El caso de Silverio Portal, o ciertos vacíos del activismo en Cuba

El Estornudo
13 min readAug 10, 2020

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Silverio Portal / Foto tomada del Facebook de Lucinda González

Por Anamely Ramos

Llevaba semanas oyendo hablar en las redes de Silverio Portal. La noticia sobre la pérdida de la vista en uno de sus ojos, a causa de varias isquemias que había sufrido dentro de la cárcel, se repetía constantemente. La imagen de Silverio deambulaba una y otra vez, la misma imagen mil veces versionada, como recordatorio de una injusticia, pero también de una precariedad. Me acerqué al caso con la intención de colaborar en su liberación, quería indagar en unas supuestas tallas que Silverio hacía con maderas encontradas. La imposibilidad, al menos por ahora, de escribir sobre tal asunto, me hizo pensar en los obstáculos que aparecen en campañas como estas en nuestro país, así como otras cuestiones que atañen al activismo que se hace y se piensa sobre la marcha. Este texto desborda por tanto el caso de Silverio Portal e intenta reflexionar sobre las estrategias que necesitamos desarrollar, no solo para visibilizar la realidad de los presos políticos, sino para regenerar el tejido social fracturado.

Un ejemplo. Durante la campaña última por la liberación de Luis Manuel Otero Alcántara, circularon en todo momento imágenes nuevas del artista, luminosas casi todas, radiantes, y en cada una Luis parecía volver, contagiarnos con su alegría. La imagen de Silverio, por su parte, es como una ausencia o una fisura, tal como les gusta decir a los represores y a quienes justifican la represión. Recuerdo también que las dos fotos que circularon de Hansel Ernesto Hernández, a raíz de su muerte, tenían muy mala calidad, y hubo que hacer malabares con ellas. En ese caso, la propia calidad o elocuencia de la información, casi nula, era la evidencia misma de la marginalidad que la figura de Hansel representaba.

Se ha hablado justamente de las razones discriminatorias que pesan para que la condena de Silverio sea un hecho irrefutable: racismo, pobreza, vulnerabilidad política, avanzada edad. Yo añadiría unas cuantas más. Añadiría en primer lugar la desinformación sobre quién es esa persona, los obstáculos y vacíos para contar su historia. En cualquier caso, esa especie de imposibilidad que parece tomar forma en el caso de Silverio, o de otros presos políticos poco conocidos, revela nuevas contradicciones de fondo: complejas historias de vida, situaciones familiares disfuncionales, determinados códigos que muchas veces se resisten a la traducción mediática que implican las redes sociales.

No todos somos igual de atractivos para el público, pero muchas veces eso depende de quién o quiénes cuentan tu historia y se exponen junto a ti para mostrar lo interesante no solo de una vida o de un quehacer, sino de una relación, de un encuentro: yo y Silverio, yo y Silverio a través de Lucinda, Lucinda y Silverio a través de mí.

No sabía cómo iba a hacerlo, pero estaba claro que tenía que encontrar, dentro de lo típico, alguna excepción. A veces, el periodismo también es eso. En tales casos hay que hacer una labor de investigación, pero también de traducción o de construcción de la imagen que ahora tiene posibilidades de existir a partir de los datos revelados. Si no fuese así, las personas se enfrentarían a un relato o sujeto extraño, ajeno a ellos mismos; como un tabú, como un condensado de sentidos que se basa más en asociaciones irreflexivas que en argumentos racionales.

El caso de Silverio se mostraba claramente como una hondonada informativa, condenada a vagar por las redes sociales en un eterno bajo perfil. Sus más de dos años preso lo confirmaban. A veces no basta con condenar las injusticias, no basta con pedir que liberen a los presos políticos, como mismo no basta pedir un cambio para Cuba. Si usted pide un cambio para Cuba todas las semanas, puntualmente, y ni siquiera lo hace desde la inmediatez y la pregnancia que entraña el cuerpo o el uso de la performance como forma de comunicación simbólica; si usted pide un cambio para Cuba en las redes, sistemáticamente y de igual manera cada vez, corre el riesgo de naturalizar la exigencia, la pone al mismo nivel que la injustica. La hace cotidiana, pero no efectiva.

Es por eso que se debe tener mucho cuidado con desear y trabajar simplemente por una normalidad democrática en medio del totalitarismo. Esta puede llegar a cuenta gotas, y hasta puede aliviar las condiciones peligrosas en que muchos hacen su trabajo, pero no garantiza el extra necesario para cambiar el estado de cosas. No me refiero solo a cambiar un poder o varios poderes, sino a generar interés, participación, responsabilidad y entusiasmo, así en ese orden, por la cosa pública.

Luchar solo por la normalidad implica el riesgo de que el sistema consiga asimilarla poco a poco, y continúe inmóvil en su esencia autoritaria. Por supuesto que es importante modificar estructuras e instituciones, así como ir ejercitando formas y dinámicas menos verticalistas que ayuden a resquebrajar lógicas de dominio de muy larga data, anteriores incluso a la llamada Revolución. La alerta viene para que no se olvide que esas luchas, inclinadas a la democracia como ideal, muchas veces requieren la anuencia de maneras poco convencionales, y hasta bizarras, que no serían muy habituales en los prototipos democráticos que tenemos como referentes. También para que, una vez llegado el cambio, no se barra también con las formas culturales alternativas, muchas veces experimentales, que se generaron para combatir y subvertir el totalitarismo.

La relevancia que hoy tiene la figura de Silverio no es replicable en otros presos que ni siquiera sabemos que existen, o quiénes son. Al menos hasta el momento, la experiencia señala que la única forma de echar hacia adelante estas campañas de liberación pasa por el uso de tu nombre y prestigio personal o grupal, halando hacia ti la persona y la injusticia que se comete contra ella, como si se tratara de un señuelo. En este caso, no es cómodo, pero a veces es la única manera, la transitividad de la confianza. También tiene que ver con la disposición a compartir un poco el estigma, porque al final el estigma es eso: un acumulado de desinformación, medias verdades mezcladas con mentiras, la violencia que se ejerce sobre la historia de los otros, e incluso sobre sus errores, justo para que estos nunca sean corregidos o superados sino, al contrario, para que se conviertan en errores tipificados, en estereotipos. Así te aíslan.

Sin embargo, cuando alguien «limpio» se pone a tu lado, ese aislamiento empieza a resquebrajarse y comienza un proceso de ósmosis del cual ambos salen cambiados, en mayor o menor medida. Y muy importante: estos procesos empáticos, cada vez más frecuentes, hacen que sea la sociedad la que cambie lentamente sus paradigmas, sus estándares de corrección política, sus grados de tolerancia y de disposición al diálogo.

Se produce así una especie de reblandecimiento de los sintagmas políticos duros, firmes desde el punto de vista ideológico. Una sociedad que ha visto caer uno a uno sus bastiones inexpugnables, ha desarrollado también una enorme capacidad de ridículo y, al mismo tiempo, de permanecer de espaldas a ese ridículo y a quienes lo evidencian. Habría que averiguar más profundamente qué piensa la mayoría nacional no-opositora de la oposición cubana. Mientras, me atrevo a aventurar que hoy reaccionamos con desgano, o simplemente no lo hacemos, ante la enunciación de cualquier propuesta política abstracta, o incluso ante cualquier descripción de la realidad que incluya palabras tales como «comunismo», «capitalismo», «dictadura», «democracia», «libertad», «república», «izquierda», «derecha», etc.

La libertad, como mismo ocurre con la falta de ella, necesita encarnarse, tomar cuerpo, doler de cerca, pues en las sociedades totalitarias los sentidos colectivos han sido pervertidos por el poder, son su zona de confort. Apelar entonces al individuo no es un impulso liberal egoísta, ni tampoco un balbuceo religioso, es la manera más creíble, y viable, de inculpar al poder. En condiciones tan adversas como la nuestra, esos individuos adquieren un potencial mediático increíble, y comienzan a llevar sobre sus hombros las demandas sociales acumuladas durante años de baja representatividad ciudadana en las políticas públicas. Ellos son la punta de lanza de una guerra no librada a cabalidad, aguantada, y todos los que los apoyan, o incluso no le hacen resistencia, se convierten en los canales expeditos para su avance.

Para cualquiera que nos mire desde otros países, esta manera puede parecer precaria, o acaso menor. Para nosotros, es vital, pues el deterioro de instituciones y procedimientos democráticos, junto a una escalada inmensa de miedo y oportunismo a lo largo de varias décadas, ha provocado una especie de propensión desmedida a la sospecha y la paranoia, que solo puede ser traspasada desde esa confianza en primera persona, a escala familiar. No se trata de algo ingenuo o naif, sino del capital más realista y seguro que tenemos en este minuto: personas concretas de lado a lado del espectro social, atentas unas a las otras, dispuestas a tomar riesgos, incluso a intercambiar sus lugares o, al menos, a interpelarse mutuamente.

Lucinda González Gómez / Foto: Cortesía del autor

«Yo no digo mentiras, ni callo verdades». Estas palabras son de Lucinda González Gómez, la esposa de Silverio Portal. La llamo así porque es lo que es y lo que le gusta ser, aunque no se hayan casado formalmente, aunque no vivan juntos. Se han acompañado en medio de muchas cosas desagradables a las que ahora se agrega el encarcelamiento de Silverio por más de dos años.

«Yo quiero estar con él hasta cerrarle los ojos. Empezamos despacio porque él es tímido, le gusta decir que es negro bruto. Comenzamos con una amistad y nos fuimos acercando y acercando, pero no pasaba nada. Éramos como un equipo de dos. Como al año me dio un beso y ya. Fue un día que iban a meternos preso y cuando el guardia iba a llevarnos, él me besó. De alguna manera, nos unió ese peligro. No hubo tiempo de decir nada».

Me encontré con Lucinda en un café cool, cerca del Parque del Cristo. Pedimos unos jugos naturales, pues ella había caminado durante horas en busca de unos medicamentos para Silverio y una tía enferma. «No se apure», le dije, «nadie tiene apuro aquí».

Al probar el jugo hizo una mueca: «Este jugo no sabe a nada, no tiene ni gota de azúcar». «La pedimos enseguida, no se preocupe». La muchacha asintió sonriente y aun preguntó: «¿Azúcar morena?» Lucinda respondió al momento: «Nah, azúcar normal». Existen dos Cubas, o tres, si nos atenemos al reciente triunvirato de monedas que circulan por la isla. Con esa división, que se instaló por siempre, tendremos que contar en el futuro, para refundar el país y para comunicarnos con el otro. Saber qué quiere, cómo vive ese sector de la sociedad del que nos encontramos más lejos.

Como ya dije, quería confirmar con Lucinda la existencia de unas artesanías hechas por Silverio, ahora botadas en la basura. Quería convertir ese tema en el centro de mi texto, para mostrar, de ese modo, al individuo detrás del preso político, la sensibilidad del hombre enfermo que ha ido perdiendo la visión de ambos ojos.

Sin embargo, llevaba más de una hora hablando con Lucinda y el tema no fluía. Ella no les otorgaba mucha importancia a las artesanías. Había, por medio, tantas injusticias en estos años, tantas restricciones absurdas que le impedían ver a su marido desde febrero, o hablar con él siquiera por teléfono. Esa batalla constante contra el Estado hace que termines definiéndote en negativo, amparándote en lo que te sucedió, y desde ahí responder y denunciar.

Yo insistía: «¿Pero por fin él hace artesanías con desechos?» «Él no tiene patente, no puede vivir de esas cosas, así que les vende las maderas que encuentra a otros artesanos, que sí la tienen, para que hagan sus trabajos, son maderas preciosas, viste, él las ve botadas por ahí y las salva».

Solo esa imagen me entusiasmó: «Y.… esos artesanos, ¿usted los conoce? ¿Puede llevarme con ellos? Tal vez puedan hablarme de su relación con Silverio, de cómo él sabe identificar las maderas, de lo que significa para él encontrarlas». Lucinda me explicó que para Silverio se había vuelto algo natural, pues llevaba seis años denunciando todo lo que ocurría con los derrumbes en la Habana Vieja, acompañando a quienes se quedaban sin casa, protestando ante los desalojos.

Yo también amo la ciudad, padezco cada detalle de los edificios que se depauperan día a día ante nuestros ojos impotentes, así que esa nueva faceta develada me cautivó. Imaginé a Silverio caminando entre las ruinas, buscando todo aquello que pudiera ser todavía útil, hablando con la gente, ayudando.

Esto es parte de la historia. Cuando decides colaborar en la liberación de alguien que está preso injustamente, y que conviene que esté preso por razones políticas, tienes que hacer una especie de puente entre la opacidad de ese individuo, que no conoces de nada, y tú. Que él comience a llenarse de contenido, para comunicarlo luego a los demás, depende de tu capacidad para entender e imaginar sus circunstancias e identificarte en alguna medida con ellas. Lo haces para ti, en primer lugar, como confirmación de que tu acción es justa, pero también para llenar de sentido la misión cívica que te impones. Solo a través de esa empatía inicial podrás luego incluir a otros en el relato del afecto hacia la víctima.

Tal vez un procedimiento así viole las leyes del periodismo, pero desde el terreno del activismo es fundamental; el activismo tiene por fuerza que ser crédulo, en alguna medida. Cree en una o varias causas y las suma al cuerpo. No es suficiente con la defensa teórica de esas causas, hay que llevarlas al terreno de la experiencia y convertirlas en estilo de vida, lo que hace que ya la apuesta más alta posible se manifieste, sin necesidad de demostraciones o reconocimientos externos.

Es por eso que los activismos son especialmente vulnerables, transitan por un canal paralelo a la imparcialidad del periodismo o la necesidad de pruebas de las leyes. También van a contrapelo del sentido común, por lo que tampoco les es suficiente la apelación democrática al consenso. Siempre fuera de lugar, pasados de rosca, trayendo sentidos nuevos e intentando mostrarlos desde la propia vida, los activismos necesitan regenerarse desde todos los anclajes posibles, también desde el soporte espiritual que da el «yo te creo».

Cuando ya parecía que no venía al caso, Lucinda habló: «… pero tú sabes, él sí hace unas tallas con esas maderas, son unas figuritas flaquitas, bonitas, sí…» Yo parecía una cazadora furtiva: «¿Sí? Hábleme de ellas, ¿son personas?» «Casi siempre son personas, pero a veces también hace animales, había un elefante, creo. Tiene que ver con sus cosas religiosas porque él imagina a sus antepasados y entonces los talla, pero no hace nada con esas cosas, no las puede vender ni nada».

Pregunté de nuevo por las tallas, si podía verlas, si podíamos mostrarlas. Dígase arte o artesanía, y la maquinaria funcional de esa institución parece activarse sola, poner en marcha sus mecanismos de probada efectividad, construir los significados, unirlos a la materia y las expectativas de un público potencial.

¿Será verdad que el arte salva? ¿Será que ese poder redentor puede intervenir en el poder concreto que hoy se cierne sobre Silverio preso, condenado ya, opositor de un Estado que ni siquiera reconoce tener presos políticos? Recordé nuevamente la campaña por la liberación de Luis Manuel Otero, las eternas discusiones sobre su condición de artista y el señalamiento que muchos hacían de que eso no era lo más importante, pues, artista o no, lo que estaba ocurriendo con él era una arbitrariedad inaceptable.

Me daba cuenta de que el caso de Silverio era diferente, acaso inverso. Meterlo de repente en esa franja social del mundo del arte significaba jugar la carta bajo la manga, hacerlo visible a un sector que es muy endogámico y, al mismo tiempo, expansivo. Si ese sector miraba a Silverio, meditaba alrededor de él y de su condición, y lo reconocía, al menos en el terreno de la duda, ya la batalla estaba ganada. No se trata de más o menos arte, se trata de generar relación, de encontrar vasos comunicantes en medio de un tejido social fracturado. Se trata de que algo, tipo milagro, nos acerque de nuevo a la responsabilidad que deberíamos tener por default, nos arroje a la condición de ciudadanos: mirar más allá de nuestras narices, que el lugar que tenemos, los derechos y deberes que tenemos, emerjan de una comunidad similar de accesos y retribuciones. Poder dar y recibir de manera más natural. ¿Quién no quiere eso para Cuba? ¿Quién en su sano juicio aprobaría a estas alturas que un Estado monopolice incluso la solidaridad?

Conseguir las tallas de madera de Silverio iba a ser difícil. Algunos problemas familiares dificultan el acceso de Lucinda al cuarto que Silverio tiene en el antiguo Hotel Bristol. «Y.… ¿al menos unas fotos? Si al menos pudiera verlas en fotos, ya sería algo». Lucinda no prometió nada, pero dijo que haría lo posible.

Me calmé, traté de entender qué pasaba por su cabeza. Ella también tuvo que enfrentar a su familia por defender la idea de un cambio para su país. Primero fueron sus padres, quienes estuvieron en la clandestinidad, y después también sus hijos. «Imagínate, que en la Sierra Maestra hay una escuela con el nombre de mi bisabuela: Caridad Pérez Pérez. Pero, bueno, con mis padres fue más fácil, solo me preguntaron: «¿Usted cree en eso? Pues defiéndalo». Al final siempre se impone la razón y el sentido común, por encima de adoctrinamientos e imposiciones. Mis hijos terminaron por darse cuenta solos de lo que pasa. Es lo que trato de reflejar cuando protesto en la calle. No grito «Abajo la dictadura» o «Abajo los Castro», sino «Viva la libertad», «Más comida para todos…»; cosas que puedan conectar con la gente. He tenido hasta personas de la Seguridad del Estado grabándome y me han dicho que sí con la cabeza».

Mientras más Lucinda habla, más me reconozco en ella. Comienzo a dudar de mi teoría sobre las dos o tres Cuba. Creo, ahora, que si Lucinda y la muchacha de la azúcar morena pudieran hablar, hallarían también muchos puntos en común entre ambas. Todo está contaminado, más para bien que para mal.

La conversación pasa por muchos temas, y lo único claro es que no tendré muchos más datos sobre las tallas, pero ya me siento capacitada para presentar la figura de Silverio dondequiera que vaya. Ya tengo argumentos más que suficientes para pedir y exigir por él en cualquier lugar.

Para aquellos que aún carecen de ellos, repito: Silverio Portal Contreras está preso desde hace poco más de dos años. Su esposa Lucinda lo espera, y teme por su salud y por las condiciones físicas en que pueda regresar. La situación de Silverio resalta hoy entre más de 130 presos de conciencia, según el sindicato de presos políticos que coordina Iván Hernández Carrillo. La pregunta es simple: ¿ese el país en el que queremos vivir?

A fines de julio, Lucinda fue a ver a Silverio y, una vez más, no pudo entrar a la prisión. Al salir, dijo algo que resume magistralmente la ficción que puede generarse entre nosotros a través de las redes sociales, donde parece que fluye una Cuba distinta a la que sufrimos todos los días: «Yo no me siento sola, pero hoy, aquí, estoy sola».

Publicado originalmente en El Estornudo

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