Anatomía del miedo
Por Regina Coyula
Para las mujeres de ahora mismo, protagonistas
En 1980 trabajaba en el G2 –sí, en el G2– y había sido incluida como personal de apoyo de aquella gigantesca «Operación Inca» iniciada con los sucesos de la Embajada del Perú. Desde las primeras veces que atravesé la barrera numerosa y vociferante que se agolpaba donde la Quinta Avenida se bifurca y desemboca en el antiguo círculo social obrero Abreu Fontán, sentí la posibilidad real de una agresión física. Solo cuando llegaba a la posta de la entrada podía respirar aliviada. En el Abreu Fontán se gestionaba el papeleo de los ciudadanos que abandonarían el país vía Mariel.
Yo, que no era de t-shirt y nunca lo he sido, me hice con tres pulóveres de aquellos de «abajo el bloqueo», «fuera yanquis de Guantánamo» y «no a los vuelos espías», cada uno con su correspondiente imagen. Fue mi frágil resguardo para sentirme a salvo de la turba. No me detuve en el miedo, enorme, de la gente que atravesaba la muralla de «pueblo indignado» buscando su libertad. Durante las semanas que trabajé en aquel balneario playero convertido en ruidoso, hacinado y maloliente almacén de personas ansiosas, ignorantes de su día después, sostenidas solo por la esperanza de irse, nunca pensé en el miedo del otro.
Rechazaba la barbarie de los mítines de repudio, esa masa amorfa y anónima que desató impunemente sus instintos, que cebó frustraciones y pasó la cuenta en connivencia con las autoridades. No estuve en ningún acto de ese tipo. El único que se hizo en mi cuadra, contra una familia discreta y decente que jamás fingió simpatizar con el gobierno, apenas contó con cuatro mujerangas vociferantes recién llegadas al barrio.
Carlitos Berenguer recibió el escarnio por todos los que se iban. Era, hasta donde sé, un funcionario intermedio en una dependencia del Estado, pero frente a su edificio en la Avenida 26, muy cerca de mi casa, levantaron una tarima, instalaron equipos de audio, luminarias, y organizaron cada día un programa que iba desde el canto inflamado hasta las peores alusiones a su vida personal. Sufrió, además, cortes eléctricos y de gas, pintadas en la puerta de su apartamento. No puedo imaginar el infierno que atravesó esa familia, aunque sí la vergüenza ajena que sentí la única vez que la curiosidad me detuvo allí. Reconocí en muchas caras el mismo rechazo que aquello me inspiraba, pero ellos hacían su parte para no parecer ni muy entusiasmados ni muy apáticos. Los espontáneos de la pureza ideológica destacaban al micrófono, alzaban el puño y enronquecían con diatribas. A muchos de esos, que hoy escupen con asco en las cuatro esquinas del mundo cuando les hablan de la Revolución, el miedo de que los desenmascaren les acompaña, y ese también debe ser un miedo muy perturbador.
Hubo otros casos menos connotados, pero con saldo trágico de lesiones y muerte. No sé si exista la cifra. 1980 no era época de Internet, y mucho de aquel horror pasó inadvertido para el mundo y hasta para los propios cubanos. Puedo entender a quienes el rencor carcomió para siempre, porque «hay golpes tan fuertes en la vida…» Aun así, hubo repercusiones para el gobierno de Cuba. Después de afirmar que el pueblo entraría en acción, Fidel Castro declaró la superioridad moral del mismo pueblo, poniendo fin –al menos de forma oficial– a aquellas penosas jornadas de intransigencia y oprobio.
La latencia del método se mantuvo en las Brigadas de Respuesta Rápida del Maleconazo en 1994, pero sobre todo en estos últimos años, contra la oposición pacífica y en especial contra las Damas de Blanco.
Viví de cerca el acto de repudio que en 1993 sufrió la familia de los hijos de mi esposo Rafael Alcides. Ingresada por meses para lograr mi embarazo, y con una cesárea tres días después, los detalles de aquel gran performance y la detención de Alcides vine a conocerlos con el tiempo. Calle cerrada, cámaras, altavoces, sujetos extraños sacados de su centro de trabajo para gritar sin saber a quién ni por qué gritaban.
Faltaba mi propio acto de repudio. Y lo viví los días 10 y 11 de diciembre de 2013 en la sede de Estado de Sats. Veinte años después, pero los métodos eran semejantes. Calle cerrada, cámaras, altavoces, sujetos extraños sacados de su centro de trabajo y de estudios para gritar sin saber a quién ni por qué gritaban.
No quiero detenerme en los repudios, intrínsecamente viles. Quiero detenerme en el miedo. El miedo a desmarcarse y denunciar la degradación a la que asisten personas que el día anterior saludaban o hasta debían un favor al que ahora es «enemigo». El miedo que como una medicina preventiva pretenden extender entre la ciudadanía cada vez menos sumida. El miedo de los convocantes a pasar en algún punto de victimarios a víctimas. Y más: el miedo para manifestar mi rechazo en el «lugar y el momento correcto», el miedo de que no te consideren suficientemente combativa, el miedo a no encajar.
Tuve miedo aquella vez que cercaron la sede de Estado de Sats y decidí cocinar para dejar de lado la preocupación, porque mi familia no sabía de mí desde el día anterior. Se piensan cosas terribles en momentos así. Esto no es solo una anécdota. Se trata de llamar la atención sobre un fenómeno que recicla sus formas creativas, siempre con instrumentos abyectos a quienes echar mano para dañar aún más –y sí que es posible– nuestro frágil tejido social.
Ese es el miedo que me va quedando.
Publicado originalmente en El Estornudo