Hacer el amor con Ana Mendieta
Por Carlos Lechuga
Pongo un vaso de agua sobre el refrigerador para su espíritu. Prendo un tabaco. Bajo la iluminación del salón y me siento en el sofá cama a unos pocos centímetros de Ana. Ella lleva un cuello de tortuga naranja y un pantalón verde que le marca los muslos. Hace un ratico se quitó las medias y sus pies juegan con la tela del mueble. Le miro las cejas, los labios. Me ve a punto de equivocarme y me dice: ¿Ponemos la película o qué?
Le doy una calada al tabaco y me extiende la mano. Quiere. Se lo doy y voy al proyector, coloco la delgada película y apago las luces. Comienza el filme.
(Elena Burke canta).
La primera vez que estuve en Miami fue en el 2013 y pasé por una especie de trance donde sentía que todo el tiempo estaba siendo acompañado por los fantasmas de Guillermo Rosales, Carlos Victoria y Reinaldo Arenas. Una amiga me paseó por el downtown y entre los pordioseros afroamericanos me pareció ver el fantasma de Esteban Luis, recordé a Guillén Landrián. Me entró una especie de bobería que no me dejaba disfrutar de lo material. Qué triste todo. Los cubanos divididos. Miami y La Habana tan cerca… y tanta gente que ha muerto en el trayecto. En fin.
En New York me pasó, pero con Celia Cruz; entonces caminaba y en cualquier esquina, como si fuera lo más normal del mundo, yo gritaba: «Azúcar». Estaba convencido que la negra me estaba cuidando las espaldas.
Pero, desde hace un tiempo, la que tengo más en la cabeza es a Ana Mendieta. Jovencita. Yo no estudie artes plásticas mucho tiempo, solo unos meses, y luego he sido un poco vago para las exposiciones; mas a esta tipa la tengo pegadita. No soy un conocedor. Pero tenemos un lazo.
(Elena Burke sigue cantando).
Ana Mendieta está sentada a mi lado, fumándose mi tabaco y mirando la pantalla. Me estiro y disimuladamente logro ver que por atrás se le sale un pedacito de blúmer blanco, entre el pantalón verde y el cuello de tortuga naranja. Y también hay un pedacito de piel. El ambiente está en penumbras.
Ella se da cuenta y pega la espalda al respaldar. Sin ser mala onda, pero marcando que ella es la jefa me dice: «No estás mirando nada». Le quito el mocho de tabaco y me lo llevo a la boca; con cualquier otra me daría tremendo asco, pero con ella no. Saboreo su saliva.
Miro a la pantalla y se me aguan los ojos. No sé qué me pasa. Pienso en mi madre. Me imagino a mi madre sola, perdida por las calles de La Habana, tocando puertas, preguntando por su hijo. Su hijo perdido. Una viejita flaca, canosa, loca, perdida en la oscuridad de La Habana, entre los huecos y los baches, e ignorada por todos. En ese momento me doy cuenta de que la pinga no se me va a parar.
Como una brisa. De repente, Ana se quita el cuello de tortuga porque se está ahogando de calor y queda en unos ajustadores blancos, toscos, pero por Dios. Qué sorpresa. Sus axilas, casi sin afeitar, esos pelos negros, gruesos, rebeldes.
(Elena Burke se mete con alguien del público).
Estoy en Houston, hace dos años, poniendo una de mis películas en un museo importante. Y una de las tardes en que no tengo nada me acerco a la biblioteca y agarro un libro que me estaba esperando. Sin título, solo veo la cara de la cubana, de ella. Ojeo y leo: «Una de las historias que le gustaban a Ana, a la que vuelve muchas veces en sus apuntes, habla de una costumbre que tenía la gente de Kimberly: Los hombres de Kimberly salen de su aldea para buscar novia. Cuando un hombre lleva a casa a su nueva esposa, la mujer lleva consigo un saco de tierra de su lugar de origen y cada noche come un poco de esa tierra. La tierra la ayudaá a hacer la transición entre su lugar de origen y su nuevo hogar. Alude a esa costumbre africana como análoga a su obra, en sus apuntes inéditos. Ella escribe: la exploración de la relación entre mí misma y la naturaleza que he realizado en mi producción artística ha sido un claro resultado del hecho de que fui arrancada de mi patria en la adolescencia. Hacer mi silueta en la naturaleza mantiene, establece, la transición entre mi patria de origen y mi nuevo hogar. Es un medio de reclamar mis raíces y unirme a la naturaleza. Aunque la cultura en la que vivo es parte de mí, mis raíces y mi identidad cultural son el resultado de mi herencia cubana.»
Levanto la vista del libro y solo veo norteamericanas rojizas. El libro vale cuarenta dólares. Cuarenta dólares que no tengo y que me separan de la mostra. Del coco.
(Elena Burke la tira de pinga y canta ahora «La canción» de Marta Valdés).
La maestra Mendieta, la compañera, la señorita, la tengo al alcance de la mano, a medio vestir, sola para mí. Me seco el sudor de la frente y dejo los restos de tabaco en la mesita. Como si hubiera estado ahí pienso en los niños y niñas de la Operación Peter Pan. Pienso en Ana de niña, en su hermana. Y luego, como si viera el futuro, veo una ventana. Una ventana por donde van a empujar a una mujer. ¿Quién la empuja? ¿El marido? ¿Todos? De nuevo las ganas de llorar y como en «Vértigo» yo enamorado de una muerta. Pero a esta mujer ya mucha gente le ha disparado. Y muchos hombres, más altos, con los ojos más azules que yo, la han mirado, como cuando se mira a una latina sexy y la han tratado como si fuera Abella Anderson. Mi labia no va a funcionar. Además ¿Qué le puedo dar yo a esta mujer? Nada. Por un momento quisiera ser una mujer y agarrarla, abrazarla.
De repente se acaba la película. Ana se levanta y prende la luz: «¿Qué te pareció?», me dice. Le digo que me gusta. Que me parece buena. Ana se ríe y me dice que no, que lo único que he estado haciendo es pensando. Pensando en cuál va a ser mi próximo movimiento para llevarla a la cama. (Cojones, movió ficha, pero me cagué). Disimulo, busco otro tabaco y lo prendo. Le hablo de mañana. Mañana, que es un día cualquiera de 1981, la acompañaré con mi cámara súper ocho a unos manglares para filmar una de sus obras.
Ana Mendieta me mira, sonríe. Le gusta que yo sea cubano, que sea trigueño. Me dice: «Si tu fueras mujer te parecerías a mí». Mira nuestros perfiles, se parecen. Sonríe y le digo: «Hay una pequeña diferencia, tú eres una maestra, una duraka, una tiza». Ana niega con la cabeza, no entiende. Da un grito: «Ay, me meo». Ana se desabrocha el pantalón y corre al baño. Orina con la puerta abierta. Escucho el chorrón y veo la luz amarilla que prende tarde. Su sombra en el corredor. Me decido y me acerco. La veo orinar. Levanta la vista y me mira: «¿Carlitos, de verdad tú crees que debo volver a Cuba?» Sonrío, le digo que sí, que yo la llevo de nuevo a Jaruco o a donde ella quiera.
Se sacude par de veces dando brinquitos y entreveo sus pendejos oscuros. Esa selva, matorral, manigua. Y pienso en un mambí chiquitico abriéndose camino en ese arbusto oscuro.
Ana Mendieta viene hacia mí y abre los brazos. Me regala un abrazo y me dice: «Vamos a dormir. Mañana hay pincha». Se pierde en la habitación. Me quedo solo. Me siento en el sofá y, mirando a la oscuridad de su habitación, me empiezo a tocar el rabo con buen ritmo. Me la imagino sobre una mesa con las nalgas para mí (como una de sus obras). La veo estirada como una gata en el colchón. Sentándose en mi cara. Empapándome la barba.
(Elena Burke le abre fuego a su guitarrista).
Estoy parado con el libro en la mano; es muy grande para robarlo. Leo, al final, para el año 1983: «por la ira que había sentido y todavía sentía por haberse criado en un orfanato y como hispana en los Estados Unidos, el arte fue según sus palabras su salvación: «Sé que, si no hubiera descubierto el arte, habría sido una criminal. Theodor Adorno ha dicho: todas las obras de arte son crímenes no cometidos. Mi arte proviene de la rabia y el desplazamiento. Aunque la imagen puede no ser una imagen muy rabiosa, yo creo que todo arte proviene de la rabia sublimada».»
(El guitarrista le dice a Elena algo que no se entiende).
Es temprano en la mañana y un amigo está manejando. Vamos rumbo a un lago. Ana no me mira, va mirando el paisaje. Bosteza. Llegamos y la tierra es rojiza, empapada, como la tierra del final de «Gravity». Ana se agacha y con las manos hace una figura bella. Pero el agua la va borrando poco a poco. «Filma ahora», me dice. Prendo la cámara y veo lo efímero que es todo. «¿Lo tienes? ¿Lo tienes?», me pregunta, y asiento gritando: «Sí, mamita, lo tengo». Ana se ríe: «Eres lo peor, mamita ni mamita».
El agua va borrando la figura de arcilla. Como el tiempo nos borrará. Pero, cojones, por un instante vi esa imagen rabiosa. Apago la cámara y Ana me mira. Está desbordante de un aura hermosa. Le digo: «¿Y ahora qué?» Ana Mendieta sonríe y me dice: «Ahora nada, a singar».
Publicado originalmente en El Estornudo.