante, sus notas en Español siempre eran las más altas, era buenísima en gramática y eso le gustaba.
Mi mamá siempre me compraba libros y siempre íbamos a comprar libros viejos, nos conocíamos a todos los libreros de Santa Clara. Un día tuvo que salir a comprar Casa de muñecas para leerlo y estudiarlo porque iba al examen. El libro tenía en la portada a una mujer con la mano en la frente leyendo una carta. Yo me leí Casa de muñecas con mi mamá y estuve en la discusión en el aula con la maestra. También en el aula había un muchacho que era barbero y como se aburría en aquellas clases me enseñó a jugar con los murciélagos y a ponerle un cigarro encendido en la boca. Un día me regaló un dibujo de Batman, el hombre murciélago. Después de ese dibujo, tenía que hacerme un Batman cada vez que yo quería. Me enamoré de Batman y después del hombre vampiro.
En 1992 se hicieron al mismo tiempo el Batman Returns de Tim Burton y el Bram Stoker´s Dracula de Coppola. Era demasiado. Michelle Pfeiffer por un lado haciendo Catwoman y pasándole la lengua a Michael Keaton y por otro un triángulo amoroso entre Keanu Reeves, Gary Oldman y Winona Ryder con sangre y bestias. Yo me obsesioné. La canción de Annie Lennox me daba terror. Y estuve muy feliz, porque por esa época mi tía Elia vino de Miami y me trajo un tshirt con Batman Returns. El muchacho me dejó de regalar dibujos y empezó a pelarme, siempre ante la presencia de mi mamá.
Uf.
Cuando estaba en primer año del ISA volví a ver a la Doctora Ortiz en Escriba y Lea. Había que adivinar a un personaje célebre.
Ella lo adivinó, por supuesto, pero cuando llegó el momento de hablar sobre el personaje célebre adivinado, que era Henrik Ibsen, dijo que era representante del teatro del absurdo. Recuerdo que el presentador se quedó frío y dijo algo. A mí me dio tremendo ataque de risa.
Ahora, en medio de esta pandemia, vivo en Miami.
Mi mejor amigo es el nieto de la Doctora Ortiz.
Un muchacho con ojos intensos y melancólicos, con tremenda fuerza para sobrevivir.
Con él siempre hablo de su abuela.
Y hablo de todas las maestras, de todas.
La verdad es muy difícil de entender las diferencias entre el teatro del absurdo y el teatro realista, y siempre encontramos otro tipo de explicación.
Él es el padre de Cemí, el hijo de la escritora Legna Rodríguez Iglesias.
Ella escribió una novela que se llama Las analfabetas.
Otra postura del aprendizaje, que tiene que ver mucho conmigo.
Ella la nombró como nadie.
De eso hablaré después.
Hoy siento que la única fuerza es pensar estas maestras, que sobrevivieron muchas pandemias, procesos, niños, padres y fantasmas y que de alguna manera ahora están hablando por mí. Es apasionante imaginar sus vidas y sus decisiones, y cómo a pesar de todas las pandemias que siempre tuvieron alrededor lograron construir algo y propiciar que yo esté aquí.
Uno puede imaginarlo y escribirlo. Pero uno nunca sabrá cómo ellas vivieron, eso no se puede saber. Hay que incorporarlo.
Yo sigo en la luna.
Me estoy leyendo El diario perdido de Bram Stoker.
Y acabo de comprar por ebay un Joker.
Publicado originalmente en El Estornudo