Estados Unidos en la encrucijada

El Estornudo
19 min readAug 10, 2022
Foto tomada de la BBC

Por Duanel Díaz Infante

La idea corriente del fascismo resulta, si no falsa, sí falseada, o mejor, condicionada por la distancia histórica. Es el fascismo perfecto, a toro pasado, su arco completo, con principio, medio y final: sabemos no solo cómo cayeron la República de Weimar y la débil democracia parlamentaria italiana sino el horror de aquellos regímenes autoproclamados totalitarios, y su catastrófico final con el triunfo de los aliados en la segunda guerra mundial. Se trata de una noción, por así decir, canónica, muy distinta a la de los contemporáneos. Inmersos en la maraña de los acontecimientos, estos no tuvieron la claridad que nos concede la perspectiva histórica, la posibilidad de apreciar el fenómeno de manera global.

Pues bien, ahora somos nosotros los contemporáneos. Desde 2016 podemos ver — con preocupación, con horror, con fruición, con morbo, según los temperamentos — el ascenso de un movimiento antidemocrático en tiempo real, un populismo de derecha con ciertas reminiscencias del período de entreguerras. Reciclando tópicos de hace un siglo, la «revolución conservadora» norteamericana diagnostica la decadencia de la nación, para enseguida lanzar una cruzada de reconquista. Ben Domenech, por ejemplo, habla de una «decadencia de los Estados Unidos» cuyos síntomas son «tolerancia al crimen, destrucción del significado de las palabras y las verdades, falta de respecto al cristianismo, odio por el judaísmo, flagrante indiferencia hacia la libertad, élites que no rinden cuentas a nadie y que os odian»1. Una ociosa y bizantina «ruling class» es, para Domenech, la máxima responsable de esa tierra baldía en que se habrían convertido los Estados Unidos. Mas «la crisis americana puede ser la oportunidad para el renacimiento americano». Quien viaje en auto a través del país encontrará «ciudades que una vez fueron prósperas» llenas de «enloquecidos drogadictos vagando por las calles, agujas en el suelo», pero también «un espíritu combativo para afrontar la gran batalla de nuestras vidas».

Leyendo estas cosas, u oyéndolas (en Fox News Prime Time), es difícil no recordar el ideario ultranacionalista del fascismo, ese antintelectualismo que ha caracterizado a la derecha extrema desde los tiempos en que Acción Francesa, con Maurras a la cabeza, conjugara el nacionalismo, el catolicismo y el tradicionalismo contrarrevolucionario en su llamado al rescate de aquella comunidad «natural» subvertida por la acción disolvente del intelecto y el cosmopolitismo. La dicotomía entre el pueblo — trabajador y patriota — y las élites — inútiles y vendepatrias — , unas élites fijas, casi una casta, como si no hubiera movilidad social, se solapa con aquella otra entre los auténticos ciudadanos, amantes de Dios y de la patria, y los «liberales», una izquierda a que se atribuye la supuesta depravación de la sociedad norteamericana. Domenech y otros ideólogos del movimiento MAGA hablan todo el tiempo de «they» and «you» — esto es, «nosotros», la audiencia de la que son formadores de opinión al tiempo que voceros. Domenech: «Ellos quieren demoler Mount Rushmore y obligaros a costear abortos. Ellos quieren enseñar a vuestros hijos a odiar a los policías, el himno, la bandera, ytodo lo que vuestros padres os enseñaron a amar y respetar de pequeños».2 Carlson: «Se ha establecido un nuevo régimen, y parece que ellos quieren acelerar dramáticamente las cosas (…) Están involucrando al FBI y al Pentágono en esta cacería de personas que puedan criticarlos. Eso es un cambio muy grande, y vosotros deberíais entender qué es lo que realmente está pasando».3

Así las cosas, la situación es tan grave que la respuesta no puede estar ya en aceptar los resultados de una elección y esperar dos años para volver a votar. Ese acuerdo político básico es descartado por Domenech como «teque derrotista que nos han venido embutiendo republicanos estúpidos y derrotistas desde hace décadas». La solución, para el trumpismo, radica más allá de la política tradicional: «La respuesta no es simplemente votar, es organizarse, y que se note que os estáis organizando contra el deterioro de todo lo que hizo grandes nuestras comunidades americanas». Todo queda planteado, claramente, en términos revolucionarios: la «gran batalla de nuestras vidas» a la que convoca la derecha radical recuerda no poco a aquellas grandes batallas de los años veinte y treinta donde la democracia fue no una víctima colateral sino el blanco mismo de los tiros, en tanto era el gran obstáculo para ese renacimiento nacional que era también una renovación moral, una regeneración.

Muchas veces, siguiendo esa historia norteamericana que empezó con el triunfo electoral de Trump, fascinante crónica política que parece a ratos crónica roja y a ratos telenovela latinoamericana, he recordado aquella frase de Bernard Shaw, a propósito de Mussolini, según la cual «el fascismo pasa a través de la oposición liberal como una bala que penetra por un trozo de manteca». Los últimos años han sido, para muchos, una verdadera educación política, en tanto han revelado la fragilidad de la democracia en Estados Unidos, que muchos asumíamos como algo férreo, garantizado, inexpugnable. Tenemos, cierto, la experiencia histórica del siglo XX, cuando la democracia liberal prevaleció al cabo en Europa para luego florecer durante medio siglo de guerra fría y alianza atlántica, pero no la certeza del desenlace que tendrá la crisis en que estamos metidos. No hay forma de saber cómo va a terminar esta película, y la amenaza no hace más que crecer: como si hubiéramos entrado en un estado de paranoia semejante al producido a veces por el cannabis, se divisan más y más oscuros ómenes. Pero, ay, sin que medie ninguna alteración de la conciencia; como que la realidad misma se ha dramatizado, y aquellas advertencias sobre una próxima guerra civil, que parecían alarmistas y ridículas hace algunos años, ya lo son cada vez menos.

«Cuando se vive lo que Péguy llamaba un período histórico, cuando el hombre político se limita a administrar un régimen o un derecho establecido, se puede esperar una historia sin violencia. Cuando se tiene la desgracia o la suerte de vivir en una época, uno de esos momentos en que el fundamento tradicional de una nación o de una sociedad se hunde y donde, de buen o mal grado, el hombre debe reconstruir por sí mismo las relaciones humanas, entonces la libertad de cada uno amenaza de muerte la de los otros y la violencia reaparece», señalaba Merleau-Ponty en Humanismo y terror. Se diría, en estos términos, que hemos entrado en un ámbito epocal, de grandes acontecimientos y futuras conflagraciones. He ahí la extraordinaria significación del 6 de enero de 2021, ese Evento que encarna la terrible fuerza antidemocrática que se concentró en torno a las dos candidaturas de Trump. El comediante Jon Stuart comparó, esa amenaza de la que el frustrado putsch podría ser al cabo solo prefiguración, con un tren que se acerca a nosotros, sin que nadie sepa o pueda cómo detenerlo.

Basta que el partido republicano recupere el control de la Cámara de Representantes en las elecciones del próximo noviembre para que el peor de los escenarios se realice. Los resultados de la comisión de investigación del J6 se archivarían, quedando los criminales impunes, y sentadas las bases para que la insurrección, que no fue sino la parte más visible de un complot cuyo objetivo era, si nos permitimos usar un cubanismo, «dar la brava» electoral (Estrada Palma dio la brava en 1906, Menocal dio la brava en 1916; de ahí la «guerrita de agosto» y la «guerrita de la chambelona», respectivamente), haya funcionado como mero rehearsal, un ensayo para 2024: o bien gana en buena lid el candidato trumpista — sea o no Donald Trump — o los republicanos podrían poner en marcha el plan que vienen preparando desde el año pasado, promulgando leyes contrarias al voto popular en los estados que controlan, amenazando a oficiales de elecciones, situando en posiciones de influencia a políticos que preconizan la Big Lie… Sería el comienzo del fin de la democracia norteamericana, los pródromos de una época si no de guerra civil convencional, de disturbios, caos e inestabilidad, donde la economía se vería inevitablemente afectada, y el objetivo último de Putin, debilitar a los Estados Unidos y la idea misma de la democracia liberal — siempre imperfecta y decepcionante, pero preferible al autoritarismo que él propugna — , se habría cumplido.

El inicio de la guerra en Ucrania hace algunos meses pareció, por cierto, restar cierto ímpetu al movimiento trumpista, en tanto puso de manifiesto, más incluso que el segundo impeachment, una división interna en el partido republicano, equivalente en alguna medida a aquella entre los neoconservatives (intervencionistas en política internacional) y los paleoconservatives(aislacionistas), los conservadores tradicionales, como John Bolton y Liz Cheney, y los conservadores digamos radicales, como Rand Paul y Josh Hawley. Esa fringe que entró a la Cámara en 2018 — gente tipo Marjorie Taylor Green y Lauren Boebert, quienes representan el trumpismo más hardcore — han seguido oponiéndose a la defensa de Ucrania, pero buena parte del establishment republicano ha hecho causa común con los demócratas. Incluso dentro de las filas trumpistas vimos cierta vacilación. J.D. Vance, autor del celebrado libro Hillbilly Elegy: A Memoir of a Family and Culture in Crisis y candidato al senado por Ohio, después de declarar que «esta crisis de Ucrania no tiene nada que ver con nuestra seguridad nacional» y — la verdad es que no me importa que lo que pase con Ucrania», tuvo que rectificar.

A los líderes de opinión de Fox News, el motor de la maquinaria propagandística del trumpismo, el inicio de la guerra los pilló algo desprevenidos, como fuera de base: Laura Ingraham había estado diciendo noche tras noche que las noticias sobre la inminente invasión no eran más que un nuevo «shining object» de los «mainstream media» para alejar la atención de los desastres de la presidencia de Biden, y entonces se produjo la invasión… Tucker Carlson, aun sin llegar a celebrar a Putin como hizo Trump en esos días, se desmarcó de la condena casi unánime al gobierno ruso en los medios y la comunidad internacional: «¿Es Putin mi enemigo? ¿Me ha llamado racista?» Lejos de aprovechar la coyuntura — un gravísimo ataque a la democracia occidental, que hace una o dos décadas habría sido unánimemente visto como amenaza a la seguridad nacional por todos los conservadores — para rebajar un poco la polarización del país, el gran publicista del trumpismo continuó escalando en su cruzada contra esa entidad omnipresente, unificada, que «hates America»: a sus millones de oyentes les recordó lo que ya ellos creían (la popularidad de Putin entre los votantes de Trump ha sido establecida en varias encuestas): que el verdadero adversario no es Rusia sino «the radical left».

La sintonía, o sinergia, del trumpismo con el putinismo una vez más puesta en evidencia, como que este es, en buena medida, el modelo de aquel: no ya solo porque Putin, aliado de la iglesia ortodoxa rusa, sea el máximo representante mundial de la oposición al wokismo y la defensa de los valores tradicionales, sino sobre todo porque Rusia, el agresor, aparece en el discurso de Putin como víctima de un gigantesco complot. En el trumpismo el lugar de «Occidente» lo ocupan las élites letradas, lo que Carlson y Domenech llaman «the ruling class», pero se trata de la misma narrativa orweliana, que al agresor llama víctima, a la víctima llama agresor, a la libertad llama dictadura y a la dictadura llama libertad. «Las circunstancias nos obligan a tomar medidas decisivas e inmediatas»; «nuestras acciones son en defensa propia contra las amenazas que se nos están creando y en prevención de un desastre aún mayor que el que está ocurriendo hoy»: estas frases del discurso con que Putin justificó la «operación militar especial» bien podrían servir como hoja de ruta al trumpismo más radical. Se trata de inventar una amenaza inexistente para justificar la violencia, de manufacturar una crisis o emergencia que solo podría resolverse fuera del marco constitucional, o forzando artículos de la constitución que nunca o rara vez han sido aplicados.

De ahí la ironía de que aquellos que criticaron los mandatos de vacunación contra el Covid-19 como «a war on freedom» y tachan continuamente al gobierno de Biden de cuasitotalitario, adopten a la Hungría de Orban como modelo. El argumento fundamental de esta horneada de ultraconservadores es que, como las élites izquierdistas han infiltrado todas las instituciones y la cultura, solo queda el estado como recurso último para recuperar a la nación de la ruina. Lectores de la Técnica del golpe de estado de Malaparte, son más leninistas que gramscianos. Según J.D.Vance, los conservadores «deberían tomar las instituciones de la izquierda. Y usarlas contra la propia izquierda. Necesitamos una especie de programa des-Baatificación, un programa des-wokificación».4 «Tenemos que dejar de contentarnos con humillar a los progres, y salvar nuestro país», afirmó Rob Dreher, editor de The American Conservative, en la última National Conservatism Conferenc. «Tenemos que apoyar abiertamente el uso de la fuerza del estado».5

Se diría que la diferencia entre los neoconservadores y los paleoconservadores no es ya que aquellos propugnen intervenciones militares y estos la abstención; los paleoconservadores se concentran, más bien, en preparar una única, radical intervención a nivel interno, suerte de cura de caballos aplicada a un país que ellos perciben como un organismo enfermo, debilitado por el virus — o el cáncer, para usar la metáfora de Domenech — de la «radical left». Si los neoconservadores promovían guerras para llevar la democracia a países con regímenes dictatoriales (Irak, Afganistán, Libia…), las cuales tenían que ser aprobadas por el congreso, estos revolucionario-conservadores propugnan la violencia a nivel doméstico — no solo el ejército, como se vio en los llamados a aplicar el Insurrection Act en el verano de 2020 y la «ley marcial» en enero de 2021, sino también por parte de milicias paramilitares y vigilantes — , para cambiar radicalmente un statu quo que ellos ven como decadencia pero que no es en modo alguno incompatible con la democracia.

La necesidad de un gobierno autoritario, de mano dura, es la paradójica conclusión a que arriban esos supuestos libertarios que ven en toda regulación o mandato estatal (o, mejor dicho, toda regulación o mandato que les desagrada: el requerimiento del uso de mascarillas sanitarias en sitios públicos durante la pandemia pero no la eliminación de la protección federal del derecho al aborto; los universal background checks para la adquisición de armas semiautomáticas pero no la ilegalización de drogas no adictivas y con potencial medicinal como la marihuana y los psicodélicos; el uso de fondos federales para la investigación con células madre pero no los proyectos de ley que permitirían a padres denunciar a escuelas que tengan en sus bibliotecas libros que les parecen «obscenos»), un atentado a la libertad individual. Ciertamente, frente al viaje de Tucker Carlson a Hungría el año pasado («Un país pequeño con muchas lecciones para nosotros»), aquel de Bernie Sanders a la URSS en los setenta palidece; carece de actualidad y relevancia.

¿Y AOC? ¿Ilham Omar? ¿the squad?, dirán algunos, señalando el ascendiente de los llamados progressives dentro del Partido Demócrata como una amenaza de tal magnitud que justificaría el establecimiento de un régimen autoritario de derechas. A esto no se podrá replicar, desde luego, que el candidato de los progresistas, Bernie Sanders, fue derrotado dos veces consecutivas en las primarias del partido, porque los defensores del trumpismo argüirán enseguida que aunque los progressives formalmente no ganaron, en realidad han impuesto su agenda, y Biden no es más que un títere de la radical left. Lo que habría que resaltar, entonces, es que la estrategia de los progressives no pasa por el uso de la violencia: liderados por AOC, han hecho un considerable trabajo a nivel de base, zapateándose sus respectivos distritos, para conseguir la elección a la Cámara de más candidatos de su facción, y así forzar a los moderados a aceptar policies que están más a la izquierda y, al cabo, conseguir pasar en el congreso las leyes que ellos proponen. No hay nada antidemocrático en ello, y muchas de esas propuestas no van, por cierto, más allá de la socialdemocracia; de hecho han sido adoptadas por los parlamentos en países europeos que nada tienen de comunistas.

El debate entre los progressives y los moderados, al interior del partido demócrata, evidencia claramente la diferencia entre las dinámicas internas de ambos partidos. Más allá de los inevitables conflictos y ambiciones personales, los demócratas están divididos en cuanto a las policies, los modos de abordar una serie de problemas fundamentales como el cambio climático, las deficiencias de la infraestructura y el transporte público, la deuda estudiantil y el acceso a la atención médica. En el partido republicano se ha impuesto, en cambio, en los dos últimos años una suerte de lógica de la purga, donde los que se han enfrentado a Trump y su Big Lie están siendo amenazados o eliminados, y el miedo a ser considerado RINO (Republican In Name Only) alienta una bizarra carrera hacia el fringe derecho, llena de bravatas y poses teatrales, toda mala fe. No hay debate de ideas ni propuestas sustantivas sino una política de la performance, un circo donde abunda el contorsionista, el comecandela, el equilibrista, el forzudo…

Basta con ver el espectáculo lamentable de esos senadores que obviamente saben que mienten, pero les están ofreciendo a sus votantes lo que estos quieren oír para no correr el riesgo de perder en primarias ante un candidato más trumpista que ellos. Al contar con el apoyo incondicional de una base extremadamente chillona y movilizada, Trump ha conseguido corromper hasta la médula al partido republicano, y lo ha hecho de una manera ostensible, aparatosa, como queriendo poner en evidencia esa corrupción inherente a la naturaleza humana que es, a nivel de Weltanschauung, un tema básico del trumpismo. Cuando al comienzo de la pandemia el presidente dijo en un rally que para ganar más dinero los médicos estaban declarando víctimas del Covid a gente que había muerto de otras causas, ¿no reveló el inconsciente colectivo del movimiento MAGA? Trump, una vez más, proyectaba su alma fraudulenta sobre las élites profesionales, y el populacho se identificaba con el demagogo en esa perversa, infundada proyección.

Todo paralelo entre la extrema izquierda y la extrema derecha es, pues, en este caso, falso. Ninguna propuesta de los progressives es tan peligrosa para la democracia como la Big Lie, esa ridícula versión de la Dolchstosslegende que ha sido, si no defendida, tolerada por la mayoría de los republicanos. No hay planteamiento de Ilhan Omar comparable, en cuanto a espíritu anticonstitucional, a los de Lauren Boebert («La iglesia es la que debe dirigir al gobierno. El gobierno no debe dirigir a la iglesia. Estoy cansada de toda esta mierda de la separación de la iglesia y el estado»6) AOC e Ilhan Omar pueden resultar controversiales; Marjorie Taylor Green y Lauren Boebert se mueven en otro terreno, el de la provocación y la amenaza («Los izquierdistas, que ahora conforman el escuadrón genocida, quieren abortos en cualquier momento, en cualquier parte, incluyendo a bebés que ya han nacido».7) Con AOC e Ilhan Omar se puede debatir; Marjorie Taylor Green y Lauren Boebert existen, y prosperan (ambas ganaron sus primarias y es previsible que más candidatos de su calaña lleguen a la Cámara tras las midterms de noviembre) en un espacio donde no es posible el debate, no ya solo porque preconizan la violencia contra los opositores políticos, sino porque siempre terminan allí donde empiezan: en una teoría de la conspiración (la más reciente, de Taylor Green, insinúa que los tiroteos masivos del último mes son una false flag, una operación llevada a cabo por los partidarios del control de armas.)

La proliferación de teorías de la conspiración, agudizada por la pandemia (que fue, desde luego, objeto de algunas de las más estrambóticas de ellas) es acaso el síntoma más visible del abismo al que se acerca Estados Unidos. Para la mentalidad paranoica la verdad siempre se oculta más allá de las apariencias, y no hay casualidades: el 11-J, una false flag orquestada por el FBI, o si no, una protesta pacífica infiltrada por antifa, o si no, un simple tour por el Capitolio; el Covid, un invento de los «liberal media» para deprimir la economía y torpedear la relección de Trump; las vacunas, un instrumento del gobierno federal para controlar a la gente… «Everything has a meaning», dice una seguidora de QAnon entrevistada en el documental Q.Into the Storm(HBO, 2021) y resulta un enunciado revelador. Para estos nuevos hermeneutas, el mundo es un conjunto de signos que, como los drops de Q, hay que estar continuamente interpretando. Frente a este medievalismo, se diría que aquel llamado de Susan Sontag, en su clásico ensayo de 1964, adquiere nueva vigencia: «Vivimos en una época en que el proyecto de la interpretación resulta reaccionario, agobiante».8

Pero para Sontag, quien polemizaba no solo con la concepción tradicional, ingenua, del arte como vehículo de un mensaje sino también con teorías más modernas y sofisticadas como el marxismo y el freudismo, el predominio de la interpretación comportaba la venganza del intelecto sobre el arte. Las teorías de la conspiración no tienen, evidentemente, nada que ver con el intelecto; asemejan, como ya señaló Karl Popper, que fue quien acuñó el término, «a primitive kind of superstition». QAnon y otros fenómenos de ese tipo constituyen, en gran medida, una suerte de bizarra réplica al wokismo, otra manera de despertar a la verdadera realidad. Los teóricos de la conspiración se consideran el summum de la suspicacia, iluminados que saben ver más allá de las apariencias, y a las demás ovejas que, tragándose las mentiras de los medios de comunicación, siguen ciegamente al «government». Ahí, en el ejercicio de la resistencia, involucrados en una lucha que ellos ven como desigual, los nuevos guerrilleros han encontrado una comunidad. Ellos sí se lo cuestionan todo; no están «brainwashed» por los «mainstream media» y otros aparatos ideológicos del estado. No se han tomado, para usar la frase del vernáculo norteamericano, «the Kool-Aid». Que esas tramas sutiles de tan sutiles nunca se puedan demostrar, que cada teoría resulte fácilmente desbancada, que cada predicción de Q sobre la inminente «tormenta» haya sido desmentida por la realidad, no es óbice para que sigan proliferando; la mentalidad conspiranoica es irrefutable, inmune a los hechos y las estadísticas, refractaria a la ciencia y la ilustración.

Supersticiones y leyendas urbanas van de la mano. Fijémonos, por ejemplo, en el reciente bulo de la litter box en una escuela de Michigan.9 El pasado enero se corrió por las redes sociales la alarma de una madre que, en una reunión del Midland School District Board of Education, alegaba que una litter box había sido colocada en un baño gender-neutral para aquellos estudiantes que se identificaran como «gatos» o «no-humanos». Aunque nadie vio nunca la litter box en cuestión, la denuncia fue amplificada por varios activistas y políticos («Kids who identify as ‘furries’ get a litter box in the school bathroom. Parent heroes will TAKE BACK our schools»), al punto de que el superintendente de escuelas del condado tuvo que sacar un comunicado negando la existencia de la misma. Es así, mediante un anecdotario falso, un conjunto de tall tales que pretenden ser cautionary tales sobre los peligros de la «totalitarian left», que el movimiento trumpista lleva a cabo su cruzada contra el wokismo. No con argumentación racional sino mediante la hipérbole y una suerte de reducción al absurdo.

Extrañamente, no es imposible ver aquí una forma negativa de la consabida mistificación del realismo socialista: si en este la realidad es presentada «en su desenvolvimiento revolucionario», es decir, destacando los elementos positivos que supuestamente prefiguran el futuro comunista donde la alienación burguesa habrá desaparecido, lo cual equivale, como sabemos, a inventarlos cuando no se los encuentra por ningún lado en el mundo real; aquí se trata igualmente de una mistificación, solo que en lugar de utópica, es distópica, en tanto ese futuro (un mundo donde cualquiera puede elegir identificarse con un animal peludo y debe recibir acomodaciones acorde a su nueva identidad y todos los demás son forzados a facilitar esas acomodaciones…) que los trumpistas no ya prevén sino que imaginan existente aquí y ahora, parece una obra de Ionesco. Esa señora suburbana que se presenta como «una madre preocupada», la que planteó la queja a partir de algo que oyó y antes de hacer una mínima verificación de los hechos afirmó que eso estaba ocurriendo «en todo el país» y acusó al sistema escolar de vehicular una «agenda», esa que dice que hay otros que viven en un «mundo de fantasía» y quieren obligar a los demás a vivir en ese mundo, es justo quien está manufacturando la realidad, quien fantasea, quien mistifica. Esa madre furiosa por causa de una litter box inexistente es, por así decir, el trumpismo in nuce.

El trumpismo hace una y otra vez una caricatura de la izquierda; es imposible, en cambio, hacer una caricatura del trumpismo; este es ya una caricatura. Recordemos aquella grotesca estatua dorada de Trump en el último CPAC (Conservative Political Action Conference), ante la cual los asistentes hacían cola para sacarse fotos, o el póster de la última campaña electoral donde el derrotado presidente aparece en guisa de superhéroe. Y es que, como ya observaron algunos de los primeros analistas del fenómeno, una de las fuentes del trumpismo son justamente los comics. No ya solo la tira Little Orphan Annie de Harold Gray, con cuyo obvio contenido político, como demuestra Jeet Heer en «Donald Trump, superheroe» (The New Republic, 3 de febrero de 2016), guarda una significativa semejanza, sino el género en sí, pródigo en escenarios distópicos y personajes estereotípicos, en particular las tiras de superhéroes, que florecieron en los años cuarenta y cincuenta (justo el período en que el movimiento MAGA fija su nostalgia nacionalista) y han sido posteriormente versionadas hasta el cansancio por la televisión y el cine comercial.

Imaginemos un lector de comics que, como aquel célebre lector de novelas de caballerías que quería encontrar gigantes y encantamientos por todos lados, se empeñara en ver el mundo real como si fuera el mundo simplificado y apocalíptico de un comic, con su división maniquea entre buenos y malos, sus vigilantes y superhéroes, su universo al borde del colapso societario por culpa de pérfidas conspiraciones foráneas y de élites locales corruptas, y un millonario playboy salvador de los pobres. El resultado de ese ejercicio está aquí: es el trumpismo. La opción entre democracia y autoritarismo, en las próximas elecciones de noviembre, equivale al cabo a aquella entre la realidad y el comic. Entre un mundo real que es también, al fin y al cabo, un texto, y un mundo ficticio — más que texto obra cerrada — , que resulta, en todos los sentidos del término, una caricatura.

Notas

«This week I’ve talked about the American crisis and its many symptoms: tolerance for crime, the destruction of the meaning of words and truths, disrespect for Christianity, hatred for Judaism, open disregard for freedom, completely unaccountable elites who hate you».

www.thefederalist.com/2021/04/24/ben-domenech-the-ruling-class-is-leading-america-into-decline-but-they-dont-have-to-win/

2 «They want to demolish Mount Rushmore and force you to pay for abortions. They want to teach your children to hate cops, the anthem, the flag, and everything you were raised to love and respect».

www.realclearpolitics.com/video/2021/04/20/ben_domenech_on_the_american_crisis_what_does_it_mean_to_be_a_nation.html

3 «There’s a new regime in power, and they seem to be planning to accelerate things dramatically (…) They’re getting the FBI and the Pentagon involved in this hunt for people who may criticize them. That’s a very big change, and you should understand what it’s really about».

www.novakarchive.com/fox-news-tucker-carlson/2021/1/20/tucker-carlson-january-20-2021-transcript

4 Conservatives should seize the institutions of the left. And turn them against the left. We need like a de-Baatification program, a de-woke-ification program».

www.crainscleveland.com/scott-suttell-blog/jd-vance-man-moment-ohio-gop-thanks-donald-trump-and-peter-thiel

5 «We need to quit being satisfied with owning the libs, and save our country (…) We need to unapologetically embrace the use of state power».

www.theatlantic.com/ideas/archive/2021/11/scary-future-american-right-national-conservatism-conference/620746/

6 «The church is supposed to direct the government. The government is not supposed to direct the church (…) I’m tired of this separation of church and state junk». www.thehill.com/homenews/house/3540071-boebert-says-she-is-tired-of-separation-between-church-and-state-the-church-is-supposed-to-direct-the-government/

7 «Leftists, who now make up the genocide squad, want abortion anytime, anywhere, including babies who are already born».

www.newsweek.com/lauren-boebert-genocide-squad-abortion-comments-disgraceful-alan-dershowitz-1723146

8 «Today is such a time when the project of interpretation is largely reactionary, stifling», Against Interpretation and Other Essays, Picador, New York, 2021, p.7. www.nytimes.com/2022/01/23/us/politics/michigan-litter-box-school.html. 9 www.aol.com/news/michigan-superintendent-debunks-gop-spread-082941926.html

Publicado originalmente en El Estornudo.

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