Cuando México declara su odio contra sí mismo…
Y ese odio es amor. O #AMLOVE, según la etiqueta que hicieron tendencia en redes sociales los seguidores de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) para las elecciones del 1 de julio.
El odio es la materia prima. Después viene un publicista de campaña y dice que todo ese magma tiene que embalarse y venderse como amor y que la realidad, esa selva o ese páramo, debe conducir inexorablemente a la consagración de un hombre. Y así tenemos al candidato que enamora a la masa. Pero, si miramos con atención, los recientes comicios fueron más bien una «declaración de odio» de al menos el 53 por ciento de los votantes contra el México actual. Un país que, si se ama a sí mismo, no puede más que odiarse.
El gesto tiene resonancias poéticas. Efraín Huerta — un clásico que, por otro lado, fue un hombre de su tiempo, tan urbano y comunista como homofóbico — escribió en 1937 su alegato contra la Ciudad de México: «Te declaramos nuestro odio, magnífica ciudad./ A ti, a tus tristes y vulgarísimos burgueses,/ a tus chicas de aire, caramelos y films americanos,/ a tus juventudes ice cream rellenas de basura,/ a tus desenfrenados maricones que devastan las escuelas, la plaza Garibaldi, la viva y venenosa calle de San Juan de Letrán./ Te declaramos nuestro odio perfeccionado a fuerza de sentirte cada día más inmensa,/ cada hora más blanda, cada línea más brusca».
Ahora los mexicanos fueron mucho más lejos. Declararon su odio contra los partidos tradicionales y el Pacto por México que renovó hace seis años la complicidad de la clase política y la oligarquía para que el Partido Revolucionario Institucional (PRI) volviera al poder con un cheque de cobro revertido que debía culminar, con sus «reformas estructurales», la desregulación neoliberal iniciada en los 80 y 90 por los gobiernos de Carlos Salinas de Gortari y Ernesto Zedillo. Su odio contra el priismo que rigió autoritaria, perfectamente los últimos 70 años del siglo XX gracias a una racionalidad nacionalista que marginaría a los pueblos originarios, articuló un relato mestizo para encubrir el clasismo y el racismo sistemáticos y produjo una lánguida clase media que vio a sus hijos organizarse en el 68 pero consintió la matanza de Tlatelolco sin que el país estallara en millones de fragmentos y se convirtiera, a falta de mejor cosa, en un montón de basura cósmica1. Su odio contra la falsa alternativa del Partido Acción Nacional (PAN) — que prevaleció anodinamente entre 2000 y 2012 — y contra la inoperancia del cuasi extinto Partido de la Revolución Democrática (PRD).
El odio contra un país con 53,4 millones de pobres (43,6 por ciento) y 9,4 millones de habitantes en la pobreza extrema; contra un modelo económico globalista que favorece la concentración de riquezas a un ritmo astronómicamente superior al crecimiento del PIB general, configurando un escenario en que las diez primeras fortunas equivalen al 50 por ciento más humilde de la población mientras que dos tercios de la riqueza total y hasta el 80 por ciento de los activos financieros corresponden al 10 por ciento de las familias; contra una época que ya cuenta decenas de miles de desapariciones forzadas2 y casi 250 mil muertos por la violencia desde que el presidente Felipe Calderón lanzara en 2006 su «guerra contra el narcotráfico»; contra un Estado que muchos consideran fallido, socavado por el centralismo y la corrupción política; contra un sistema judicial en que, se estima, apenas llega a denunciarse el tres por ciento de los delitos y, de ellos, a lo sumo el 10 por ciento deriva en sentencia firme; contra ese otro Estado, tan posmoderno como medieval, que es el Narco, cuyas organizaciones libran un conflicto de baja intensidad, reticular y orgánico, con picos de violencia apocalíptica, al tiempo que modelan las aspiraciones de miles de jóvenes postergados, zombis urbanos de Iztapalapa o rurales sembradores de amapola, que integran el Ejército de Reserva del Capital Criminal Organizado; contra una sociedad asolada por el feminicidio3, el conservadurismo de amplias capas de bienaventurados chupacirios, la obesidad y el sedentarismo del funcionariado, el asesinato de periodistas y el control estatal y corporativo de la prensa mediante el gasto publicitario, el hostigamiento a defensores de derechos humanos, las «ejecuciones extrajudiciales», la «tortura y otros malos tratos»; en fin, contra todos esos gigantescos detalles que afligen al hermoso y rico y afable y esforzado país que también es México.
Del quiebre existencial que supone ese amor-odio de los votantes, surge, como si se abriera una caja de Pandora, la posibilidad de todos los errores, incluidos el autoengaño colectivo y el despotismo individual, pero también la esperanza.
Ciudad de México. 1 de julio.
En la madrugada, las avenidas que cruzan el centro de la Ciudad de México vieron un torrente de coches, motocicletas y fastuosas o desvencijadas camionetas que se disolvían en una locura de cláxones, luces refractarias y voces hirsutas disparadas contra la noche a través de los megáfonos y cientos de manos en forma de bocina. Nosotros observábamos el espectáculo desde la cola del trolebús, adonde había ido a dar todo aquel que asistió en el Zócalo al discurso triunfal del futuro presidente de México y que ahora no tenía mejor forma de regresar a casa.
La gente amplificaba la música de sus autos y algunos sacaban sus cuerpos por las ventanillas para gritar más fuerte, agitar los brazos y enseguida abrirlos como si estuvieran a punto de abrazar a alguien que, por supuesto, no estaba allí, suspendido en el aire, moviéndose en paralelo al vehículo. A veces la procesión se detenía en un breve embotellamiento y entonces los de la acera aprovechaban para responder las consignas y devolverle aquellos abrazos distantes a la gente de los autos.
A cada rato, como en el Zócalo, se escuchaba el sonsonete: «Es un honooor estar con Obrador; es un honooor…». La cantilena intentaba reivindicar algo, pero tenía una insoslayable nota clasista. En todo caso, así era como aquellas personas habían elegido celebrar su victoria, amasar su esperanza.
Junto a la parada del trole, uno de los indigentes arrebujados sobre cajas de cartón, bajo mil frazadas roñosas, levantaba de vez en cuando la cabeza y gritaba: «Quiero dormir».
II
En abril, Juan Villoro dijo: «La esperanza en México está en bancarrota». El escritor, que antes apoyó la candidatura independiente de la indígena Marichuy, resultaba ahora casi tan saludablemente cínico como el griego Diógenes, si no fuera porque Villoro hablaba no desde la boca de un tonel sino desde su morada en Coyoacán. Cuando ya no hay nada que hacer, el intelectual siempre tiene algo que decir.
En los meses siguientes López Obrador fue abriendo en las encuestas una franja porcentual que auguraba un giro en el orden de las cosas. AMLO — un sujeto de izquierdas, pragmático, un «peje» curtido en las aguas políticas que gobernó la capital, luego perdió sospechosamente las elecciones federales de 2006, y más tarde, sin dudas, las de 2012 — tampoco satisfacía, ni satisface, a los más exigentes o radicales (véase el zapatismo).
Sin embargo, ese 53 por ciento de votantes que en definitiva lo eligió se ha descubierto, muy probablemente, instalado en la esperanza desde hace varias semanas.
Hay ahí buena parte de una generación millenial que terminó por encontrarse consigo misma, al filo de la catástrofe, cuando en septiembre último salió a las calles para restañar, desbordando las estructuras estatales, el horror infligido por el terremoto más cruel desde 1985. Luego regresaron a sus vidas, y a sus redes sociales, donde la campaña de AMLO, por cierto, sacó una notable ventaja4.
La esperanza es un estado perfectamente viral: basta con un sustento racional mínimo para que su onda expansiva progrese con buen viento, impregne el paisaje anodino de ayer y revitalice a la gente como un gas invisible y benéfico. Es irrefutable, excepto por lo amenazante y, de hecho, altamente tóxica que puede resultar cualquier esperanza colectiva para quien no la comparte. O sea, probablemente, para el 43 por ciento de los mexicanos que prefirió otro candidato.
Ciudad de México. 1 de julio.
Los sondeos aseguraban que los votantes dejarían en esta ocasión de ser los históricos cautivos de una especie de síndrome de Estocolmo5, pero el sábado de «ley seca» antes del domingo electoral aún se cernía la duda de siempre. ¿Habría robo? «No lo creo, ya no pueden», decía a sus invitados un conocido escritor mexicano, arrellanado bajo un árbol en el patio de su casa, entre un partido y otro del Mundial de Rusia 2018. «Operativos de fraude locales, estatales, eso sí», agregó.
A la mañana siguiente, el taxista que me recogió sobre el Eje Central de la Ciudad de México empezó a hablar, bajando el volumen de su radio, como si un segundo antes hubiera explotado algún dique en su cabeza. Deseaba el triunfo de AMLO pero estaba convencido de que no lo dejarían: el PRI y el gobierno le iban a afanar la victoria otra vez. «Veremos», dije.
A los pocos minutos bajé casualmente en La Morena, Colonia Narvarte. Mientras pulsaba el timbre en casa de un amigo, me pregunté si el taxista habría reparado en el nombre de esa calle y si habría tomado el destino de nuestro corto viaje, más allá de las intenciones de voto y las garantías del Instituto Nacional Electoral, como una axiomática y tranquilizadora premonición.
III
Nada sugería en noviembre de 2014, mi primera vez en el país, una victoria de Andrés Manuel López Obrador y su partido, Morena6, a la vuelta de cuatro años. Sus rivales tenían consigo el aparato del estado y la gran prensa, habían reacomodado el escenario político con el Pacto por México y dominaban ampliamente el versátil arte de «ganar» elecciones.
La clase media se reía de sí misma en las salas oscuras de Cinépolis con La dictadura perfecta, un filme satírico que reflejaba las rocambolescas tramas de compadrazgo entre la política y los medios hegemónicos mexicanos. La denuncia estaba allí, pero los consumidores estaban invitados por el marketing, más que nada, a pasar un rato divertido con sus propias miserias políticas, a saber, con la alusión a la connivencia entre Televisa y un PRI que pretendió lavarse la cara con el candidato perfecto que, presuntamente, había sido dos años antes Enrique Peña Nieto.
Otra novela en pleno desarrollo era por entonces la que involucraba, una vez más, al Presidente y a su esposa, «La Gaviota»7, en una serie de velados pasos y conflictos de intereses que conducían a un desenlace escandaloso: la adquisición de una mansión valorada en siete millones de dólares. Los medios más influyentes comenzaban a informar, arrastrados por un equipo de periodistas independientes, pero cualquiera podía ver que el affaire se apaciguaría tarde o temprano y que, de cualquier manera, continuaría estando a la mano el socorrido argumento de la responsabilidad personal del mandatario (jamás del sistema), algo que ya se corregiría con un nuevo gobernante priista o panista, este sí, honesto, eficiente, ilustrado, para el próximo sexenio.
Entretanto, una convulsión atravesaba el inconsciente colectivo de la mayoría de los mexicanos. La evidencia, con el asesinato de los 43 normalistas de Ayotzinapa, de que el mito poético de la «muerte sin fin» arraigaba en pleno siglo XXI como una bacanal de crímenes insaciable. La estocástica de las desapariciones forzadas y los homicidios impunes, muchas veces cobijados por el Estado, sugería que ningún ciudadano estaba a salvo.
En las calles del DF, el 20 de noviembre de 2014, durante la megamarcha por los 43 de Ayotzinapa en el aniversario de la Revolución, no se escuchó demasiado el nombre de Andrés Manuel López Obrador. Se hablaba, por ejemplo, del Raúl Vera, obispo de Saltillo. AMLO había perdido dos elecciones seguidas, incluso el viejo PRI había tenido su revival luego de 12 años; dentro del «juego democrático» no parecía haber oportunidad para el cambio y, mucho menos, si se apostaba por jugadores habituales. Según los más radicales, AMLO no era ya una respuesta viable para la masa de descontentos. La ira generada por la desaparición de los 43 debía conducir ahora o nunca más allá de los límites de la partidocracia. En los momentos críticos, siempre había aparecido en México la figura ambigua pero estremecedora de un cura o un caudillo. AMLO, creyente declarado y, a su modo, un líder carismático, no era sin embargo ninguna de esas dos cosas.
Pero el fuego avivado por Ayotzinapa, con los meses, se fue sosegando y el asunto salió de las primeras planas de la política nacional, como también fueron moderándose, y en la gran prensa casi se apagaron, los vertiginosos incendios sociales motivados por las «reformas estructurales» del gobierno: las movilizaciones en 2016 de los maestros de la Coordinadora Nacional de Trabajadores de la Educación (CNTE) y la represión policial en la localidad oaxaqueña de Nochixtlán, o las protestas a inicios de 2017 por el alza de precios del combustible conocida como el «gasolinazo». El mismo efímero ciclo de estallido y encubrimiento cumplieron en la opinión pública mexicana los escándalos por corrupción de priistas como Javier Duarte, exgobernador de Veracruz; el trasnacional «caso Odebrecht», o la «estafa maestra» develada por Animal Político.
En un país cada vez más acostumbrado a las crisis instantáneas que solapan con su bulla los padecimientos crónicos; en una época cuya relativa estabilidad capitaliza, pese a todo, siniestras válvulas de escape como el crimen organizado y la migración masiva; en México, desde hace mucho tiempo, nadie espera una revolución.
Así que la reciente sucesión de episodios nacionales funestos, la constatación poco menos que científica de un gobierno fracasado y el ruido de fondo generado por la exclusión histórica de amplios sectores sociales, no derivarían en otra cosa para este 2018 que en la elección de la única alternativa realista que nunca antes gobernó el país.
Ciudad de México. 1 de julio.
Frente al estacionamiento del edificio 635 de la calle Doctor Barragán, esquina a Avenida Universidad, Colonia Narvarte, había vecinos esperando, en tres filas organizadas por orden alfabético, desde mucho antes de que abrieran las casillas. Después de las 9:00 am las columnas progresaban a buen ritmo, y se cumplía el cotejo de datos y la inscripción a lo largo de unas mesas donde los voluntarios verificaban las diferentes etapas del trámite. Cada quien recibía un sello en la cédula de identidad y una mancha de tinta indeleble en el pulgar.
Una vez con sus boletas en mano, los electores iban a sumergir el torso y la cabeza en el interior de una portátil armazón de patas metálicas con una superficie horizontal que hacía las veces de escritorio y unas cortinillas plásticas (donde se leía: EL VOTO ES LIBRE Y SECRETO). Invariablemente, quedaba a la vista el trasero de los ciudadanos. Boletas para Presidencia, Diputaciones federales, Senadurías, Jefatura de Gobierno de la CDMX, Diputaciones al Congreso de la CDMX.
A las 2:00 pm, María Tzuc Dzib llevaba más de cuatro horas en una fila de varias cuadras de largo y aún le faltaba casi un centenar de metros para entrar a la casilla especial de Iztacalco. Su novio se había marchado a casa desde las 10:30 am, pero ella había decidido continuar bajo el sol, presta a hacerse contar en cada nuevo escrutinio de la cola.
En los módulos habilitados para ciudadanos en tránsito (digamos, gente del interior que está de visita, en trance hospitalario con algún familiar o que simplemente habita y trabaja en la capital sin cambiar aún de cédula) no pueden ejercer su derecho al sufragio más de 750 almas. Pueden votar, sin embargo, personas que legalmente viven en otras zonas de la propia urbe y que, por la razón que sea, se han desplazado el domingo electoral, lo cual desvirtuaría el sentido de estas casillas, si no fuera por el hecho bastante evidente de que estas casillas están desvirtuadas, desde el principio, por una franca razón aritmética. La Ciudad de México, hija del centralismo y el desarrollo desigual, acumula una inmensa población flotante y en cualquier punto de su entramado se concentran miles de anónimos y presurosos habitantes de paso.
Más allá del hombre o la mujer que recibió en su mano — gracias a un plumón con tinta permanente — el número 750, había cientos de otros hombres y mujeres que no comprendieron nada o que, de cualquier manera, no perdían la esperanza de que, al final, los dejaran votar.
Otros que tampoco tenían número avanzaban camuflados en la cola. De hecho, algunos intentaron entrar al local de votaciones como si tal cosa y, al ser descubiertos, comenzaron a jurar que iban detrás que aquella señora o del señor de la chamarra oscura, o que su turno se pasó porque fueron en busca de un baño en los alrededores. Cuando les pidieron que mostraran sus números, se negaron y adujeron que eso no importaba demasiado porque ellos también llevaban horas y horas haciendo la fila. Las autoridades no intervenían. Entonces alguien, numerado, preguntó en voz alta: «¿Los sacan ustedes o los sacamos nosotros?», mientras otros volvían a notificar, a gritos, el tiempo aguantado bajo el sol. Había allí unos cuantos madrugadores. De pronto, madrugar se convertía en virtud cívica cardinal, en acto patriótico. Quienes se ubicaban más atrás en la cola escuchaban ahora un coro sincopado: «Fuera, fuera, fuera…». Entonces, desde allá, algunos comenzaron a vocear: «Fuera… Queremos votar…», sin saber bien qué es lo que ocurría adelante.
Existía la sospecha de que alguna agrupación política pudiera estar infiltrando electores para escamotear el saldo definitivo de la jornada, pero lo que resultaba indudable es que había más personas votando que seis años antes.
María Tzuc Dzib, joven maya de Yucatán, máster en Antropología, tenía marcado un 574 debajo del pulgar de su mano derecha. Este 1 de julio, temprano, se dirigió a otro sitio, pero ya estaba colmado de gente, así que corrió hasta aquí para alcanzar uno de los 750 cupos. La cifra era ridícula.
Cuando aún restaban cuatro horas para el cierre oficial de los comicios, una mujer llegó hasta la puerta de la casilla especial de Iztacalco y escuchó un instante las explicaciones que ofrecía un funcionario del INE: las escasas 750 boletas se debían a la encomiable intención de que nadie pudiera votar dos veces, en otro sitio primero y luego en este. La mujer entonces intervino para decir lo obvio, que la única razón para no llegar antes de las ocho o las nueve de la mañana no era que la gente hubiera estado votando en otra parte, sino que, por ejemplo, ella se había ocupado de inaplazables tareas profesionales, y que antes y después de eso tuvo que asear, hacerle fisioterapia, alimentar, vestir y, por último, traer a su madre hasta aquí. Y que ahora tanto ella, empleada e hija virtuosa, como su extremadamente anciana y casi totalmente inválida progenitora no querían otra cosa que votar.
De repente, un señor de negros bigotes y camisa de rancho bajo una sudadera de nylon beige empezó a gritar que se debían respetar sus derechos y que, entre otros, él tenía derecho a ejercer su derecho hasta las seis de la tarde. Algunos ciudadanos numerados lo espoleaban desde la fila con sus baahh… y sus uughh…, le echaban en cara su impuntualidad, lo mandaban a la chingada, le mostraban los dígitos rotulados en las palmas de sus manos y, con el mismo ademán, se enjugaban el sudor de la frente o del cuello, luego echaban un nuevo vistazo a sus respectivos números indelebles, antes de hacerle tal vez un último gesto de desprecio al viejo bigotudo.
La mujer y su madre, así como el señor de bigotes, terminaron marchándose sin más. Tal como sería consignado en su perfil de Facebook, María Tzuc Dzib consiguió votar, tras casi seis horas, a las 3:01 pm.
IV
A López Obrador le han criticado su presunto perfil autoritario y el mélange de sus alianzas políticas, que incluye a ex priistas, ex panistas y la derecha evangélica del Partido Encuentro Social (PES). Antes y después de los comicios, algunos observadores insistieron en una retórica interrogación acerca del magullado orden institucional que idealmente debería activar, ahora sí, una sofisticada maquinaria de contrapesos al poder ejecutivo. De golpe, acotar el inveterado presidencialismo mexicano se ha convertido en urgencia.
Justo antes de la elección, el ensayista Jesús Silva-Herzog ofreció un retrato ambiguo de AMLO. Destacó un rasgo tan religioso como político: su tenacidad. La tenacidad del hombre que espera su momento, cuya «teología fue la conspiración», aunque no exactamente la trama secreta y razonada de sus propios actos y palabras, sino la conspiración de las circunstancias históricas y los ciclos del alma colectiva de los mexicanos. Más allá de méritos individuales y de estrategia política, López Obrador8 sería el beneficiario de la coordinación de «los planetas y los mosquitos» para lograr «no solamente un triunfo arrollador sino para rehacer el mapa político del país». Según Silva-Herzog, la «conspiración lopezobradorista» respondería más bien a un estado del ser compartido frente al destino nacional: «todos respiran el mismo aire y al mismo compás, todo sopla en una dirección».
Tal idea define ya un desplazamiento en el sistema electoral doméstico: el énfasis se mueve desde la figura presidenciable y el andamiaje partidista, depositarios tradicionales del cambio o la conservación de la materia política, hacia esa multitud concurrente, aunque no necesariamente coordinada, que en definitiva fueron el 1 de julio los votantes mexicanos. La conspiración, entonces, como inesperada metáfora de la democracia.
López Obrador está lejos de ser un radical y ha pactado, inevitablemente, con sectores corporativos y fracciones políticas de diverso pelaje. Sin embargo, el sentido conspirativo de su ascenso al poder se vuelve evidente cuando recordamos que esa actitud desinhibida, irritada, optimista de sus seguidores, así como el volumen de la movilización, debió cocerse a contrapelo de la formidable inercia histórica del sistema político y, desde luego, fuera de los vigentes circuitos de autoridad (las estructuras entrelazadas del Estado, el mundo empresarial y el mainstream de la prensa).
Digamos que la rebelión o la revuelta acontece aquí, cierto, dentro del propio juego político, encorsetada por las mismas reglas, pero acontece innegablemente. Como cuando un atleta o un equipo perdedor, siempre anónimo y deficiente, realiza por fin un ajuste clave en su rutina, se inventa una combinación imprevisible y la traduce en «jugada» y, con ello, modifica su suerte y, de paso, el semblante y el orden gravitacional del viejo juego de toda la vida.
Ciudad de México. 1 de julio.
A las 8:00 pm, cierre electoral en los últimos enclaves del Pacífico, millones de mexicanos sintonizaban a Denise Maerker y Carlos Loret de Mola. Los presentadores estrellas de Televisa conversaban, prudentes pero distendidos, con los analistas invitados a su programa especial. El suspense no era la clave del rating esa noche.
Pocos minutos después, José Antonio Meade aceptó su derrota y la del PRI, y aseguró que sus informes apuntaban a una victoria de López Obrador.
(Alejandra, joven periodista de Querétaro, escribió en su grupo de WhatsApp: «KHÉ FUERTE. Ya quiero ver a Anaya»).
No demoró mucho el derechista Ricardo Anaya en desear, ante la audiencia nacional, éxitos a AMLO: «por el bien de México», dijo, por supuesto.
(Abraham, antropólogo que estudia «el viandante» en la Ciudad de México, no paraba a su vez de caminar en círculos alrededor de la mesa en la sala-comedor de su apartamento, a veces tropezaba con una silla y se dejaba caer sobre ella un instante, escondía el rostro entre las manos, alzaba la vista hacia la pantalla y decía, los ojos aguados, sonriendo con un chasquido, decía: «No es posible. Esto nunca se había visto»).
No habría el show habitual: cada presidenciable, por su lado, adjudicándose la victoria, elevando el puño y sonriendo ante las cámaras hasta que, al filo de la medianoche, el albur de los votos y las indecibles triquiñuelas de estas fechas decidieran un vencedor y, casi siempre, algún damnificado que se apresuraría a impugnar el tinglado electoral mexicano.
Los expertos en Televisa suscribieron una suerte de ley termodinámica: a mayor movilización popular, menor influencia de las «estructuras» partidistas en la suerte final de los comicios. Y esta era una elección masiva: ejercieron el sufragio casi dos tercios de los 89 millones — récord — de ciudadanos llamados a las urnas, y de ellos más de 24 millones (52,96 por ciento) optaron por López Obrador, el presidente electo más votado de la historia en México. La brecha respecto al segundo lugar (30 por ciento) fue la mayor en tres décadas.
Otro par de conclusiones esbozadas por los analistas cumplían, neuróticamente, la doble condición de ser tan obvias como contradictorias entre sí: a) la jornada decretaba — vista la derrota sin paliativos del PRI, el fracaso de la rejuvenecida apuesta del PAN y la disolución en el aire del PRD — una ruptura del esquema de partidocracia y presidencialismo a la carta acuñado por décadas; b) la jornada reivindicaba y fortalecía — visto el compromiso popular y la victoria por amplio margen de, a fin de cuentas, uno de los partidos en liza — el sistema político, y democrático, mexicano.
Minutos más tarde, mientras caminaban hacia el Zócalo, y luego, en la madrugada, mientras regresaban a sus casas o se iban a beber quién sabe dónde, los simpatizantes de AMLO no paraban de gritar por las estrechas calles del centro: «Fuera el “PRIAN”».
V
La «Cuarta Transformación» de López Obrador es una de esas incógnitas perfectamente domesticadas. Pero es más que nada una hipérbole. Un hashtag excesivo, aunque seguramente bien intencionado, que resulta coherente con el nombre garrafal de la coalición que lo llevó al poder: «Juntos Haremos Historia». La grandilocuencia es el tono habitual de la política latinoamericana y es, en buena medida, la lingua franca de una época en que el mundo se nos presenta siempre a punto de cambiar, o al menos eso insiste en contarnos la publicidad.
Así, luego de la Independencia, la Reforma y la Revolución, o sea, luego de Hidalgo y Morelos; de Juárez; de Madero, Villa y Zapata, se perfilaría esta cuarta cima trans-formadora de la nación mexicana. Y el próximo mandatario cabalgaría a horcajadas sobre ese horizonte.
Bien. El programa de gobierno no resulta poca cosa. Según AMLO, su gestión se erigirá sobre «tres principios básicos: no mentir, no robar, no traicionar al pueblo». Ya eso sería bastante. Prometió que se recortará el salario y los privilegios de los altos funcionarios públicos y que, en cambio, se multiplicarán las políticas de beneficio social: alza (al doble) y universalización de pensiones, garantía del derecho al estudio y al trabajo para los jóvenes, proyectos productivos para frenar la emigración («El mexicano va a poder trabajar y ser feliz donde nació, donde están sus familiares, sus costumbres, sus culturas», dijo la noche de su victoria). En contraste con cierta «visión social anticuada» que se le achacó durante la campaña — delineada por sus convicciones religiosas y reforzada por su alianza con el PES — , existirían ahora señales alentadoras como la inclusión en su equipo de Marcelo Ebrard, cuyo gobierno en la Ciudad de México cobijó la legalización del aborto y el matrimonio igualitario, o las declaraciones de la futura secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero, a favor de despenalizar la marihuana e, incluso, el uso de la amapola con fines farmacológicos. La lucha contra la corrupción, el diálogo con sectores sociales inconformes, la revisión, al menos, de las «reformas estructurales» de Peña Nieto (impuestas «desde el extranjero», según AMLO), así como una política de seguridad integral que eventualmente saque al ejército de las calles, reinserte armónicamente a delincuentes menores en el tejido social y comprenda el respaldo a las fuerzas productivas del campo y su integración ventajosa a la economía legal, parecen abrir en efecto un capítulo nuevo con respecto a los últimos 30 años.
Sin embargo, la realidad suele ser terca, la deuda social, abrumadora, y el sistema político y económico — incluso la corrupción es sistémica: un lubricante eficaz, según cómo se mire — posee aceitados automatismos de resistencia al cambio. El poder sexenal de AMLO es hijo de ese orden de cosas, y nadie sabe cuán pródigo o bastardo termine siendo.
Por supuesto, México, aun sumido en su drama íntimo, interiormente asomado al abismo, o bien en caída libre, de cualquier manera, resulta todavía una pieza funcional, orgánica dentro de un esquema global que trasciende y se superpone a las decisiones de Los Pinos.
“Quiero pasar a la historia como un buen presidente de México”, dijo López Obrador el 1 de julio. Quizá lo más sensato sea ajustar hasta ahí las expectativas. La esperanza es algo que deberá administrar mejor a partir de ahora, si quiere fundar un camino duradero y no cancelar nuevamente a la izquierda mexicana tras su próxima temporada en el dulce infierno presidencial.
El plan de AMLO surge del diagnóstico lúcido y aspira a restañar heridas, a equilibrar un tanto el fiel de la balanza, pero su “regeneración nacional”, dadas las condiciones de posibilidad, solo sería parcial, un recetario de necesarios ungüentos, sinapismos y compresas frías, y con suerte algo más, cuya aplicación será obsesivamente vigilada por el poder real.
Resulta bastante obvio que la Cuarta Transformación de AMLO carecería en términos históricos de la creatividad y la potencia disruptiva de las transformaciones precedentes a cuya altura se coloca. Sería, a lo sumo, una vibrante interfaz 2.0; una proyección virtual de aquella fiebre que animó las luchas independentistas o de aquel impulso ciego, abisal que disparó desde su persistente inmovilidad hasta el vértigo de la rebelión a las masas campesinas de la Revolución
Y quizá está bien que así sea.
Ciudad de México. 1 de julio.
El exilio es siempre un punto del tiempo y el espacio que estaría en el centro mismo del tiempo y el espacio de otro país si no fuera porque, en realidad, no está en ninguna parte.
Por ejemplo: las 9:15 pm del 1 de julio en un ángulo del Zócalo de la Ciudad de México. El vendedor me ha dicho que elija la camiseta de «AMLO 2018» que mejor me quede, y yo le he respondido, con una sonrisita medio estúpida, que no la quiero para mí, sino para aquel flaco que está parado, conversando con las muchachas, a unos 10 metros de nosotros.
— ¿No es para ti?
— No — insisto — . No lo es.
— Dale una mediana.
Una mujer me alcanza la camiseta, yo pago los 40 pesos, y doy la espalda dándole vueltas también al hecho de que sin dudas estoy aquí, la noche de la victoria electoral de Andrés Manuel López Obrador, pero en realidad no estoy, de ninguna manera, en el mismo sitio que mi amigo Abraham.
Aquí y ahora, entre la multitud que grita, canta, sonríe, se abraza, levanta los puños y las banderas hacia el cielo lóbrego de la ciudad, sostiene a sus hijos sobre los hombros para que contemplen el océano turbio y levantisco de las ilusiones políticas; aquí y ahora, creer sería, para mí, una impostura.
En cambio, la gente a mi alrededor parece habitar los últimos versos del viejo poema de Huerta: «Así hemos visto limpias decisiones que saltan/ paralizando el ruido mediocre de las calles,/ puliendo caracteres, dando voces de alerta,/ de esperanza y progreso./ Son rosas o geranios, claveles o palomas,/ saludos de victoria y puños retadores./ Son las voces, los brazos y los pies decisivos,/ y los rostros perfectos, y los ojos de fuego,/ y la táctica en vilo de quienes hoy te odian/ para amarte mañana cuando el alba sea alba/ y no chorro de insultos, y no río de fatigas,/ y no una puerta falsa para huir de rodillas».
Luego, cuando ya nos marchemos de aquí, entre la muchedumbre lenta, coagulada, la voz de una chica le estará diciendo a alguien:
— De todas maneras, hay un montón de cosas que ni Dios puede cambiar…
1 Cierto que, tras la masacre de la Plaza de las Tres Culturas, se intensificaron los focos de resistencia crítica, intelectual, y catalizaron movimientos sociales y guerrillas urbanas y rurales que por décadas fueron concienzudamente reprimidos, aniquilados durante la llamada «guerra sucia».
2 Las estadísticas, a fines de 2017, hablaban de 34 mil 268 desaparecidos o extraviados, pero se estima que apenas se denuncia uno de cada diez casos. El escritor Jorge Volpi sostuvo a inicios de mayo en El País que pasan de 70 mil los desaparecidos en México.
3 Que supera largamente en tiempo, espacio y número de víctimas aquel yermo infierno de Santa Teresa, trasunto de una Ciudad Juárez finisecular, que describió Roberto Bolaño, hasta los límites mismos del entendimiento humano, en su novela 2666.
4 La web de Forbes reportó la preeminencia de AMLO en la conversación sobre los comicios suscitada en las redes sociales, así como la coincidencia entre las intenciones de voto digital y real durante el 1 de julio.
5 Diríase que por décadas la ciudadanía permaneció estupefacta frente al solemne oxímoron de la “revolución institucionalizada”; presa, entre otras cosas, de una trampa semiológica. La alternancia, definida por dos mandatos del PAN, resultó un período controlado rigurosamente por la misma clase política.
6 Movimiento de Regeneración Nacional. Para las elecciones de 2018, fuerza mayoritaria la coalición “Juntos Haremos Historia” (junto al Partido Encuentro Social y el Partido del Trabajo), a la postre vencedora con mayoría absoluta.
7 Angélica Rivera, quien, de hecho, justificó la compra de la mansión remitiéndose a los emolumentos de su carrera como actriz de telenovelas para Televisa.
8 A quien, dice Silva-Herzog, «un poder invisible y absoluto le arrebataba una y otra vez la victoria que merecía. (Porque) La mafia-del-poder dictaba su capricho en todos los ámbitos. Controlando medios, mercados, encuestas y votos, los poderosos se empecinaban en obstruirlo…».
Este texto fue originalmente publicado en la revista cubana El Estornudo.
Es, como Dios o cualquier otra cosa, posterior al Big Bang. Es, por tanto, nuestro contemporáneo. Lee, y a veces escribe. Cuando alza la vista se descubre, siempre asombrado, en medio del mundo.