El instante de Rimbaud y Verlaine
Si todavía vivieran en Camden Town, quizás Arthur Rimbaud y Paul Verlaine habrían venido esta noche a Underworld, un bar feroz situado en los bajos de The World’s End, el primer pub que uno ve al salir del metro. En la esquina donde Camden High Street se tuerce furiosamente en Camden Road no se puede dar un paso, los chicos que andan de juerga o jugando a los novios se escurren entre los viejos y los turistas. Quizás alguno de esos chiquillos, uno hosco, que no luce como si buscara novia, escriba ininteligibles poemas, y haya venido esta noche a Underworld para oír a Skywalker, una banda checa que se describe a sí misma como «post-hardcore, con pesados riffs, devastadores breakdowns y dulces melodías, con una lírica honesta y personal». Suena como una descripción de «Una temporada en el Infierno», el poema en prosa que Rimbaud escribió en Camden Town en el verano de 1873. Pero los chicos de Skywalker, realmente, no son tan buenos, su música no es tan post-hardcore como ellos se creen.
La casa donde Rimbaud y Verlaine vivieron, escandalosamente, en el número 8 de Royal College Street, está a solo diez minutos de Underworld, pero casi nadie llega hasta allí, solo dedicados estudiosos de la poesía simbolista francesa y algún turista tenaz. Nada distingue esa casa de las demás, solo una placa, de discreto mármol blanco, cubierta por la yedra. La casa estuvo a punto de ser demolida, pero una campaña popular, dirigida por un terco edil laborista, Gerry Harrison, la salvó antes de que semejante atentado protobrexitista pudiera consumarse. Al final, la casa, que tenía hasta hace apenas una década un aspecto pavoroso, como si no hubiera sido retocada en cien años, fue finalmente adquirida, y restaurada amorosamente, por un funcionario retirado, un tal Michael Corby, quien admitió que Verlaine le resultaba indiferente, pero que Rimbaud era «absolutamente magnífico». La Fundación Rimbaud y Verlaine planea crear allí, pronto, una «casa de poesía», dedicada a la promoción de las artes, provista de una biblioteca, un archivo digital y salones para espectáculos y talleres.
De momento, no hay nada que ver, la casa está cerrada al público. Quien llegue hasta allí llevado por el poema de Luis Cernuda, se llevará una decepción. «La casa es triste y pobre, como el barrio/con la tristeza sórdida que va con lo que es pobre/no la tristeza funeral de lo que es rico sin espíritu». Londres, escribió Verlaine, «es negro como los cuervos y ruidoso como los patos. Es mojigato, pero ofrece satisfacción a todos los vicios». Rimbaud, a pesar de su miseria, amaba a Londres, una ciudad que, creía, hacía lucir a París como un «bonito pueblo de provincias». Para calentarse, los dos poetas pasaban días enteros en la Biblioteca Británica, donde quizás hayan visto en su escritorio a Karl Marx. Desde la ventana de atrás, Rimbaud y Verlaine podían ver «espléndidos puentes de hierro», los trenes llegando a King’s Cross, los tanques de gas de Saint Pancras, el agua podrida del Regent’s Canal. Por la del frente, veían pasar a la gente, «brutal, gritona». Camden Town es hoy abruptamente distinto del que vio Cernuda y, antes, padecieron Rimbaud y Verlaine. La casa de al lado, el número 6, cuatro dormitorios y un jardín, acaba de ser rentada por mil libras a la semana.
Uno puede pararse en la esquina, mirar al segundo piso, e imaginar a los dos poetas, durante aquellas pocas agónicas semanas, casi siempre borrachos, escribiendo líneas que solo ellos mismos entenderían, jugando con cuchillos, insultándose con rebuscada vulgaridad, entrando uno en el otro, sin que la señora Smith, la casera, en el piso de abajo, se diera por enterada, o le parecieran extraños los cálidos gemidos de sus inquilinos. «Vida al margen de todo», escribió Cernuda, «sodomía, borrachera, versos escarnecidos». «Qué extraño te parecerá lo que has vivido cuando yo no esté ya allí», escribió Rimbaud en «Una temporada en el Infierno». «Cuando no tengas ya mis brazos sosteniendo tu cuello, ni mi corazón para descansar, ni esta boca sobre tus ojos». Rimbaud, solo 18, había huido de su madre. Verlaine, 29, de su mujer. Ambos, de ese hastío, Francia.
Un día, Verlaine regresa del mercado, una botella de aceite en una mano, un pescado en la otra. Rimbaud, despatarrado en la ventana, lo ve venir por la calle, se burla de él: «¿Te das cuenta de lo ridículo que te ves?» Verlaine lo abofetea con el pescado, sale de la casa sin recoger su ropa, toma el primer barco hacia Bélgica. «Actué así», escribió Verlaine a un amigo, «porque, te puedo asegurar, yo no lucía ridículo en modo alguno». Rimbaud, desolado, tratará de hacerse perdonar, amenazará a Verlaine, suplicará, maldecirá. «¿De verdad crees que tu vida será más feliz con alguien que no sea yo? ¡Piénsalo!», escribió. «Te amo mucho, y si no quieres regresar, o que yo me una a ti, estarás cometiendo un crimen, del que te arrepentirás durante muchos años…» Habrá más cartas desesperadas en ambas direcciones, un reencuentro en Bruselas, dos disparos. Verlaine irá a parar a la cárcel. Rimbaud, al corazón de África. Se encontraron una última vez, en Stuttgart, dos años después de Camden Town. Verlaine se había convertido al catolicismo, Rimbaud había dejado de escribir. Pero uno quiere creer, como Cernuda, que en esta casa de Camden Town «un buen instante hubo para los dos», y que eso es más de lo que muchos llegan a tener jamás. A medianoche, en Underworld, Skywalker todavía está rugiendo la letra de canciones como «Sangre» o «Azúcar»: «¿Qué pasó con todas las estrellas que solíamos mirar, creyendo que eran luciérnagas? Espera por mí, baby, solo me alejaré por un momento». Los chicos bailan, toman fotos, las suben inmediatamente a Instagram.
Publicado originalmente en El Estornudo.