Amor de ciudad chica

El Estornudo
4 min readJun 10, 2022
Encrucijada / Foto: Cortesía de la autora

Por Laura B. Marrero

La estación de trenes es el lugar más feo de mi vida. Territorio neutral y apolítico para todos los ciudadanos de Encrucijada y pueblos aledaños donde el olor a mierda y orine humanos no son solo los olores de bienvenida, sino que también son las palabras de bienvenida.

Lo usamos como baño público en los carnavales. Un poco de cerveza de pipa y a vivir la ficción de que no tenemos pasado. Lo usamos como baño público todas las noches cuando nos sentamos a tocar guitarra en la plaza Abel Santamaría. Unas cuantas canciones preferidas y a vivir la ficción de que no tenemos presente. Marginales punto com. Eso es lo que soy. Lo usamos como picadero cuando las parejas de esa noche quieren sexualizar sus cuerpos. Un poco de penetración, o más bien mucha, y a vivir la ficción de que nosotros, los ciudadanos ejemplares, no tendremos hijos. Llámese hijo, futuro.

De todos los usos que podemos darle a la estación de trenes (excepto coger un tren), este último es el más difícil de no-fantasear.

Me imagino a las parejas haciendo el amor y pisando el mojón de algún extraño, o su propio mojón. Mezclando la mierda ajena con orine ajeno y condones llenos de semen ajeno. No me importaría llenarme las chancletas de mierda si estás tú conmigo. Qué bello sería amarte así, le escribí al muchacho que amaba, pero el muchacho nunca quiso darme un futuro.

Mirar a la luna cuando por fin llega el momento del orgasmo y, con la cosquilla en la zona íntima, olvidar que este es un espacio neutral y apolítico. Pensar, entonces, que entre los rieles del tren hallamos la única forma de expresión permitida. Soltar, como se suelta el amor, las consignas prohibidas. Saber, como se sabe amar, que en Encrucijada — pueblo mío de mi vida y de mi alma — no existe ni pasado, ni presente, ni hijo. Que somos, del adverbio whatever, un pueblo que flota en la mierda. Y que, por mucho que te haya querido amar entre los rieles, muchacho que me gustabas, no tuvimos ningún hijo.

***

En la puerta del lugar más feo de mi vida te reciben dos o tres perros callejeros sosteniendo la bandera cubana también embarrada de mierda y orine humanos.

«Un perro, un hombre, una cruz».

Entre toda la mezcla de excrementos, un poco de algún semen, claro.

Frente a la estación, cruzando la línea y los matorrales, la estación de policía-sin-vergüenza. Estación porque hay que dictar nombres y dictar sentencias y construir estaciones para pasar los meses que no dan nieve, ni hojas, ni lluvias, mas sí sequía y hambre terrible. La estación de policía-sin-vergüenza, como decía, no es estación ni es nada. Es la casa-con-vergüenza de un ciudadano de Encrucijada — pueblo mío de mi vida y de mi alma — que luego del triunfo de la revolución fue expropiada. No me quiero imaginar a un hombre de bien con una casa de bien perder su casa y su bien, porque imaginarlo sería también imaginar a mi bisabuelo, un hombre de bien con una casa de bien que perdió su casa y su bien.

Murió de rabia.

La estación de policía-sin-vergüenza tiene las paredes exteriores pintadas de azul, un azul descascarado, corrompido por el tiempo y los hombres que la revolución trajo consigo. Las barandillas con postes blancos, también descascarados, mostrando el moho medio negro/medio viejo porque hace mucho que no llueve. Todo se descompone en Encrucijada. Lo que más se descompone son sus hijos.

Llámese hijos, futuro.

El interior de la estación de policía-sin-vergüenza es de color no sé. Nunca me detuvieron, nunca crucé la puerta de madera pintada con pintura de aceite color carmelita; eso sí se ve desde afuera, claro. Como jamás crucé la puerta, no sería fácil para mí describirla en su interior milimétricamente, ni hacer una antipoesía sobre el frío que se siente del otro lado de los barrotes.

Nula, también, la posibilidad de hablarte sobre cuántos cuadros de Fidel Castro cuelgan de sus paredes y cuántos de esos mismos cuadros cubren los huecos que quedaron luego de que los hombres de la revolución arrancaran con desatino y la furia las imágenes del Sagrado Corazón de Jesús. Los que vieron a esos hombres destruir y desafiar la ira de Dios, dicen que esos mismos hombres cruzaron la calle y llegaron a la línea del tren, y con el desatino y la furia que les caracterizaban hicieron el amor sobre los rieles y dejaron caer su semen, insípidos, sobre el Corazón de Jesús, extinguiendo así toda moral y toda creencia.

Mi bisabuelo los vio y murió de rabia.

¿Qué puedo ser o hacer si yo también sufro de su rabia pero no me muero? Si se me permite, puedo ser yo, esta mujer, pueblo circundante y escribir una a-elegía a Encrucijada — pueblo mío de mi vida y de mi alma.

a-elegía

En Encrucijada no hay más dicha que

sentarse a temer en los portales.

Luego envolver el miedo en una

sábana blanca remendada

y lanzarlo por el hueco entre

los hierros de una reja.

En una lanza que tiembla se resume la vida.

En mi casa no había rejas.

El miedo lo lanzábamos por la fosa envuelto en una jabita de nylon.

Bien

estrecho

para

que

cupiese.

Bienrápidoparaquenadieviese.

Publicado originalmente en El Estornudo.

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Revista independiente de periodismo narrativo, hecha desde dentro de Cuba, desde fuera de Cuba y, de paso, sobre Cuba.