Hegel en La Güinera: dialéctica del 11-J
Para Boris Muñoz
Cada vez que un izquierdista americano me dice que es marxista, mi respuesta es la misma: «No, usted es un farsante… ¡yo soy el marxista!», una afirmación que, invariablemente, provoca disgusto a mis interlocutores.
Es el momento en que la persona con la que converso se levanta y sale disparada, dejándome con la palabra en la boca: «¡Yo soy el marxista!», gritado a todo pulmón en un bistró de moda en Los Ángeles.
Nunca he tenido la oportunidad de explicarme. ¿Por qué soy yo el marxista, y no ellos, los profesores de Ivy League, los estudiosos de Badiou y Horkheimer? Conste que no hablo en broma, sino completamente en serio. ¡Si solo me permitieran explayarme!
Siendo un niño de diez años entré en contacto, por puro azar, con la dialéctica marxista. Mi padre era un zapatero que había participado en la lucha urbana contra Fulgencio Batista. A una década del triunfo, papá se encontraba inmerso en la lectura de un folletín del Partido que explicaba los misterios de la dialéctica. Recuerdo vívidamente esos folletos didácticos, y recuerdo que ilustraban el asunto por medio de un cubito de hielo: el agua era la tesis, el hielo era la antítesis y el charquito de hielo derretido era la síntesis.
Mi padre movía los labios cuando leía, mientras mi madre preparaba pata y panza en la cocina. «Tesis, antítesis y síntesis», repetía mi viejo, con el folleto en una mano y un vaso de ron en la otra. Después de comida, se sentaba en una butaca y caía rendido. Yo recogía el opúsculo del suelo y me iba a mi cuarto a estudiarlo.
En 1972, siendo estudiante de la academia de arte de San Alejandro, asistí a una exposición de grabados de Picasso en el Palacio de Bellas Artes. En el patio del museo me encontré a un compañero de clase al que le decían Rosadito. Rosadito llevaba apretado contra el pecho un grueso volumen con un título enorme: Fenomenología del espíritu. Me obsesioné con ese libro y no paré hasta conseguirlo.
El poeta Pedro Jesús Campos y yo nos bebimos juntos la Fenomenología en la edición cubana de Ciencias Sociales. Éramos camaradas en San Alejandro, y pronto adquirimos la costumbre de presentarnos en todas partes con nuestro Hegel bajo el brazo y el título muy visible. Las palabras del sabio alemán nos intoxicaban y durante unos meses sufrimos de calenturas epistemológicas, debatiendo los puntos más arduos hasta altas horas de la noche, entre jarras de cerveza y humo de cigarros.
Pedro también había tropezado en su infancia con el cubito de hielo. Su madre era una negra de Contramaestre que había emigrado a La Habana en los primeros cincuenta. Había sido doméstica en una casa de ricos y participado en la lucha clandestina. En 1964, recibió instrucción marxista en su comité de base.
En apenas una década, nosotros superamos dialécticamente a nuestros padres. Conocimos la dictadura del proletariado desde adentro, mientras recibíamos orientación política en unas escuelas fundadas en estrictos principios bolcheviques. Éramos los cubitos de hielo derretidos.
El marxismo fue, desde la cuna, parte de nuestro torrente sanguíneo, de nuestro sistema linfático, incluso de nuestras gónadas, martillado en nuestras cabezas y machacado en nuestros cuerpos endurecidos por el trabajo agrícola y la propaganda inclemente. Quien no comparta conmigo estas vivencias no es marxista, sino mamarracho. Ser marxista dialéctico es una cosa que no le deseo a nadie.
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El 11-J es el gran evento dialéctico, y los cubanos nunca habíamos visto la dialéctica en acción. El 11-J es la síntesis de una serie de hechos aparentemente inconexos: la mariposa que batió alas en la prisión de Ariza en 1974 provoca un huracán en San Antonio de los Baños 47 años más tarde.
Porque la Revolución negó la dialéctica y la relación caótica de los eventos distantes. Aunque predicara lo contrario, los hechos históricos carecieron de consecuencias para el castrismo. Una poetisa que se asfixia, atarugada con sus propios poemas, queda suspendida en el continuo, sin llegar a establecer contacto con el futuro. El 11 de julio último la poetisa en suspenso recuperó el aliento, y todas las situaciones asfixiantes de las épocas pretéritas se precipitaron hacia su conclusión lógica. Esto es lo que los dialécticos llaman «indeterminación del pasado».
Ahora sabemos que entre las acciones insignificantes de los artistas de San Isidro y el estallido social del 11-J existía una relación dialéctica. «Estamos conectados», la consigna de Luis Manuel Otero Alcántara, deberá interpretarse en sentido dialéctico. El castrismo ha sido la negación de toda conexión: el Mariel, el Maleconazo y la guerra civil del Escambray, por poner de ejemplo una tríada clásica, quedaron históricamente delimitados, aunque en realidad estuvieran superconectados. El 11-J es el evento superconectivo.
Asimismo, la presencia de los españoles en Cuba y su incapacidad para reformarse está conectada a la inveterada resistencia castrista al cambio. Los hechos históricos también pueden conjugarse de manera retrógrada. El 11 de julio del 2021, la obstinación hispánica llegó al punto crítico de contradicción dialéctica. Cuba vive hoy el ambiente de emergencia sanitaria de hace 120 años, padece los mismos métodos de reconcentración weylerianos de 1896 y se enfrenta a la versión actualizada del oscurantismo ideológico que llevó a España a la catástrofe.
La situación del castrismo tardío es el paradigma de la síntesis dialéctica: el reloj revolucionario se ha derretido. El 11-J en La Güinera presenciamos el espectáculo de la dialéctica marxista puesta sobre los pies. Luego de 62 años de metafísica, tuvimos la confirmación de que la praxis realmente existe. Esa confirmación del funcionamiento del espíritu en la Historia entraña una regeneración moral: es el resurgimiento cuasi religioso de lo cubano y el retorno del nacionalismo en una época de suspicacia posnacional. Es Hegel desmelenado por las calles de Arroyo Naranjo, con su libro contra el pecho y el enorme título como una consigna que se deja interpretar.
Publicado originalmente en El Estornudo.