El homicidio de George Floyd no debe quedar impune
A quien no haya vivido en las entrañas del monstruo le costará concebir la muerte de George Floyd en toda su obscena brutalidad.
El video que tomó un testigo con su teléfono celular muestra, a boca de jarro, la indiferencia con que el policía Derek Chauvin afinca la rodilla en el cuello de Floyd y lo sofoca durante un tiempo que nos parece infinito y que hubiera perturbado la conciencia del criminal más curtido.
Hasta Ted Bundy le hubiera quitado la rodilla del pescuezo a Floyd al minuto y medio. En cambio, Chauvin, con una mano metida en al bolsillo y el rostro impasible, se dedicó a esperar pacientemente porque el pobre negro dejara de dar señales de vida. Solo entonces soltó a su presa.
Algunos transeúntes le suplicaron a Chauvin, le rogaron que dejara vivir a Floyd, que lo metiera de una vez en el carro patrullero. En realidad, ya Floyd estaba medio muerto, boqueaba y pedía de favor un último resuello. Entonces Chauvin afincó la bota en el asfalto para poner más presión en su rodilla. Continuó asfixiándolo dos minutos y medio después que Floyd había dejado de moverse.
Mientras tanto, un policía de aspecto asiático dejaba que su compañero rematara a George Floyd con toda la parsimonia del mundo. Miraba a otra parte, se limpiaba las uñas. Dos policías criminales contra un negro inmovilizado que no tenía a quién clamar. ¿Dónde estaba dios en esos momentos? El dios de Martin Luther King, el de Amazing Grace, el dios de los negros machacados.
Quien viera a Floyd en el piso, a punto de la asfixia, hubiera cogido el teléfono para llamar cuanto antes a la policía. Pero no hay policía que nos salve de la policía.
Hay racismo en Estados Unidos, y el racismo es parte del sistema. Del sistema legal y del policíaco. Es parte estructural de eso que llamamos «América». Es una cuestión visceral, biológica, ética y genética, a la que nadie le ha encontrado explicación, ni parangón.
En las planillas más inútiles te clasifican por color, origen, etnia, ascendencia y dialecto. Hay un espacio provisto para cada una de las más abstrusas categorías. Estados Unidos es el único lugar del mundo donde las personas se presentan como «un octavo africano, un quinto latino, un tercio sueco o un noveno hawaiano» y donde todavía el concepto de «raza mixta» es completamente aceptable.
La noción del «mulato» es desconocida. O eres blanco o eres «colored». La palabra «étnico» tiene en América un significado macabro. Para los gringos, es la idea que define lo exótico: es decir, todo aquello que no es blanco
Estados Unidos es un país de estereotipos. Imagino que los primeros anglosajones, los padres y madres fundadores, pensaban en las rígidas categorías de un fanatismo. Eran puritanos y congregacionalistas, y terminaron volviendo sospechoso todo lo ajeno y lo exótico. Imagino que en el origen de la democracia subyacen las distinciones puritanas. Tal vez la democracia es la hija de aquella intolerancia. Tal vez hasta la abstracción, la automatización y la digitalización se sostienen sobre un antiguo algoritmo de discriminaciones. En cuyo caso, los negros estarían muy jodidos, pues el problema racial no tendría solución. La policía sería el brazo armado de un mecanismo ciego y sordo.
Una buena manera de salirnos del círculo vicioso sería acusar a Derek Chauvin de homicidio y no de simple asesinato en tercer grado. Un gesto simbólico sería llevarlo a la silla eléctrica. Un primer paso sería la institución de reparaciones por el crimen impune de la esclavitud. Todo lo demás es más de lo mismo, y a los ultrajados no les quedará otro remedio que tomar las calles y volver a incendiar lo que ya había ardido antes. Pero, ¿qué clase de democracia es aquella en que solo las llamas, el saqueo y el caos nos ponen a salvo de la injusticia?
Nota: Este texto apareció originalmente en N.D.D.V., blog personal de Néstor Díaz de Villegas.
Publicado en El Estornudo