El arte de la guerra sucia
Transcurría el año 2000. Mi madre se había ido a México a trabajar por un tiempo después de mucho pensarlo y analizarlo. Nos dejaba solos a mi hermana y a mí en un momento complicado de nuestras vidas, pero la retribución que obtendría por ese trabajo, a pesar de que se tratara solamente de cuatro kilos, haría una diferencia de la noche al día para nuestra maltrecha economía familiar.
Yo acababa de becarme en septiembre anterior y mi hermana estaba en quinto año del ISDI, haciendo su tesis. El escenario era complicado. Una joven que terminaba sus estudios superiores, llena de expectativas profesionales, y un adolescente que llegaba de pase los fines de semana, con ganas, acumuladas durante seis días internado, de comerse la noche, la fiesta y la pista de baile.
Me tocó en ese entonces vivir una situación complejísima. El chamaco con el que más pasaba el tiempo, exactamente de mi edad, tenía la misma afición adolescente que yo: vestir botas de suela alta y franja metálica en el tacón, jeans o pantalón campana, camisetas ajustadas y bailar… hacer pequeñas coreografías rodeados de gente, en un estilo que combinaba al John Travolta de Saturday Night Fever, con los pasillos del show televisivo norteamericano Soul Train y Michael Jackson. Pero el chamaco tenía un «problema» a los ojos de la ortodoxia familiar y amistosa del barrio (que se sentía obligada a cuidar de mí, ya que mi madre no estaba en Cuba): vivía en el Canal del Cerro.
Mi amigo era mulato de los que «pasa por blanco», como se decía y se dice aún como forma extendida de racismo. Por supuesto que ni andábamos delinquiendo, ni en peleas, ni molestando a nadie; solamente nos interesaba el baile, las muchachas, los amigos y el baile de nuevo. La noticia llegó pronto a oídos de mi padre, lo que me llevó a vivir uno de los sucesos más desagradables y reveladores de mi vida.
Una tarde de sábado había acompañado a mi amigo a las tiendas de Centro Habana para que se comprara un par de chancletas. Pasamos por casa de mi padre y mi abuela, en el mismo barrio, a tomar agua y a que se conocieran. Ingenuamente ese encuentro me hacía ilusión.
Desde la llegada, el rostro de mi padre no hizo más que aumentar una tensión incomodísima que no permitía que la conversación fluyera naturalmente, como otras veces. Luego de que tomamos agua, mi padre me pidió que lo acompañara afuera y le pidió a mi amigo que nos diera unos minutos en privado de modo un poco descortés.
Salimos por el pasillo hasta la acera y trepamos la pierna derecha sobre la baranda de hierro que se encuentra a la izquierda en el borde de la acera, como hacíamos siempre que quería decirme «cosas importantes». Comenzó a hablar. Me dijo: «Enano… tú no sabes el sacrificio que hemos hecho tu mamá y yo para que no te vuelvas un comemierda. Yo he sufrido mucho… Y estoy dispuesto a llorar». Comenzó a llorar (fue la única vez que vi a mi padre llorar) y me dijo: «!¿Qué pinga te pasa?!» Quedé paralizado al oírlo decirme eso, y me espantó también la única bofetada que me dio en la vida. De niño solo me daba nalgadas y yo me orinaba. Se abalanzó después sobre mi pelo y me despeinó diciendo: «!El pelo de pinga ese. Pareces un maricón!» Yo ya lloraba también e intentaba esquivar los golpes que me seguía lanzando.
Mi amigo salió corriendo al escuchar la algarabía. Mi padre se le quiso tirar encima y afortunadamente lo pude retener con mis brazos y mi poca fuerza. Mi padre era un hombre honesto y nada abusador, pero por un instante reaccionó de modo irracional. Mi amigo no dio un paso atrás ni dejó de mirarle a los ojos. Mi padre lo ofendió diciéndole mil barbaridades, pero él no le respondió. Le imploré con la mirada que se fuera. Entendió y eso hizo.
Cuando ya se había alejado lo suficiente, mi padre me miró nuevamente y me dijo: «Cuando Fidel Castro estaba planeando el asalto al Cuartel Moncada, reclutó gente de toda La Habana, menos del Canal del Cerro…»
Jamás olvidaré esas palabras y lo que me revelaron. «El arte de la guerra sucia» es ese: fabricar enemistades entre quienes teóricamente no están en el campo de batalla y de hecho se estiman, mientras la guerra declarada oficialmente es realmente un protocolo financiero y una terapia sentimental de viejos conocidos. Mi padre pasó por encima de sus principios aquella vez, sintió la necesidad de ser más revolucionario que padre. Mi padre, que era un buen hombre, intentó solucionar un conflicto familiar convirtiéndolo en un problema político. Eso, aunque nunca dejé de amarlo, nos alejó un poco más.
***
El arte de la guerra, ese texto poético con más de 2500 años de antigüedad, escrito por el general imperial chino Sun Tzu, proporciona una de las ópticas más sensatas para entender la Cuba de los últimos 62 años. En sus páginas se pueden encontrar elementos que ayudarían a leer el conflicto político generado por la revolución cubana escapando de los lugares comunes. Se puede abrir un agujerillo sobre la nata romántica y fragante que cubre a la utopía, y mirar la verdadera naturaleza de esas aguas revolucionarias en que millones de ciudadanos nadan como guajacones y alevines, cuya existencia dependen de la ferocidad, diplomática o gansteril, de los peces gordos que controlan el estanque y que tienen siempre la última palabra dentro del ecosistema.
Una de las sentencias más exactas de este tratado poético y militarista dice que «los que no son totalmente conscientes de la desventaja de servirse de las armas no pueden ser totalmente conscientes de las ventajas de utilizarlas». Como las armas están lejos de ser solamente las armas de fuego, las blancas, o los palos de las Brigadas de Respuesta Rápida, «el arte de la guerra sucia» practicado en Cuba se basa en un tratado diferente y en una moral otra, por mucha relación que guarde con el arte de la guerra original. No tiene sentido tratar de desentrañar su letra. Lo más importante es no perder de vista que se basa en aparentar que se libra una guerra cuando realmente se libra otra.
El embargo ha sido una calamidad en muchos sentidos para los cubanos comunes y corrientes que viven en la isla. Por un lado, es un paquete de sanciones comerciales contra el gobierno cubano, perfectamente hilvanado dentro del organigrama de la política exterior de la Casa Blanca. Es un apéndice, impulsado por políticos de origen cubano en el Congreso, con el cual Estados Unidos garantizó la puesta en jaque de Cuba como ficha en el tablero de la Guerra Fría, y que hoy sobrevive por cuestiones relacionadas con las finanzas y las soberbias. Por otro lado, el gobierno cubano ha usado el carácter mediático y polémico de este coctel egoísta de sanciones político-económicas para justificar su incapacidad y falta de voluntad para propiciar una economía mínimamente dinámica al interior del país. Del mismo modo, el embargo ha sido usado una y otra vez como el tapón que impide una discusión seria en torno a la falta de libertad de expresión en la isla y la criminalización de todo ejercicio intelectual, estético y cotidiano que no sirva de algún modo para legitimar el dogma programático del Partido Comunista. Por último, el embargo justifica perjuicios al cubano común, generados tanto desde el Congreso como desde el Comité Central del PCC. Por esto, muchos desarrollan el Síndrome de Estocolmo ante un proceder gubernamental u otro, depositando fe política en una manipulación u otra. Así de traumatizado está un pueblo. El embargo está diseñado para que no desaparezca. Ambos responsables de dicha política tienen intereses comprometidos.
Del lado estadounidense hay un grupo cubanoamericano de poder que se ha beneficiado por décadas con los astronómicos capitales provenientes del presupuesto estatal. Garantizan ese flujo gracias a que se ocupan absolutamente del tema Cuba en el Congreso. Además, participan de una confrontación simbólica que, aunque alimente pocos egos y joda muchas vidas, les hace sentir que le están haciendo frente a la familia Castro y sus aliados. Jamás dejarán ir semejante motivo vital.
Del lado cubano el gobierno tiene la coartada perfecta. Entre la condición de país tercermundista, de gobierno comprometido con una utopía, y de país bloqueado, tienen el material perfecto para espectacularizar la imagen del país en el mundo. La revolución decidió nacionalizar empresas, centralizar la economía, enterrar tradiciones y conocimientos, interrumpir y satanizar casi toda la gestión económica no estatal, y vivir de los intercambios comerciales caritativos, desproporcionados e insuficientes con la URSS y los aliados que vinieron luego de la caída del campo socialista. Luce más interesante y conmovedor el relato de que el embargo es el responsable de la ineficiencia de la economía nacional, tiene más gancho publicitario.
***
El pasado 11 de Julio miles de cubanos en toda la isla tomaron las calles para reclamar, en medio de un absoluto desespero, lo que les impide realmente hacerse de alimentos, medicinas y seguridad: la libertad. El desastre nacional no se debe solamente a la incapacidad del gobierno en todos los aspectos, sino también a que los ciudadanos comunes, más allá de los funcionarios, no tienen derecho a participar de la vida pública, así sea para equivocarse. Por eso la gente tomó la calle. No por hambre estomacal, sino por «Hambre de Ser», como dijera Octavio Paz.
La mayor evidencia de que la guerra la libra el estado contra el pueblo está en que quienesreprimieron a los manifestantes fundamentalmente fueron policías, soldados de las fuerzas armadas y efectivos de las tropas especiales. O sea, los que supuestamente protegen al ciudadano.
Las personas detenidas fueron condenadas en juicios sumarios sin derecho a abogados. La burocracia estatal ralentizó la localización de los detenidos y obstruyó miles de gestiones en favor de esas personas. Los medios de comunicación controlados por el estado, funcionarios estatales de alto nivel y artistas e intelectuales posicionados del lado del gobierno y de las acciones tomadas por este, comparten, propagan e intentan imponer la idea de que toda la situación ha sido orquestada desde los Estados Unidos por organizaciones criminales, manejando altos presupuestos y tecnología de punta. Mientras, el gobierno corta los servicios de internet, impone prisión domiciliaria a artistas, activistas y periodistas de medios no estatales, o los detiene en plena calle, fabrica casos comunes para penalizar por asuntos de raíz política y acusa de modo delirante a personas de cometer delitos contra la Seguridad del Estado.
Estos delitos nunca han sido acciones que impliquen la violencia o la confrontación armada contra el gobierno (como fuera, por ejemplo, el asalto al Cuartel Moncada en 1953). Pensar Cuba fuera de la lógica del Partido Comunista es el gran delito contra la Seguridad del Estado. El poder en Cuba creó desde 1959 estructuras e instituciones militares y paramilitares que en teoría tienen por objetivo defender a la nación de un ataque que debe venir de fuera. Lo cierto es que las acciones combativas de estos cuerpos han sido mayoritariamente contra las propias personas que se supone deben defender, del mismo modo en que el Pacto de Varsovia entre los países del campo socialista se dio para proteger al Bloque del Este ante la creación de la OTAN en 1955, pero sus acciones consistieron en intervenir militarmente naciones firmantes del propio pacto (Hungría en 1956 y Checoslovaquia en 1968), inmiscuyéndose en sus asuntos internos y aplastando su derecho a gestionar con autonomía su realidad social.
La frialdad de este tipo de guerra implica los disparos de balas mortíferas que no son proyectiles cargados de pólvora. En 2003 el gobierno cubano encarceló a 75 personas por llevar a cabo un proyecto de participación ciudadana basado en un acápite constitucional. Ignoraron la propia carta magna, apelaron a tecnicismos convenientes y condenaron, como chivos expiatorios, a un grupo de ciudadanos con el objetivo de aterrorizar a quienes en el futuro pudieran pensar en algo similar. Disfrazaron un acto de injusticia abusiva como reacción ante la injerencia estadounidense en los asuntos internos del país, pero no tomaron ninguna medida judicial contra los funcionarios de la Oficina de Intereses supuestamente implicados.
Sun Tzu dice también en El arte de la guerra: «Las armas son instrumentos de mala suerte; emplearlas por mucho tiempo producirá calamidades. Como se ha dicho: “Los que a hierro matan, a hierro mueren”. Cuando tus tropas están desanimadas, tu espada embotada, agotadas tus fuerzas y tus suministros son escasos, hasta los tuyos se aprovecharán de tu debilidad para sublevarse. Entonces, aunque tengas consejeros sabios, al final no podrás hacer que las cosas salgan bien».
Esta sentencia se podría abrazar como una premonición tranquilamente, si no fuera porque no se trata del arte de la guerra a secas; se trata del arte de la guerra sucia. Buena parte de la audiencia internacional y nacional ve la escenificación de la «defensa» que el gobierno cubano lleva a cabo ante ese enemigo que es muy abstracto, aunque insistan en señalarlo de modo enfermizo y rumiante. Mientras, entre telones, en los camerinos y la tramoya, el gobierno, director teatral, ataca y aniquila a los actores de reparto, utileros y otros marginados que no aparecen en escena para que sus cicatrices y testimonios no evidencien la brutalidad y el abuso de esa guerra real que esconden tras otra falsa.
«El arte de la guerra sucia» es también el arte de saber vender justicias rentables, precisamente porque son injusticias que se producen moliendo carne y emociones, empanizándolas luego con el pan rayado y viejo del fundamentalismo. El mundo sigue lleno de gente hipócrita, egoísta y sin escrúpulos, que se muere por esas albóndigas. Gente que se conforma con lo que el mundo parece, e ignora lo que el mundo es.
Publicado originalmente en El Estornudo.